Canción de invierno para Lucía
–Lucía, coge la cometa con las dos manos, ¡bien fuerte! –Ordenó Álex a la niña mientras él sujetaba las cuerdas.
-¿Me echaré a volar yo también, papi? –Preguntó entusiasmada.
-Hoy no –respondió el padre divertido-. Vale, camina hacia el agua y no la sueltes hasta que yo te diga ¿de acuerdo?
Lucía había cumplido cinco años el pasado septiembre. Era el sol sobre el que orbitaba, la guarida donde ocultarse del dolor que lo acechaba con insidia, siempre listo para el asalto.
A la madre de Lucía se la llevó por delante un camión cuando regresaba del trabajo en bicicleta. Se la arrebataron. Se fue. Punto. Fin.
Justo ahora se cumplía un año del fatal suceso. Álex no quería pensar en ello. Se había propuesto regalarle a su hija la Navidad que no pudo concederle doce meses atrás, cuando la vida se encabronó con él. Entonces envió a la niña con sus padres a pasar esas fiestas que él deglutió a solas, dejando que las aristas de su calvario se ensañaran con él hasta casi enajenarlo. Fue la niña quien, a su regreso, lo sacó de su ensimismamiento:
-Papi, ¿estás triste porque quieres irte con mamá?
De pronto Álex se vio a sí mismo con los ojos de Lucía, vio su lamentable decadencia y decidió esforzarse.
Diciembre había irrumpido con un falso veranillo que les regaló temperaturas impropias del invierno. Fueron a la playa, volaron la cometa, cogieron conchas y corrieron descalzos por una arena fresquita, pero muy agradable, hasta que sus estómagos empezaron a protestar.
-Esta tarde, si quieres, pondremos el árbol de Navidad y adornaremos la casa. ¿Te apetece? –preguntó el padre provocando un estallido de entusiasmo.
La Navidad siempre había sido asunto de Sara. Ella era la creativa, la que imaginaba cielos de azúcar y ríos de chocolate para convertir esos días especiales en inolvidables. Él iba a remolque, si acaso aportaba la ambientación melódica, dada su condición de profesor de música. Pero Sara era, incuestionablemente, la maestra de ceremonias de una puesta en escena que, con la llegada de Lucía, adquirió la categoría de sublime.
Mientras Lucía pintaba las conchas Álex se decidió a sacar el baúl que almacenaba los objetos navideños. No era fácil ponerse ante ese arsenal de recuerdos. La última vez que lo manipuló la voz de Michael Bublé, que ella adoraba, llenaba la casa con una atmósfera cálida y prometedora. Lucía tenía tres añitos recién cumplidos y él todavía se consideraba un hombre afortunado.
La tapa crujió con un quejido sordo al abrirse que permutó a un mutis solemne, como si presintiera un doloroso ritual. Una manta de color naranja se desperezó tras largo tiempo en modo reposo. Álex sintió una punzada en el estómago, una explosión de recuerdos le atacó impunemente. Se la había regalado hace unos años, antes de Lucía, pensando en sus pies condenadamente fríos.
Recordó su cara, con los ojos cerrados, hundida en la lana, embriagada por el suave y cálido tacto, estableciendo un exclusivo vínculo de pertenencia. Ella le compensó con una llavecita de plata grabada con el mensaje “me has abierto el cielo” y juntos fueron a su conquista. Cayeron sobre la manta al calor de su abrazo mimoso y tentador y se dedicaron una Navidad memorable a base de besos con bises, de bocados de risas calientes y caricias de manos abriendo fuego en la piel. Sus lenguas deslenguadas cantaron a dúo hasta sincronizar el mejor de los estribillos posibles. Aquel día Álex compuso una canción para Sara. Poco tiempo después llegaría Lucía.
Álex buscó con urgencia la llave que llevaba al cuello y la sujetó con el puño cerrado, como si tratara de cerrar todos los orificios por los que se colaba el tramposo dolor. Retiró la manta con cuidado, desarmado ante su invocación, y se fijó en la caja de plástico transparente del fondo.
-Papi, ya he acabado de pintar las conchas –interrumpió Lucía sobre el hombro de Álex que, en cuclillas, extraía el recipiente del baúl-. ¿Qué haces?
-Mira, he sacado los adornos navideños para que elijas los que más te gusten –dijo. Lucía echó un vistazo, pero al final se detuvo en el objeto que su padre tenía en las manos.
-¿Qué hay ahí dentro? –Interrogó curiosa.
-Unos botes para un juego que se inventó mamá. Se trataba de pedirnos cosas que escribíamos en un papel y metíamos aquí.
-Como cuando escribes la carta a los Reyes Magos –relacionó su hija de inmediato.
-Algo parecido, pero sin intermediarios, para no darles tanto trabajo a ellos. Mamá decía que hay regalos que son exclusivos porque nadie más puede hacérnoslos, como el cariño de un padre por su hija –y le guiñó el ojo a la niña-, por ejemplo.
