Un pueblo para volver

por | Dic 9, 2021 | Ficción | 90 Comentarios

Un pueblo para volver

pueblo, anciano

Imagen Pixabay

–Tenga, padre.

Ni el más mínimo temblor. Sus manos recibieron esa media docena de uvas con un aplomo imposible hace muy poco tiempo.

–¿Tiene frío? –le preguntó mientras le subía el cuello del chaquetón.

–¡Bah, quita, quita! –respondió con un manotazo al aire–. ¡Qué frío ni que ochocuartos!

El sol atemperaba diciembre con una calidez engañosa. No quería que su padre enfermara, ahora que estaba tan bien. Sabía que aquí mejoraría, pero semejante exhibición de energía se escapaba a su entendimiento. Sus arrugas habían cobrado lustre, presumía de una ocurrente locuacidad y se sentía tan vigoroso que sus piernas vivían una inexplicable segunda juventud. De los cuatro pasos apáticos por un salón sin vistas a los dos kilómetros diarios hasta el centro del pueblo solo habían pasado cuatro semanas. Y habían sido, probablemente, las semanas más difíciles de sus vidas.

–¿Qué diablos estará cocinando la Reme? –comentó jocoso el hombre con una sonrisa casi infantil.

–¡Ni idea! –respondió Julián con la vista en la casa, que agitaba puertas y ventanas aireando una década de ausencia–, he terminado de colgar un cuadro y me ha echado de allí.

–¿Y, esto, –extendió los brazos el anciano como si hubiera una invasión–, es necesario? La radio vomitaba decenas de villancicos en bucle solo interrumpidos por pequeños flashes de noticias.

–Es la penitencia para poder sentarse a su mesa –se rieron los dos.

Dejar la ciudad había sido difícil, pero no tanto como regresar al lugar de donde se marchó hace veinte años con la incertidumbre por horizonte y el fracaso a la espalda. Volver a la casa en ruinas del pueblo con un padre senil, su mujer y dos hijos, precisó de una voluntad a prueba de cobardes. Era más amargo el peso de la derrota que la pérdida del negocio y el piso.

Mientras los chavales se adaptaban a su nuevo colegio la Reme y él se deslomaron para adecentar aquel desolado lugar. Tras quince días sin descanso, y de forma simultánea, la casa empezó a parecer un hogar al mismo tiempo que su padre recobraba el aspecto de su padre, que incluso les ayudó a pintar. Con sus hijos necesitó más paciencia.

–Son una panda de imbéciles pueblerinos –se quejaba Héctor, el mayor, los primeros días–. Dicen que hemos vuelto porque no tenemos dónde caernos muertos.

–Caerse muerto aquí es un lujo –apuntó su pragmática madre–. Tenemos un techo, una buena olla de sopa, y un apellido lo suficientemente digno como para morirnos donde nos dé la gana –resolvió la matriarca.

–No hagas caso –ponderaba Julián–. En cuanto tengan otra distracción dejarán de murmurar.

Pero ni la habitual mansedumbre del padre, ni el tosco realismo de la madre doblegaron la contrariedad que le producía estar allí. Fue Laura, una niña de desafiantes ojos oscuros y lengua descarada la que moderó su enquistada furia, y llenó sus catorce años de una desconocida efervescencia.

Para Julito, el pequeño, fue más fácil. Más sociable, con cuatro años menos que su hermano y sin la impertinencia de la adolescencia, hacer amigos fue un visto y no visto. Solo un día volvió rabioso porque le habían puesto un mote.

–Aquí todo el mundo tiene uno, hijo –arguyó con su habitual flema el padre.

–Pues no tiene gracia. Me llaman “Habicholón” porque dicen que tengo la cabeza grande.

–¡Cabeza grande, entre las piernas se expande! –se mofó su hermano que recibió un inmediato coscorrón de su madre.

–A ti, desde luego –le reprendió– solo te sirve para llevar el morro torcido todo el tiempo. ¡Será posible el niño!

–A tu padre le llamaban “Estragao” –interrumpió el abuelo la regañina.

