Siesta
Soñó que era espiga sesteando en pleno agosto, que el aire sostenía su pulso ondulante mientras columpiaba su sueño. Y oyó la voz del agua desquiciada por el cortejo, celosa de esa atracción pendular, de la inconsciente sed, del sol de ese cuello. Entonces se abalanzó sobre ella blandiendo afiladas gotas de envidia para aplacar el febril vaivén con un fulminante aguacero.
Soñó que era luz de abril fugándose de las cenizas del invierno, que bailaba desnuda al calor de un mediodía otoñal con el alma llena de remiendos. Tronó la borrasca perturbada por ese albor fulgurante de no se sabe qué tiempo, quiso encorchar su lumbre entre nubes ceñudas, ahogar su luminosa incertidumbre en mares de escarmiento.
Soñó que era arena acurrucada en un reloj perdido en algún lugar de cuento, un recuerdo tibio entre un millón de instantes fugaces estrellados contra el suelo. Y llegó la niebla airada, advertida de la durmiente y sus fatuos enredos, para enfriar inmediatamente quimeras etéreas de novelas sin sustancia ni argumento. Abrazó su conciencia extasiada y trajo de vuelta a la insensata con su gélido aliento.
Quedó exhausta, como si regresara de una edad recóndita, con el mismo nombre de siempre sonando extranjero. Vio en el espejo una mirada de agua, una boca deslumbrada, un código de barras junto al corazón que palpitaba desconcierto. Y la piel, empañada con un sudoroso crucigrama de acertijos, desveló de pronto que seguía durmiendo.
Soñó que era espiga sesteando en pleno agosto, que el aire sostenía su pulso ondulante mientras columpiaba su sueño. Y oyó la voz del agua desquiciada por el cortejo, celosa de esa atracción pendular, de la inconsciente sed, del sol de ese cuello. Entonces se abalanzó sobre ella blandiendo afiladas gotas de envidia para aplacar el febril vaivén con un fulminante aguacero.
Soñó que era luz de abril fugándose de las cenizas del invierno, que bailaba desnuda al calor de un mediodía otoñal con el alma llena de remiendos. Tronó la borrasca perturbada por ese albor fulgurante de no se sabe qué tiempo, quiso encorchar su lumbre entre nubes ceñudas, ahogar su luminosa incertidumbre en mares de escarmiento.
Soñó que era arena acurrucada en un reloj perdido en algún lugar de cuento, un recuerdo tibio entre un millón de instantes fugaces estrellados contra el suelo. Y llegó la niebla airada, advertida de la durmiente y sus fatuos enredos, para enfriar inmediatamente quimeras etéreas de novelas sin sustancia ni argumento. Abrazó su conciencia extasiada y trajo de vuelta a la insensata con su gélido aliento.
Quedó exhausta, como si regresara de una edad recóndita, con el mismo nombre de siempre sonando extranjero. Vio en el espejo una mirada de agua, una boca deslumbrada, un código de barras junto al corazón que palpitaba desconcierto. Y la piel, empañada con un sudoroso crucigrama de acertijos, desveló de pronto que seguía durmiendo.
¡Hola, Matilde! Jo, ojalá mis siestas me regalaran sueños como este. Bueno, en realidad no me ofrecen ninguno, soy de los que duerme como un lirón. Un relato bellísimo en la forma, pero crudo en el fondo. Las imágenes oníricas se contraponen con el código de barras, el sudor y los crucigramas y, con ello, nos muestras el lienzo completo de una vida quizá anclada al sofá, cautiva de su rutina o su estado. Un alma que quiere volar, ser libre, pero atrapada a esa jaula. Un abrazo!!
Hola, David
Siempre tan preciso en tus apreciaciones. Es un placer leerte, pero, lo confieso, también me encanta que me leas.
Un abrazo