-¿Y tú qué le pediste a mamá? –quiso saber la pequeña.
-Paciencia –contestó sonriendo Álex-.
-¿Por qué? –insistió Lucía.
-Porque en ocasiones tu madre perdía los nervios conmigo, como te suele pasar a ti, por cierto –apuntó el padre revoloteando la cabellera de su hija.
-Ahhh –murmuró Lucía-. ¿Y ella a ti?
Álex miró aquel bote de tapa azul y se sintió miserable. Lo abrió y allí estaba el papelito blanco con la letra pulcra de Sara:
–Una canción para Lucía –musitó Álex en un hilo de voz, apesadumbrado- No se lo concedí.
-Ella no está enfadada, -le consoló su hija- y yo tampoco. Y tiró de él recogiendo sus pedacitos, diluyendo su culpa en una ajetreada tarde que culminó con la casa bien pertrechada para la Navidad.
Los ojos festivos de Lucía encendieron aquellos primeros días de invierno y Álex sucumbió a su arrollador empuje. La vida se coló de nuevo entre los pliegues de su alma y de allí brotó la música de la que probablemente fue la mejor de su media docena de canciones, una oda a Lucía con la que despertó a la niña el 25 de diciembre para inaugurar la Navidad.
-Lucía, coge la cometa con las dos manos, ¡bien fuerte! –Ordenó Álex a la niña mientras él sujetaba las cuerdas.
-¿Me echaré a volar yo también, papi? –Preguntó entusiasmada.
-Hoy no –respondió el padre divertido-. Vale, camina hacia el agua y no la sueltes hasta que yo te diga ¿de acuerdo?
Lucía había cumplido cinco años el pasado septiembre. Era el sol sobre el que orbitaba, la guarida donde ocultarse del dolor que lo acechaba con insidia, siempre listo para el asalto.
A la madre de Lucía se la llevó por delante un camión cuando regresaba del trabajo en bicicleta. Se la arrebataron. Se fue. Punto. Fin.
Justo ahora se cumplía un año del fatal suceso. Álex no quería pensar en ello. Se había propuesto regalarle a su hija la Navidad que no pudo concederle doce meses atrás, cuando la vida se encabronó con él. Entonces envió a la niña con sus padres a pasar esas fiestas que él deglutió a solas, dejando que las aristas de su calvario se ensañaran con él hasta casi enajenarlo. Fue la niña quien, a su regreso, lo sacó de su ensimismamiento:
-Papi, dice la abuela que estás muy triste porque no está mamá. ¿Quieres irte con ella?
De pronto Álex se vio a sí mismo con los ojos de Lucía, vio su lamentable decadencia y decidió esforzarse.
Diciembre había irrumpido con un falso veranillo que les regaló temperaturas impropias del invierno. Fueron a la playa, volaron la cometa, cogieron conchas y corrieron descalzos por una arena fresquita, pero muy agradable, hasta que sus estómagos empezaron a protestar.
-Esta tarde, si quieres, pondremos el árbol de Navidad y adornaremos la casa. ¿Te apetece? –preguntó el padre provocando un estallido de entusiasmo.
La Navidad siempre había sido asunto de Sara. Ella era la creativa, la que imaginaba cielos de azúcar y ríos de chocolate para convertir esos días especiales en inolvidables. Él iba a remolque, si acaso aportaba la ambientación melódica, dada su condición de profesor de música. Pero Sara era, incuestionablemente, la maestra de ceremonias de una puesta en escena que, con la llegada de Lucía, adquirió la categoría de sublime.
Mientras Lucía pintaba las conchas Álex se decidió a sacar el baúl que almacenaba los objetos navideños. No era fácil ponerse ante ese arsenal de recuerdos. La última vez que lo manipuló la voz de Michael Bublé, que ella adoraba, llenaba la casa con una atmósfera cálida y prometedora. Lucía tenía tres añitos recién cumplidos y él se consideraba un hombre afortunado.
La tapa crujió con un quejido sordo al abrirse que permutó a un mutis solemne, como si presintiera un doloroso ritual. Una manta de color naranja se desperezó tras largo tiempo en modo reposo. Álex sintió una punzada en el estómago, una explosión de recuerdos le atacó impunemente. Se la había regalado hace unos años, antes de Lucía, pensando en sus pies condenadamente fríos.
Recordó su cara, con los ojos cerrados, hundida en la lana, embriagada por el suave y cálido tacto, estableciendo un exclusivo vínculo de pertenencia. Ella le compensó con una llavecita de plata grabada con el mensaje “me has abierto el cielo” y juntos fueron a su conquista. Cayeron sobre la manta al calor de su abrazo mimoso y tentador y se dedicaron una Navidad memorable a base de besos con bises, de bocados de risas calientes y caricias de manos abriendo fuego en la piel. Sus lenguas deslenguadas cantaron a dúo hasta sincronizar el mejor de los estribillos posibles. Aquel día Álex compuso una canción para Sara. Nueve meses después llegaría Lucía.
