Ganas de quedarme
En esta fiebre desquiciada que nos ha dado por viajar no es improbable que el brillo de nuestras experiencias, a veces, se sustente sobre la inconfesable evidencia del aburrimiento o la decepción.
Desprovisto de lustre y chispa, el verbo viajar encoge sus alegres atributos en aras de rutas, tiempos, relojes, itinerarios e imponderables que castigan su espíritu con la pena de la opacidad.
Nos subyuga la perspectiva de viajar donde nuestros ojos antes nunca se posaron, donde la puesta de sol es extraordinaria y la aventura del siguiente paso se embadurna de misterio. Viajar a lugares increíbles, maravillosos, de abrumadora belleza, de genuino encanto… ¿Objetivo? Llegar, fichar y marchar.
Somos trenes de paso, residentes efímeros de ningún lugar conformes con el paisaje que se desvanece desde el vagón. Contaminados del desapego urbano, de la fría proximidad que nos empapa en la vida diaria, de no sé qué urgencia eterna por metas remotas e indescifrables, hemos dimitido de quedarnos y participar.
Viajamos a la carrera, como cuando dan el pistoletazo de salida a una multitudinaria maratón y salimos en masa pegándonos codazos. Porque hay que ver lo que todo el mundo dice que hay que ver, hay que ir donde otros tantos nos dijeron que esto no podía faltar. Estar, al fin y al cabo, como si no has estado, porque cuando pasado el tiempo quieres recordar los detalles, la memoria te lanza las mismas postales que tenías en la cabeza antes de partir. ¿Realmente fuiste?
No es generalizar, es despertar.
Ganas de estar
Preparamos los viajes con anticipación y ansia. Casi con euforia. Rutas con imprescindibles para hacer en dos, tres, siete días… Todas las opciones las tenemos a golpe de click. Y entre tanto preparar, organizar, ir, venir y especular se nos olvida la esencia de todo viaje: aprehender, captar, interiorizar.
Acoplarse a la vida del lugareño que, dicho sea de paso, aniquilamos a golpe de feroz invasión, es deporte inasumible si mi hotel no está de paso; contagiarse del latido de ese destino, de su pausa, su ritmo, su cadencia o su compás, pierde puntos ante la expectativa de tomarse el mejor helado del mundo según el blog del eterno viajero o el mega bendito influencer de tik tok.
Hemos tirado por la borda las ganas de quedarnos y se nos llena la boca con las ganas de volver, cuando lo que nos hace falta es ganas de estar.
Convivir. Compartir. Conversar. No entre nosotros que nos tenemos más vistos que las malas noticias del telediario. Con aquellos que nos ofrecen su hospitalidad, que nos hablan del potaje milenario de una cantina oculta, de las cestas que fulanita teje y pone en el mercadillo del pueblo los jueves, con quienes nos cuentan las historias y los chismes del lugar con ese orgullo de pertenencia rebosante de humildad. ¿Qué es todo eso ante la perspectiva de entrar en un museo del que luego lo que más recordamos es la cola de cuatro horas que hicimos para entrar?
Esa potentísima sensación de no poder quedarte en determinado lugar, pero marcharte sabiendo que el lugar se ha quedado dentro de ti… Eso, ¿hace cuánto que no te pasa?
Ese viajar es el que estamos perdiendo. Un viajar sin el apremio del reloj ni las estampidas a punta de silbato. Un viajar de abrir la piel a códigos distintos a los nuestros que, al respirarlos, despeinen nuestras convicciones, modulen nuestra inflexibilidad, estiren nuestra tolerancia, aniquilen prejuicios, derriben muros y en esa concordia sana que no mira de reojo se produzca el milagro del compadreo y la amistad.
Nos falta fluir y mezclarnos, olvidar nuestra identidad, camuflarnos en el anonimato y llenarnos, por un rato, con las vidas que otros nos regalan.
Nos faltan esas ganas de quedarnos que expresa el estómago cuando estamos a punto de marchar.
Nota de la autora: Este verano visité varios pueblitos perdidos de la Toscana. Increíble experiencia en lugares donde quedarse y estar es un lujo. Donde el turismo aún no se ha comido su encanto.
Tuve la malísima idea de acercarme un día a la llamada ruta CinqueTerre, un tour de cinco pueblos costeros que se hace en un tren del que puedes ir subiendo y bajando a placer. A placer de 35 euros la ida y vuelta.
La peor experiencia como viajera de mi vida. La muchedumbre que formábamos los turistas era tan insoportable que apenas se podía caminar. Al menos tuve el acierto de dejar mi hueco a otros locos como yo.
En esta fiebre desquiciada que nos ha dado por viajar no es improbable que el brillo de nuestras experiencias, a veces, se sustente sobre la inconfesable evidencia del aburrimiento o la decepción.
