Guillermina siempre tan divina

por | May 7, 2020 | Ficción | 6 Comentarios

Imagen de Lilly Cantabile en Pixabay

-Señora Guillermina, cuánto tiempo que no la veíamos por Buenaserena. ¡Tiene usted muy buen aspecto! –Pregonaba aquella señora en un tono de voz exageradamente alto.

-Pues sí, para qué vamos a engañarnos. Bastante mejor que el tuyo. ¡Válgame Dios lo que hace el hambre, pero si estás en los huesos! –Contestó ella haciendo un indecoroso repaso de arriba abajo a una de las vecinas del pueblo-. ¿Puede saberse por qué me gritas?  ¿Tienes algún problema de trompetilla o la perola guarda reposo en el huerto? –la tuteaba con una confianza impensable en otros tiempos.

-Por favor, disculpe a mi madre señora Encarna –intervino inmediatamente Luis ante aquellas palabras libres de filtro- Ya sabrá que padece Alzheimer. A veces no hay forma de contener esa verborrea; nunca sé por dónde va a salir.

-No te preocupes, Luis. Son cosas que pasan, aunque se hace raro en ella que siempre fue tan reservada –ponderó la mujer.

-Mira, hazme caso, que veo que estás más sorda que los muertos del camposanto  –Dijo Guillermina gritando ahora ella- ¿Seguro que eres la Encarna? No te reconozco sin el lustre de tus años mozos. ¿Qué estaba diciendo, Luisito? –Preguntó a su hijo tratando de capturar el hilo de la conversación- Ah, pues eso, que te haces unos buenos lavados de agua caliente con hojas de menta. Con un algodón rascas bien la oreja, pim pam, pim pam…  y ya está. Seguirás sorda, porque oye unos ciegos y otros sordos, ¡qué le vamos a hacer! Pero se quedarán bien limpias y de paso te arrancas los pelos esos que…

-¡Mamá! –increpó Luis a su madre. Se excusó de nuevo  y dejaron allí plantada a la buena mujer que, atribulada, auscultaba sus oídos como si buscara petróleo.

Después de dos años sin pisar Buenaserena, prácticamente desde que Guillermina enfermó, habían llegado cinco días atrás en mitad del sopor que julio deja en las calles. El pueblo dormía sus horas más altas acunado por aquella quietud laxa que no admitía sobresaltos. Solo las cigarras rompían el silencio condensado en el aire con una estridente y machacona sinfonía estridular. Luis redujo la velocidad y se empapó de aquella soledad digna que desprendían los adoquines, de la pureza de un cielo desnudo de miedos, de la serenidad que regala la vida, cuando se vive despacio, y tuvo la grata sensación de regresar a su hogar.

Las casas saludaban solemnes con sus florecidas macetas lanzando sombras de bienvenida en la acera.  Atisbó alguna cortina que se descorría con el murmullo del motor, como siempre vio hacer a su madre, y como supuso habría hecho la abuela que no conoció cuando se advertía la presencia de un forastero. Las placas de las calles se esculpían ahora con letras góticas que murmuraban desde sus fachadas una historia por descubrir. La bandera del ayuntamiento dormía la falta de viento, y de las copas de los árboles fluía ese tipo de reposo que hipnotiza cuando ni una sola de sus hojas susurra al pasar.  

Imagen de Josep Monter Martinez en Pixabay

Guillermina había resistido el viaje bastante bien. Pararon más de lo habitual para estirar las piernas y conversaron animosamente mientras los kilómetros cubrían expediente, incluso durmió a ratos. Sin embargo, cuando el cereal prendió el paisaje con su luz dorada ella enmudeció y llenó el vehículo con la emoción de sus pensamientos.  Luis no podía saber qué recuerdos enhebraba con claridad su mente enferma, pero su madre despedía una nueva y saludable energía desde su llegada a Buenaserena, de eso no le cabía la menor duda.  En menos de una semana su lánguido corazón de los últimos días de confinamiento había recobrado el espíritu guerrero e indómito de otros tiempos.