Álex buscó con urgencia la llave que llevaba al cuello y la sujetó con el puño cerrado, como si tratara de cerrar todos los orificios por los que se colaba el tramposo dolor. Retiró la manta con cuidado, desarmado ante su invocación, y se fijó en la caja de plástico transparente del fondo.
-Papi, ya he acabado de pintar las conchas –interrumpió Lucía sobre el hombro de Álex que, en cuclillas, extraía el recipiente del baúl-. ¿Qué haces?
-Mira, he sacado los adornos navideños para que elijas los que más te gusten –dijo. Lucía echó un vistazo, pero al final se detuvo en el objeto que su padre tenía en las manos.
-¿Qué hay ahí dentro? –Interrogó curiosa.
-Unos botes para un juego que se inventó mamá. Se trataba de pedirnos cosas que escribíamos en un papel y metíamos aquí.
-Como cuando escribes la carta a los Reyes Magos –relacionó su hija de inmediato.
-Algo parecido, pero sin intermediarios, para no darles tanto trabajo a ellos. Mamá decía que hay regalos que son exclusivos porque nadie más puede hacérnoslos, como el cariño de un padre por su hija –y le guiñó el ojo a la niña-, por ejemplo.
-¿Y tú qué le pediste a mamá? –quiso saber la pequeña.
-Paciencia –contestó sonriendo Álex-.
-¿Por qué? –insistió Lucía.
-Porque en ocasiones tu madre perdía los nervios conmigo, como te suele pasar a ti, por cierto –apuntó el padre revoloteando la cabellera de su hija.
-Ahhh –murmuró Lucía-. ¿Y ella a ti?
Álex miró aquel botecito de tapa azul y se sintió miserable. Lo abrió y allí estaba el papelito blanco con la letra pulcra de Sara:
–Una canción para Lucía –musitó Álex en un hilo de voz, apesadumbrado- No se lo concedí.
-Papá, no te preocupes –consoló la niña compasiva-. Ella no está enfadada, y yo tampoco –y tiró de él recogiendo sus pedacitos, diluyendo su culpa en una ajetreada tarde que culminó con la casa bien pertrechada para la Navidad.
Los ojos festivos de Lucía encendieron aquellos primeros días de invierno y Álex sucumbió a su arrollador empuje. La vida se coló de nuevo entre los pliegues de su alma y de allí brotó la música de la que probablemente fue la mejor de su media docena de canciones, una oda a Lucía con la que despertó a la niña el 25 de diciembre para inaugurar la Navidad.
Que bonita historia, a pesar de su parte triste siempre queda algo que sigue iluminando nuestro camino.
Gestionar las emociones en Navidad es tremendamente difícil cuando en la mesa de esos días festivos echamos en falta a personas que han dejado huella en nuestra vida. Sin embargo, creo que es nuestra responsabilidad forjar nuevos y bonitos recuerdos para los que vienen detrás.
¡Que bonitooooooo! me ha encantado,enorabuena 🙂
Muchas gracias chica del montón. Apuesto a que alguien especial vive bajo ese nombre…. Un abrazo
Las Navidades son a veces en color y muchas otras en blanco y negro. Con el paso de tiempo suelen ser una mezcla de ambas, porque la vida sigue y porque siempre hay una Lucia en casa que nos ayuda a darles ese color que en ciertos momentos crees que ya nunca tendrá.
Busquemos siempre en casa esa Lucía , esa ilusión que nos impulse a seguir el camino junto a los nuestros y pensemos que los que ya no están serán siempre nuestra luz .
Gracias Mònica. Ese era el espíritu del mensaje. Prestar atención a lo que nos rodea porque siempre encontraremos una Lucía que encienda la ilusión en nosotros. Solo hace falta que pongamos un poquito de voluntad. Un abrazo
Es sencillo, triste pero no lacrimógeno. Habla de sentimientos y dolor causados por la pérdida física de una vida. Un tema trascedental y que desde los primeros filósofos, todavía no está resuelto para muchos de nosotros. Lucía es el motor, es la razón para seguir.
Escribes con delicadeza, intentando q toda persona que lea, entienda sin hacer esfuerzos. Me gustas. Deja que los lectores también trabajen, o no.
Querida Eulàlia,
Cada lector entra en su propio universo a través de los relatos y puede que ni siquiera sea el que han imaginado sus autores. Personalmente a lo que aspiro es a que puedan crear ese universo, unas veces el acceso será un camino bien señalizado y supongo que otras habrá varios senderos por los que transitar… ¿Quién sabe adónde nos llevarán los personajes en cada obra?
Un abrazo
Tras esas líneas he encobtrado tu mensaje y sólo puedo decirte: gracias Mati
Gracias a ti, a todos los lectores que hacéis vuestros los relatos,
porque es la forma de que cobren vida.