De dónde vengo
“Aquí tengo una voz enardecida, aquí tengo un vida combatida y airada, aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida”
Miguel Hernández
Lo primero que se me viene a la cabeza cuando me pregunto de dónde vengo es la figura materna, en su versión más absoluta, dirigiendo su familia como una directora de orquesta que sabe perfectamente qué tecla tocar en cada momento para que todo suene perfecto.
Es fácil crecer y hacerse adulta cuando el entorno que te rodea se edifica sobre cimientos de confianza para que puedas expresar tu personalidad con total libertad.
Vas dando pasos en el mundo, te peleas con él, contigo misma, tomas decisiones, te equivocas una y mil veces, te rehaces y vuelves a empezar, te enamoras, te frustras, te pones estupenda y dramática a partes iguales, te ganas el cielo y el infierno….

“Aquí tengo una voz enardecida, aquí tengo un vida combatida y airada, aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida”
Miguel Hernández
Lo primero que se me viene a la cabeza cuando me pregunto de dónde vengo es la figura materna, en su versión más absoluta, dirigiendo su familia como una directora de orquesta que sabe perfectamente qué tecla tocar en cada momento para que todo suene perfecto.
Es fácil crecer y hacerse adulta cuando el entorno que te rodea se edifica sobre cimientos de confianza para que puedas expresar tu personalidad con total libertad.
Vas dando pasos en el mundo, te peleas con él, contigo misma, tomas decisiones, te equivocas una y mil veces, te rehaces y vuelves a empezar, te enamoras, te frustras, te pones estupenda y dramática a partes iguales, te ganas el cielo y el infierno….
Todo es absolutamente digerible si en el horizonte permanece encendida la luz de ese refugio al que regresar cuando el vértigo es mareante, cuando todo se pone feo. Volvemos a la casilla de salida; nos dejamos mimar con abrazos eternos, con palabras desprovistas de juicio, curamos las heridas y recuperamos el aliento.
La vida es llevadera, fácil, plena y muy tolerable cuando todo funciona según lo previsto.
Pero un día el guion se rompe. La partitura se emborrona. La música cesa.
No somos conscientes de la frágil arquitectura en la que se asienta la estabilidad de nuestro ecosistema personal hasta que, de pronto, se rompe.
Nuestro proyecto vital es como una melodía que se va componiendo poco a poco: estudiamos, trabajamos, construimos nuestras familias… Vivimos como si todo estuviera escrito. Y nos parece bien. Nos gusta nuestra vida, somos felices, o creemos que somos felices, pero un día esa vida se pone al revés, y entonces te lo cuestionas todo.
La muerte es una dama extraña. Si llega al final de una larga vida, la saludas con respeto y comprensión, con la naturalidad de lo inevitable. Cuando se lleva a tu madre de forma inoportuna tras una breve y dura enfermedad la maldices y la interrogas por su injusticia. Es inútil; nunca responde.
Cuando siete meses después se lleva a tu hermano muy joven, abruptamente, la mandas directamente al infierno del que nunca debió salir. Sigue siendo inútil, no hay consuelo posible.
Lo malo de la muerte es lo que deja tras de sí. Ese dolor implacable y furibundo que actúa como una pompa de jabón creciendo en tu interior con total indecencia. Va ocupando todos tus espacios, instalándose cómodamente en el cerebro, las arterias, los huesos… Hasta que llega un momento que no hay sitio para nada más. Apenas puedes respirar, te ahogas, cedes al asedio.
Sin saber cómo alguna neurona escapa del cautiverio porque un día, cuando el dolor baja la guardia, comprendes que la muerte también hace renacer lo que dentro de ti no ha muerto. Entonces escuchas atentamente, y sientes al corazón latir de nuevo.
No me malinterpretes. El dolor es un monstruo insaciable que ha adquirido derechos de autor sobre mí. Le debo tributo perpetuo. A cambio de ese precio me concede treguas, mi espíritu se expande esquivando su sombra, haciéndole quiebros.
El trance ha despertado un nuevo yo. Desnudo. Pequeño. Incierto. Pero también más consciente que nunca.
Regreso a la vida arañando sus segundos con la avidez de quien ha estado en coma y no está para jugar con el tiempo.
Todo es absolutamente digerible si en el horizonte permanece encendida la luz de ese refugio al que regresar cuando el vértigo es mareante, cuando todo se pone feo. Volvemos a la casilla de salida; nos dejamos mimar con abrazos eternos, con palabras desprovistas de juicio, curamos las heridas y recuperamos el aliento.
La vida es llevadera, fácil, plena y muy tolerable cuando todo funciona según lo previsto.
Pero un día el guion se rompe. La partitura se emborrona. La música cesa.
No somos conscientes de la frágil arquitectura en la que se asienta la estabilidad de nuestro ecosistema personal hasta que, de pronto, se rompe.
Nuestro proyecto vital es como una melodía que se va componiendo poco a poco: estudiamos, trabajamos, construimos nuestras familias… Vivimos como si todo estuviera escrito. Y nos parece bien. Nos gusta nuestra vida, somos felices, o creemos que somos felices, pero un día esa vida se pone al revés, y entonces te lo cuestionas todo.
La muerte es una dama extraña. Si llega al final de una larga vida, la saludas con respeto y comprensión, con la naturalidad de lo inevitable. Cuando se lleva a tu madre de forma inoportuna tras una breve y dura enfermedad la maldices y la interrogas por su injusticia. Es inútil; nunca responde.
Cuando siete meses después se lleva a tu hermano muy joven, abruptamente, la mandas directamente al infierno del que nunca debió salir. Sigue siendo inútil, no hay consuelo posible.
Lo malo de la muerte es lo que deja tras de sí. Ese dolor implacable y furibundo que actúa como una pompa de jabón creciendo en tu interior con total indecencia. Va ocupando todos tus espacios, instalándose cómodamente en el cerebro, las arterias, los huesos… Hasta que llega un momento que no hay sitio para nada más. Apenas puedes respirar, te ahogas, cedes al asedio.
Sin saber cómo alguna neurona escapa del cautiverio porque un día, cuando el dolor baja la guardia, comprendes que la muerte también hace renacer lo que dentro de ti no ha muerto. Entonces escuchas atentamente, y sientes al corazón latir de nuevo.
No me malinterpretes. El dolor es un monstruo insaciable que ha adquirido derechos de autor sobre mí. Le debo tributo perpetuo. A cambio de ese precio me concede treguas, mi espíritu se expande esquivando su sombra, haciéndole quiebros.
El trance ha despertado un nuevo yo. Desnudo. Pequeño. Incierto. Pero también más consciente que nunca.
Regreso a la vida arañando sus segundos con la avidez de quien ha estado en coma y no está para jugar con el tiempo.