-Me pones en unos compromisos, mamá… Un día te voy a sacar a la calle con bozal –protestó Luis después del episodio con la señora Encarna.

-Aquí todos tienen mucho que callar. No habría suficiente bozal para tantos canes –rebatió ella sorprendiendo a su hijo por su agilidad mental.

-¿Luis? –Preguntó retóricamente una mujer que se había ido acercando por el Paseo de las Flores- ¡Madre mía hacía siglos que no te veía, y a usted también señora Guillermina! –dijo, y se besaron todos.

-Por lo menos 20 años. Te veo genial Marta –esbozó Luis enfocando aquellos ojos marrones que pinzaron su estómago al evocar tantos buenos recuerdos.

-Gracias, pero los años no pasan en balde –sonrió ella.

-¡Qué dices! Mírame a mí, calvo, mustio y gruñón –objetó riéndose de sí mismo -. ¿Qué es de tu vida?

-¿Mi vida? Pues mira, después de estudiar enfermería… ¿Tú al final hiciste Marketing?

-Sí, me licencié en Marketing y Publicidad.

-Ah, qué bien. Pues nada, me casé muy joven,  me fui  a vivir a Logroño, tengo dos hijos ya grandecitos y me divorcié hace un par de años. Al principio se me hizo un poco duro el cambio pero ahora me siento muy feliz viviendo aquí –explicó ella sin tapujos.

-¿Vives aquí? –se sorprendió Luis.

-Sí. Cuando diagnosticaron la demencia a mi madre yo ya estaba separada y pensé que era lo mejor. También necesitaba distanciarme de mi vida en Logroño, la verdad. Pedí el traslado al hospital provincial y aquí estoy…

-Vaya. Has sido  muy valiente –dijo Luis admirando su franqueza.

Había sido un amor adolescente en toda regla, de esos que se pegan a la piel con la convicción de lo inextinguible, con la soberbia de quien todavía ha vivido muy poco y planea por el mundo dispuesto a conquistar sus límites. Durante dos veranos  el reloj anduvo escaso de horas para dedicarse el tiempo suficiente. Entre las sombras construyeron ese bonito recuerdo de besos impacientes y caricias desplegando sus alas en busca de un hueco en la piel sin explorar. Y con la misma naturalidad que se encendió, la pasión se apagó arrastrada por otras prioridades, porque la universidad propuso nuevas historias de amor y una invitación a vivir experiencias incompatibles con un compromiso serio a distancia.

-¿Tú eres la chica de..?  –Guillermina se quedó atascada tratando de recuperar un nombre que bailaba en su memoria

-La de la Hortensia. La misma. La he dejado en la peluquería con mi sobrina y he aprovechado para dar un paseo –informó Marta-. Escuché que tu madre tenía Alzheimer, pero veo que todavía razona bastante bien, ¿no, Luis?

-Tiene lagunas importantes pero algunos recuerdos antiguos llegan con una nitidez que ya la quisiera yo –informó él.

-¿Sabes que Luisito lleva cornamenta? –interrumpió de pronto su madre con aquel gesto de los dedos sobre la cabeza que se había quedado como un tic nervioso cada vez que hablaba de su separación.

-Mamá, ¿ya estamos otra vez? –Recriminó Luis a su madre-. Está claro que con ella la discreción es una batalla perdida. En fin, me divorcié hace diez años y tengo una hija de 18 –explicó algo azorado

-De ese mal sufrimos muchos señora Guillermina –confesó Marta descubriéndose sin tapujos.  Algo había oído Luis, esos chismes alegran la vida del pueblo. Con lo mío tuvieron diversión para una semana –contaba sin darle mayor importancia-. En fin, os dejo que tengo que recoger a mi madre ¿adónde vais?

-Al cementerio. Hoy no paraba de hablar de mi padre y nos vamos a acercar ahora que todavía no calienta mucho.

-Pues nada –dijo atrapada en la intensa mirada de Luis-. Por cierto, la calvicie no te sienta nada mal. Ya nos veremos por ahí –y se marchó dejando una promesa dulce en el aire que él atrapó al vuelo.