Desprovisto de lustre y chispa, el verbo viajar encoge sus alegres atributos en aras de rutas, tiempos, relojes, itinerarios e imponderables que castigan su espíritu con la pena de la opacidad.
Nos subyuga la perspectiva de viajar donde nuestros ojos antes nunca se posaron, donde la puesta de sol es extraordinaria y la aventura del siguiente paso se embadurna de misterio. Viajar a lugares increíbles, maravillosos, de abrumadora belleza, de genuino encanto… ¿Objetivo? Llegar, fichar y marchar.
Somos trenes de paso, residentes efímeros de ningún lugar conformes con el paisaje que se desvanece desde el vagón. Contaminados del desapego urbano, de la fría proximidad que nos empapa en la vida diaria, de no sé qué urgencia eterna por metas remotas e indescifrables, hemos dimitido de quedarnos y participar.
Viajamos a la carrera, como cuando dan el pistoletazo de salida a una multitudinaria maratón y salimos en masa pegándonos codazos. Porque hay que ver lo que todo el mundo dice que hay que ver, hay que ir donde otros tantos nos dijeron que esto no podía faltar. Estar, al fin y al cabo, como si no has estado, porque cuando pasado el tiempo quieres recordar los detalles, la memoria te lanza las mismas postales que tenías en la cabeza antes de partir. ¿Realmente fuiste?
No es generalizar, es despertar.
Ganas de estar
Preparamos los viajes con anticipación y ansia. Casi con euforia. Rutas con imprescindibles para hacer en dos, tres, siete días… Todas las opciones las tenemos a golpe de click. Y entre tanto preparar, organizar, ir, venir y especular se nos olvida la esencia de todo viaje: aprehender, captar, interiorizar.
Acoplarse a la vida del lugareño que, dicho sea de paso, aniquilamos a golpe de feroz invasión, es deporte inasumible si mi hotel no está de paso; contagiarse del latido de ese destino, de su pausa, su ritmo, su cadencia o su compás, pierde puntos ante la expectativa de tomarse el mejor helado del mundo según el blog del eterno viajero o el mega bendito influencer de tik tok.
Hemos tirado por la borda las ganas de quedarnos y se nos llena la boca con las ganas de volver, cuando lo que nos hace falta es ganas de estar.
Convivir. Compartir. Conversar. No entre nosotros que nos tenemos más vistos que las malas noticias del telediario. Con aquellos que nos ofrecen su hospitalidad, que nos hablan del potaje milenario de una cantina oculta, de las cestas que fulanita teje y pone en el mercadillo del pueblo los jueves, con quienes nos cuentan las historias y los chismes del lugar con ese orgullo de pertenencia rebosante de humildad. ¿Qué es todo eso ante la perspectiva de entrar en un museo del que luego lo que más recordamos es la cola de cuatro horas que hicimos para entrar?
Esa potentísima sensación de no poder quedarte en determinado lugar, pero marcharte sabiendo que el lugar se ha quedado dentro de ti… Eso, ¿hace cuánto que no te pasa?
Ese viajar es el que estamos perdiendo. Un viajar sin el apremio del reloj ni las estampidas a punta de silbato. Un viajar de abrir la piel a códigos distintos a los nuestros que, al respirarlos, despeinen nuestras convicciones, modulen nuestra inflexibilidad, estiren nuestra tolerancia, aniquilen prejuicios, derriben muros y en esa concordia sana que no mira de reojo se produzca el milagro del compadreo y la amistad.
Nos falta fluir y mezclarnos, olvidar nuestra identidad, camuflarnos en el anonimato y llenarnos, por un rato, con las vidas que otros nos regalan.
Nos faltan esas ganas de quedarnos que expresa el estómago cuando estamos a punto de marchar.
Nota de la autora: Este verano visité varios pueblitos perdidos de la Toscana. Increíble experiencia en lugares donde quedarse y estar es un lujo. Donde el turismo aún no se ha comido su encanto.
Tuve la malísima idea de acercarme un día a la llamada ruta CinqueTerre, un tour de cinco pueblos costeros que se hace en un tren del que puedes ir subiendo y bajando a placer. A placer de 35 euros la ida y vuelta.
La peor experiencia como viajera de mi vida. La muchedumbre que formábamos los turistas era tan insoportable que apenas se podía caminar. Al menos tuve el acierto de dejar mi hueco a otros locos como yo.
Tienes toda la razón, vivimos en un mundo acelerado, sin darnos cuenta de los placeres que nos rodean… Un simple café mientras conversamos, comprar el pan y contertuliar durante la espera. Estamos perdiendo nuestra esencia como seres humanos y lo peor es que no nos damos ni cuenta. Un texto para reflexionar y pensar. Me encantó. Un abrazo gigante
Sí, la verdad es que en esta era de la comunicación global se nos está olvidando la comunicación personal. La que calienta la piel sin filtros. Un placer, como siempre, charlar contigo. Gracias por pasarte, Nuria.
Un abrazo