Día de fiesta

por | Oct 8, 2020 | Ficción | 4 Comentarios

Día de fiesta

«Los comedores de patatas» Van Gogh en 1885

Pertrechado con su equipo fotográfico, Javier se había trasladado ese día a los suburbios de la ciudad. Entre las sombras que enmascaraban su presencia pensó si habría merecido la pena el sablazo del taxi.

La humedad se adhería a su piel como una gelatina viscosa que bajaba la sensación térmica a escasos cinco grados, por mucho que el termómetro que parpadeaba al otro lado de la calle, desde un estanco, marcara diez.  Con los árboles prácticamente desvestidos y listos para acomodar en sus brazos los rigores del invierno, noviembre languidecía por las calles de la ciudad, ya encendida con las luces de la noche.

Comenzó a grabar cuando los trabajadores del supermercado salieron a vaciar la basura y en pocos segundos varias personas se abalanzaron sobre ella, como buitres seducidos por la carroña. Se movían por aquellos restos sin molestarse, cada uno a lo suyo, en un solemne silencio solo quebrado por el ruido, como a metálico, del botín que rescataban.

Javier enfocó el objetivo en un hombre que sonreía abiertamente satisfecho. Se sorprendió. Apartó la vista de la pantalla para captar la escena directamente de la realidad. Un color exótico en un cuadro vulgar, pensó. Luego se recriminó a sí mismo su prejuicio. Como si esa indigencia que pervierte la dignidad del ser humano incapacitara para la sonrisa.

Azuzado por una curiosidad algo ingrata en lo personal, pero que le había obsequiado con grandes trabajos profesionales, no pudo evitar seguir al desconocido cuando este dio por terminada su sesión de pesca en el desguace. Hizo una nota mental de aquella última frase que usurpó al narrador de este relato.

Lo llevó hasta un parque donde otros marginados, cinco contó Javier, se agrupaban alrededor de una descascarillada mesa de pingpong iluminada levemente por una farola. El hombre depositó allí la bolsa y distribuyó su tesoro con gran complacencia; entonces una anciana sacó dos barras de pan, “es de hoy” dijo en tono triunfal; dos mujeres que parecían hermanas, o tal vez no, tal vez solo les unía el parentesco de la mendicidad, contribuyeron con varias mandarinas, manzanas y plátanos manifiestamente descartados por bocas más afortunadas; un tipo con un vozarrón tan  colosal como su estatura puso una cajita sobre la mesa gritando a todo pulmón: “la vaca que ríe” y luego se carcajeó él solo, y un último que se movía inquieto como un gato asustado ofreció una botella de vino empezada y un envoltorio que contenía algo parecido al chorizo de pamplona.

Aquel banquete de miseria solidaria provocó un retortijón en sus tripas, y mira que estaban acostumbradas a tragar impudicias; pero es que había algo hermoso, casi poético, en aquella raída decadencia.

Entonces Javier decidió acercarse al desconocido protagonista de su historia

-¿Siempre compartís la comida? –Preguntó mostrando su carnet de prensa.

El hombre lo miró de arriba abajo con gesto de incredulidad mientras sus manos buscaban algo con insistencia en los bolsillos de su chaqueta.

-Solo los martes –respondió sin dejar de sonreír y poniendo delante de sus ojos un abrelatas que por fin encontró en el pantalón-. ¡Ellos hacen limpia de conservas y para nosotros es nuestro jodido día de fiesta!

Día de fiesta

«Los comedores de patatas» Van Gogh en 1885

Pertrechado con su equipo fotográfico, Javier se había trasladado ese día a los suburbios de la ciudad. Entre las sombras que enmascaraban su presencia pensó si habría merecido la pena el sablazo del taxi.

La humedad se adhería a su piel como una gelatina viscosa que bajaba la sensación térmica a escasos cinco grados, por mucho que el termómetro que parpadeaba al otro lado de la calle, desde un estanco, marcara diez.  Con los árboles prácticamente desvestidos y listos para acomodar en sus brazos los rigores del invierno, noviembre languidecía por las calles de la ciudad, ya encendida con las luces de la noche.

Comenzó a grabar cuando los trabajadores del supermercado salieron a vaciar la basura y en pocos segundos varias personas se abalanzaron sobre ella, como buitres seducidos por la carroña. Se movían por aquellos restos sin molestarse, cada uno a lo suyo, en un solemne silencio solo quebrado por el ruido, como a metálico, del botín que rescataban.

Javier enfocó el objetivo en un hombre que sonreía abiertamente satisfecho. Se sorprendió. Apartó la vista de la pantalla para captar la escena directamente de la realidad. Un color exótico en un cuadro vulgar, pensó. Luego se recriminó a sí mismo su prejuicio. Como si esa indigencia que pervierte la dignidad del ser humano incapacitara para la sonrisa.

Azuzado por una curiosidad algo ingrata en lo personal, pero que le había obsequiado con grandes trabajos profesionales, no pudo evitar seguir al desconocido cuando este dio por terminada su sesión de pesca en el desguace. Hizo una nota mental de aquella última frase que usurpó al narrador de este relato.

Lo llevó hasta un parque donde otros marginados, cinco contó Javier, se agrupaban alrededor de una descascarillada mesa de pingpong iluminada levemente por una farola. El hombre depositó allí la bolsa y distribuyó su tesoro con gran complacencia; entonces una anciana sacó dos barras de pan, “es de hoy” dijo en tono triunfal; dos mujeres que parecían hermanas, o tal vez no, tal vez solo les unía el parentesco de la mendicidad, contribuyeron con varias mandarinas, manzanas y plátanos manifiestamente descartados por bocas más afortunadas; un tipo con un vozarrón tan  colosal como su estatura puso una cajita sobre la mesa gritando a todo pulmón: “la vaca que ríe” y luego se carcajeó él solo, y un último que se movía inquieto como un gato asustado ofreció una botella de vino empezada y un envoltorio que contenía algo parecido al chorizo de pamplona.

Aquel banquete de miseria solidaria provocó un retortijón en sus tripas, y mira que estaban acostumbradas a tragar impudicias; pero es que había algo hermoso, casi poético, en aquella raída decadencia.

Entonces Javier decidió acercarse al desconocido protagonista de su historia

-¿Siempre compartís la comida? –Preguntó mostrando su carnet de prensa.

El hombre lo miró de arriba abajo con gesto de incredulidad mientras sus manos buscaban algo con insistencia en los bolsillos de su chaqueta.

-Solo los martes –respondió sin dejar de sonreír y poniendo delante de sus ojos un abrelatas que por fin encontró en el pantalón-. ¡Ellos hacen limpia de conservas y para nosotros es nuestro jodido día de fiesta!

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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