Foto: Naroa Unanue Orozco

El Paseo de las Flores, que conducía al río donde atemperar las calurosas tardes de verano, era uno de los senderos más transitados del pueblo. Serpenteaba entre vastas explanadas de girasoles y cereal y el margen estaba alfombrado con todo tipo de flores, especialmente manzanillas, amapolas, centáureas y acianos que delimitaban el camino con una explosión de color extraordinario. Mucho antes de acceder a la explanada donde se ensanchaba el cauce de aquella agua, balsámica cuando la temperatura no daba tregua, un desvío dejaba a la vista la puerta del cementerio, un recorrido mucho más breve y apto para las piernas de una octogenaria como su madre.

-Cuando Andrea llegue iremos un día todos juntos al río a pasar la tarde. ¿Te apetece, mamá? –preguntaba Luis mientras despejaba la lápida de su padre de las hierbas secas que salpicaban su nombre, pensando en los quince días que su hija pasaría con ellos.

-La niña… Alfonso, la niña vendrá a verte -pronunció Guillermina mirando la tumba de su marido con una profunda nostalgia en la voz-. ¿Tú crees que tendrá frío, Luisito?

-Mamá, estamos a 24 grados…

-¡Y qué, sogueronazo! ¿Acaso no sabes que a tu padre le da el tembleque aunque lleve el brasero en el culo? –Bramó su madre- ¡Ay, Alfonso, a ver si tu hijo se apaña con la chiquita esta, que lo llevo pegado a la chepa como un escrubajo, estripajo, espadrajo…bueno como esos bichos a la mierda! –Masculló la anciana provocando la risa de su hijo.

-Así que resulta que ahora estás harta de mí –se divertía Luis-. Pero ya que sacas el tema te diré que he encontrado muy guapa a Marta.

-¡Ea!, Aquí lo tienes Alfonso, ¡El que se enamora no lo nota, pero tu hijo ya está idiota!

Luis no supo si eso era un refrán o si de nuevo practicaba el deporte favorito de meterse con él, pero si su madre había percibido el clima especial que él sintió en su encuentro con Marta, es que algo había sucedido de verdad. Su buen humor siguió en ascenso.

-Bueno mamá, vamos a ir regresando que el calor enseguida aprieta.

-Alfonso, el aire viene del Norte. Abrígate, y si te duele la garganta haces gárgaras con una infusión de tomillo. Luego te preparo una bien calentita y el niño te la acerca. ¡Y que no se te ocurra ir a por moras con el tunante del Isidoro, que ya sabes que te afloja el vientre y luego tengo que soportar yo tus vientos! –Dijo sumiéndose luego en un reverencial silencio.

-Venga, vámonos ya mamá –anunció Luis tras concederle la pausa necesaria para despedirse de él.

Luis condujo a su madre hacia la salida, pero no habían dado ni cinco pasos cuando ella se detuvo como si de pronto tuviera una revelación. Miró a su hijo, le regaló uno de aquellos fogonazos de lucidez que él captaba al instante en sus ojos, y en la soledad de aquel territorio santo su voz sonó clara como un amanecer tras la tormenta.

-Alfonso, ¡vete haciéndome hueco que enseguida estoy contigo!

Y así empezaron a desandar el Paseo de las Flores, respirando aquel verano perfumado que hablaba de desayunos en familia y de paseos a la caída del sol; que se escribía sobre una partitura en blanco, sin pretensiones ni reclamos, con la única aspiración de que la melodía fluyera. Una bandada de pájaros cruzó el horizonte dejando un rastro de elegante sensualidad en el aire, Luis los siguió con la vista, palmeó con cariño la mano a su madre, pensó que no sería difícil acostumbrarse a esa paz.

