Aquellos presentes eternos…
Imagen de Peter H en Pixabay
En tu casa, que fue la mía, perdura la inocencia de aquellos veranos de amapolas que tenían por costumbre prender mi piel de poesía. Un tiempo que dormía en presentes eternos, a la sombra de un entramado de sueños almidonados en fantasía. Entonces las horas bailaban libres al viento con una cadencia furtiva, los días eran noches que en la mañana languidecían.
Entre aquellos muros de adobe, que aún preservan tu poco convincente genio y tus muchas confidencias tibias, germinó la tentación de atarme a tu falda, cobijarme bajo tus manos, y regalarte para siempre mi voz de niña. Porque en tus ojos no había precipicio, ni desaire ni miradas extraviadas, solo un otoño diestro en afectos silenciosos y en hacerle quiebros a las cosas de la vida.
Por el desván corretean recuerdos deslenguados que, cargados de memoria, se perfuman con el jabón que dejabas al oreo, tesorero de tus palabras distraídas. En aquella torre de luz abreviada y de cosquillas en el vientre, cuchichean hoy viejas historias entre baúles que crujen un reposo centenario, y telarañas que columpian su desdén, consentidas.
Voy tras tu sombra de la panera a la gloria y de la gloria a la cocina, persiguiendo pensamientos que se gestaban en tu mente y, de repente, desaparecían. Asoma tu domesticada mansedumbre por las paredes cuarteadas, y los hilvanes de tu resignación se balancean por el techo, abrazando la soledad que lustra las vigas.
Tropiezo con la infancia en los pliegues de las colchas donde soñaba historias hasta el mediodía. Me la encuentro, en pijama, entre fotos desgastadas de tanto usarlas y llenando de eternidad el aroma de tus rosquillas. Se pasea, desconcertada, por las emociones tiernas que deshojaba tras las esquinas cuando el futuro descansaba entre algodones su mejilla.
Y regresan los veranos de los cálidos reencuentros y las noches frías, de los alientos conmovidos apretujados en conversaciones de familia. Y me cruzo con mi niñez tirando del mandil de aquella abuela compasiva, que trastabillaba con mi nombre en su regazo y con la luz de sus ojos siempre encendida.
Y te veo en aquella casa, que fue la mía, sonriente en el umbral del portal, dándome la bienvenida…
«Lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre»
Jean Jacques ROUSSEAU
Imagen de Peter H en Pixabay
En tu casa, que fue la mía, perdura la inocencia de aquellos veranos de amapolas que tenían por costumbre prender mi piel de poesía. Un tiempo que dormía en presentes eternos, a la sombra de un entramado de sueños almidonados en fantasía. Entonces las horas bailaban libres al viento con una cadencia furtiva, los días eran noches que en la mañana languidecían.
Entre aquellos muros de adobe, que aún preservan tu poco convincente genio y tus muchas confidencias tibias, germinó la tentación de atarme a tu falda, cobijarme bajo tus manos, y regalarte para siempre mi voz de niña. Porque en tus ojos no había precipicio, ni desaire ni miradas extraviadas, solo un otoño diestro en afectos silenciosos y en hacerle quiebros a las cosas de la vida.
Por el desván corretean recuerdos deslenguados que, cargados de memoria, se perfuman con el jabón que dejabas al oreo, tesorero de tus palabras distraídas. En aquella torre de luz abreviada y de cosquillas en el vientre, cuchichean hoy viejas historias entre baúles que crujen un reposo centenario, y telarañas que columpian su desdén, consentidas.
Voy tras tu sombra de la panera a la gloria y de la gloria a la cocina, persiguiendo pensamientos que se gestaban en tu mente y, de repente, desaparecían. Asoma tu domesticada mansedumbre por las paredes cuarteadas, y los hilvanes de tu resignación se balancean por el techo, abrazando la soledad que lustra las vigas.
Tropiezo con la infancia en los pliegues de las colchas donde soñaba historias hasta el mediodía. Me la encuentro, en pijama, entre fotos desgastadas de tanto usarlas y llenando de eternidad el aroma de tus rosquillas. Se pasea, desconcertada, por las emociones tiernas que deshojaba tras las esquinas cuando el futuro descansaba entre algodones su mejilla.
Y regresan los veranos de los cálidos reencuentros y las noches frías, de los alientos conmovidos apretujados en conversaciones de familia. Y me cruzo con mi niñez tirando del mandil de aquella abuela compasiva, que trastabillaba con mi nombre en su regazo y con la luz de sus ojos siempre encendida.
Y te veo en aquella casa, que fue la mía, sonriente en el umbral del portal, dándome la bienvenida…
«Lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre»
Jean Jacques ROUSSEAU
La infancia y sus recuerdos nos sostienen en las vicisitudes de la vida. » La infancia es la patria» J. L. Borges.
Completamente de acuerdo. Gracias por comentar.
Que recuerdos,un merecido recuerdo de esa gran persona llena de bondad que era tu abuela.Un beso y muchas gracias.
No hacía mucho ruido, pero dejó su sello imborrable en toda la familia…. Mi infancia está atada a ella.
Q suerte hemos tenido de poder disfrutar de nuestros abuelos y recordarlos para siempre.
Sus casas eran las nuestras.
La puerta siempre abierta nos esperaba cada verano.
Los que tenemos un pueblo donde llevar los recuerdos de nuestra infancia somos muy afortunados….
Me ha invadido una deliciosa nostalgia porque con tus palabras me ha sido imposible no volver a mi pueblo, a la casa de mis abuelos donde tan buenos momentos pasé y donde, como bien describes, convivían la realidad de nuestros sueños con la realidad de los adultos.
Gracias.
La infancia nos proporciona ese maravilloso retorno a una época que de forma recurrente traemos al presente por lo mágica que fue.
Sin duda bellos recuerdos de la infancia que permanecen vivos dentro de nuestro corazón.
Una dosis de vitaminas regresar a ellos de vez en cuando…