 

 

Capítulo 1: Y de pronto, mi madre…
Capítulo 2: Del llanto a la risa y luego a misa
Capítulo 3: Lo que daría por unos huevos…
Capítulo 4: ¿Por qué no te lo pones tú…?
Capítulo 5: El pueblo tras la ventana

Imagen de Lilly Cantabile en Pixabay

-Señora Guillermina, cuánto tiempo que no la veíamos por Buenaserena. ¡Tiene usted muy buen aspecto! –Pregonaba aquella señora en un tono de voz exageradamente alto.

-Pues sí, para qué vamos a engañarnos. Bastante mejor que el tuyo. ¡Válgame Dios lo que hace el hambre, pero si estás en los huesos! –Contestó ella haciendo un indecoroso repaso de arriba abajo a una de las vecinas del pueblo-. ¿Puede saberse por qué me gritas?  ¿Tienes algún problema de trompetilla o la perola guarda reposo en el huerto? –la tuteaba con una confianza impensable en otros tiempos.

-Por favor, disculpe a mi madre señora Encarna –intervino inmediatamente Luis ante aquellas palabras libres de filtro- Ya sabrá que padece Alzheimer. A veces no hay forma de contener esa verborrea; nunca sé por dónde va a salir.

-No te preocupes, Luis. Son cosas que pasan, aunque se hace raro en ella que siempre fue tan reservada –ponderó la mujer.

-Mira, hazme caso, que veo que estás más sorda que los muertos del camposanto  –Dijo Guillermina gritando ahora ella- ¿Seguro que eres la Encarna? No te reconozco sin el lustre de tus años mozos. ¿Qué estaba diciendo, Luisito? –Preguntó a su hijo tratando de capturar el hilo de la conversación- Ah, pues eso, que te haces unos buenos lavados de agua caliente con hojas de menta. Con un algodón rascas bien la oreja, pim pam, pim pam…  y ya está. Seguirás sorda, porque oye unos ciegos y otros sordos, ¡qué le vamos a hacer! Pero se quedarán bien limpias y de paso te arrancas los pelos esos que…

-¡Mamá! –increpó Luis a su madre. Se excusó de nuevo  y dejaron allí plantada a la buena mujer que, atribulada, auscultaba sus oídos como si buscara petróleo.

Después de dos años sin pisar Buenaserena, prácticamente desde que Guillermina enfermó, habían llegado cinco días atrás en mitad del sopor que julio deja en las calles. El pueblo dormía sus horas más altas acunado por aquella quietud laxa que no admitía sobresaltos. Solo las cigarras rompían el silencio condensado en el aire con una estridente y machacona sinfonía estridular. Luis redujo la velocidad y se empapó de aquella soledad digna que desprendían los adoquines, de la pureza de un cielo desnudo de miedos, de la serenidad que regala la vida, cuando se vive despacio, y tuvo la grata sensación de regresar a su hogar.

Las casas saludaban solemnes con sus florecidas macetas lanzando sombras de bienvenida en la acera.  Atisbó alguna cortina que se descorría con el murmullo del motor, como siempre vio hacer a su madre, y como supuso habría hecho la abuela que no conoció cuando se advertía la presencia de un forastero. Las placas de las calles se esculpían ahora con letras góticas que murmuraban desde sus fachadas una historia por descubrir. La bandera del ayuntamiento dormía la falta de viento, y de las copas de los árboles fluía ese tipo de reposo que hipnotiza cuando ni una sola de sus hojas susurra al pasar.  

Imagen de Josep Monter Martinez en Pixabay

Guillermina había resistido el viaje bastante bien. Pararon más de lo habitual para estirar las piernas y conversaron animosamente mientras los kilómetros cubrían expediente, incluso durmió a ratos. Sin embargo, cuando el cereal prendió el paisaje con su luz dorada ella enmudeció y llenó el vehículo con la emoción de sus pensamientos.  Luis no podía saber qué recuerdos enhebraba con claridad su mente enferma, pero su madre despedía una nueva y saludable energía desde su llegada a Buenaserena, de eso no le cabía la menor duda.  En menos de una semana su lánguido corazón de los últimos días de confinamiento había recobrado el espíritu guerrero e indómito de otros tiempos.

-Me pones en unos compromisos, mamá… Un día te voy a sacar a la calle con bozal –protestó Luis después del episodio con la señora Encarna.

-Aquí todos tienen mucho que callar. No habría suficiente bozal para tantos canes –rebatió ella sorprendiendo a su hijo por su agilidad mental.

-¿Luis? –Preguntó retóricamente una mujer que se había ido acercando por el Paseo de las Flores- ¡Madre mía hacía siglos que no te veía, y a usted también señora Guillermina! –dijo, y se besaron todos.

-Por lo menos 20 años. Te veo genial Marta –esbozó Luis enfocando aquellos ojos marrones que pinzaron su estómago al evocar tantos buenos recuerdos.

-Gracias, pero los años no pasan en balde –sonrió ella.

-¡Qué dices! Mírame a mí, calvo, mustio y gruñón –objetó riéndose de sí mismo -. ¿Qué es de tu vida?

-¿Mi vida? Pues mira, después de estudiar enfermería… ¿Tú al final hiciste Marketing?

-Sí, me licencié en Marketing y Publicidad.

-Ah, qué bien. Pues nada, me casé muy joven,  me fui  a vivir a Logroño, tengo dos hijos ya grandecitos y me divorcié hace un par de años. Al principio se me hizo un poco duro el cambio pero ahora me siento muy feliz viviendo aquí –explicó ella sin tapujos.

-¿Vives aquí? –se sorprendió Luis.

-Sí. Cuando diagnosticaron la demencia a mi madre yo ya estaba separada y pensé que era lo mejor. También necesitaba distanciarme de mi vida en Logroño, la verdad. Pedí el traslado al hospital provincial y aquí estoy…

-Vaya. Has sido  muy valiente –dijo Luis admirando su franqueza.

Había sido un amor adolescente en toda regla, de esos que se pegan a la piel con la convicción de lo inextinguible, con la soberbia de quien todavía ha vivido muy poco y planea por el mundo dispuesto a conquistar sus límites. Durante dos veranos  el reloj anduvo escaso de horas para dedicarse el tiempo suficiente. Entre las sombras construyeron ese bonito recuerdo de besos impacientes y caricias desplegando sus alas en busca de un hueco en la piel sin explorar. Y con la misma naturalidad que se encendió, la pasión se apagó arrastrada por otras prioridades, porque la universidad propuso nuevas historias de amor y una invitación a vivir experiencias incompatibles con un compromiso serio a distancia.

-¿Tú eres la chica de..?  –Guillermina se quedó atascada tratando de recuperar un nombre que bailaba en su memoria

-La de la Hortensia. La misma. La he dejado en la peluquería con mi sobrina y he aprovechado para dar un paseo –informó Marta-. Escuché que tu madre tenía Alzheimer, pero veo que todavía razona bastante bien, ¿no, Luis?

-Tiene lagunas importantes pero algunos recuerdos antiguos llegan con una nitidez que ya la quisiera yo –informó él.

-¿Sabes que Luisito lleva cornamenta? –interrumpió de pronto su madre con aquel gesto de los dedos sobre la cabeza que se había quedado como un tic nervioso cada vez que hablaba de su separación.

-Mamá, ¿ya estamos otra vez? –Recriminó Luis a su madre-. Está claro que con ella la discreción es una batalla perdida. En fin, me divorcié hace diez años y tengo una hija de 18 –explicó algo azorado

-De ese mal sufrimos muchos señora Guillermina –confesó Marta descubriéndose sin tapujos.  Algo había oído Luis, esos chismes alegran la vida del pueblo. Con lo mío tuvieron diversión para una semana –contaba sin darle mayor importancia-. En fin, os dejo que tengo que recoger a mi madre ¿adónde vais?

-Al cementerio. Hoy no paraba de hablar de mi padre y nos vamos a acercar ahora que todavía no calienta mucho.

-Pues nada –dijo atrapada en la intensa mirada de Luis-. Por cierto, la calvicie no te sienta nada mal. Ya nos veremos por ahí –y se marchó dejando una promesa dulce en el aire que él atrapó al vuelo.

Foto: Naroa Unanue Orozco

El Paseo de las Flores, que conducía al río donde atemperar las calurosas tardes de verano, era uno de los senderos más transitados del pueblo. Serpenteaba entre vastas explanadas de girasoles y cereal y el margen estaba alfombrado con todo tipo de flores, especialmente manzanillas, amapolas, centáureas y acianos que delimitaban el camino con una explosión de color extraordinario. Mucho antes de acceder a la explanada donde se ensanchaba el cauce de aquella agua, balsámica cuando la temperatura no daba tregua, un desvío dejaba a la vista la puerta del cementerio, un recorrido mucho más breve y apto para las piernas de una octogenaria como su madre.

-Cuando Andrea llegue iremos un día todos juntos al río a pasar la tarde. ¿Te apetece, mamá? –preguntaba Luis mientras despejaba la lápida de su padre de las hierbas secas que salpicaban su nombre, pensando en los quince días que su hija pasaría con ellos.

-La niña… Alfonso, la niña vendrá a verte -pronunció Guillermina mirando la tumba de su marido con una profunda nostalgia en la voz-. ¿Tú crees que tendrá frío, Luisito?

-Mamá, estamos a 24 grados…

-¡Y qué, sogueronazo! ¿Acaso no sabes que a tu padre le da el tembleque aunque lleve el brasero en el culo? –Bramó su madre- ¡Ay, Alfonso, a ver si tu hijo se apaña con la chiquita esta, que lo llevo pegado a la chepa como un escrubajo, estripajo, espadrajo…bueno como esos bichos a la mierda! –Masculló la anciana provocando la risa de su hijo.

-Así que resulta que ahora estás harta de mí –se divertía Luis-. Pero ya que sacas el tema te diré que he encontrado muy guapa a Marta.

-¡Ea!, Aquí lo tienes Alfonso, ¡El que se enamora no lo nota, pero tú hijo ya está idiota!

Luis no supo si eso era un refrán o si de nuevo practicaba el deporte favorito de meterse con él, pero si su madre había percibido el clima especial que él sintió en su encuentro con Marta, es que algo había sucedido de verdad. Su buen humor siguió en ascenso.

-Bueno mamá, vamos a ir regresando que el calor enseguida aprieta.

-Alfonso, el aire viene del Norte. Abrígate, y si te duele la garganta haces gárgaras con una infusión de tomillo. Luego te preparo una bien calentita y el niño te la acerca. ¡Y que no se te ocurra ir a por moras con el tunante del Isidoro, que ya sabes que te afloja el vientre y luego tengo que soportar yo tus vientos! –Dijo sumiéndose luego en un reverencial silencio.

-Venga, vámonos ya mamá –anunció Luis tras concederle la pausa necesaria para despedirse de él.

Luis condujo a su madre hacia la salida, pero no habían dado ni cinco pasos cuando ella se detuvo como si de pronto tuviera una revelación. Miró a su hijo, le regaló uno de aquellos fogonazos de lucidez que él captaba al instante en sus ojos, y en la soledad de aquel territorio santo su voz sonó clara como un amanecer tras la tormenta.

-Alfonso, ¡vete haciéndome hueco que enseguida estoy contigo!

Y así empezaron a desandar el Paseo de las Flores, respirando aquel verano perfumado que hablaba de desayunos en familia y de paseos a la caída del sol; que se escribía sobre una partitura en blanco, sin pretensiones ni reclamos, con la única aspiración de que la melodía fluyera. Una bandada de pájaros cruzó el horizonte dejando un rastro de elegante sensualidad en el aire, Luis los siguió con la vista, palmeó con cariño la mano a su madre, pensó que no sería difícil acostumbrarse a esa paz.

 

 

Capítulo 1: Y de pronto, mi madre…
Capítulo 2: Del llanto a la risa y luego a misa
Capítulo 3: Lo que daría por unos huevos…
Capítulo 4: ¿Por qué no te lo pones tú…? 
Capítulo 5: El pueblo tras la ventana

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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