–¿Y eso qué es? –quiso saber Julito.

–Pues es que tu padre caminaba siempre doblado, como si tuviera ganas de cagar y se le hubiera hecho un tapón en el culo.

Y aquel inesperado acceso verbal zanjó la desazón del jovencito con una carcajada general.

–Mira, Julián, por allá vienen los dos rufianes –dijo el viejo echando la vista al camino–. O tienen mucha hambre, o escapan del mismísimo diablo.

–Abuelo –gritaron los dos sin resuello al llegar–, nos hemos encontrado al padre de Alberto y nos ha dado esta llave para ti –explicó el mayor–. Nos ha dicho que te digamos que está todo en orden.

–¡Anda, se ha decidido! ­–exclamó el viejo–. ¡Toda tuya, hijo!

–¿Mía? Pero, ¿de dónde es?

–Le propuse al Braulio que se quedara la tierra del pinar a cambio de su local, el de la calle Rompiente. Creo que es perfecto para un bar o para lo que queráis montar –informó sin demasiadas alharacas.

Julián agradeció que el enérgico “Arre borriquito, arre burro arre…”, sofocara el ruido que su garganta hizo al deglutir de emoción.

–Padre… No sé qué decir.

–Pues lo que se dice en estos casos, hijo. ¡Feliz Navidad!

–¡Todos a lavarse las manos bien lavadas! La comida está lista –voceó la Reme desde el interior de la casa.

Cuando entraron, unas flores recogidas quién sabe de qué lugar con estos fríos, era el único adorno de la mesa, coronada por un humeante puchero con el que todos empezaron a salivar. Los muchachos se peleaban por contar a su madre el regalo del abuelo, silenciando, con su entusiasmo, la perorata de la radio, que en ese momento parloteaba algo sobre una pandemia.

 

 

 

pueblo, anciano

Imagen Pixabay

–Tenga, padre.

Ni el más mínimo temblor. Sus manos recibieron esa media docena de uvas con un aplomo imposible hace muy poco tiempo.

–¿Tiene frío? –le preguntó mientras le subía el cuello del chaquetón.

–¡Bah, quita, quita! –respondió con un manotazo al aire–. ¡Qué frío ni que ochocuartos!

El sol atemperaba diciembre con una calidez engañosa. No quería que su padre enfermara, ahora que estaba tan bien. Sabía que aquí mejoraría, pero semejante exhibición de energía se escapaba a su entendimiento. Sus arrugas habían cobrado lustre, presumía de una ocurrente locuacidad y se sentía tan vigoroso que sus piernas vivían una inexplicable segunda juventud. De los cuatro pasos apáticos por un salón sin vistas a los dos kilómetros diarios hasta el centro del pueblo solo habían pasado cuatro semanas. Y habían sido, probablemente, las semanas más difíciles de sus vidas.

–¿Qué diablos estará cocinando la Reme? –comentó jocoso el hombre con una sonrisa casi infantil.

–¡Ni idea! –respondió Julián con la vista en la casa, que agitaba puertas y ventanas aireando una década de ausencia–, he terminado de colgar un cuadro y me ha echado de allí.

–¿Y, esto, –extendió los brazos el anciano como si hubiera una invasión–, es necesario? La radio vomitaba decenas de villancicos en bucle solo interrumpidos por pequeños flashes de noticias.

–Es la penitencia para poder sentarse a su mesa –se rieron los dos.

Dejar la ciudad había sido difícil, pero no tanto como regresar al lugar de donde se marchó hace veinte años con la incertidumbre por horizonte y el fracaso a la espalda. Volver a la casa en ruinas del pueblo con un padre senil, su mujer y dos hijos, precisó de una voluntad a prueba de cobardes. Era más amargo el peso de la derrota que la pérdida del negocio y el piso.

Mientras los chavales se adaptaban a su nuevo colegio la Reme y él se deslomaron para adecentar aquel desolado lugar. Tras quince días sin descanso, y de forma simultánea, la casa empezó a parecer un hogar al mismo tiempo que su padre recobraba el aspecto de su padre, que incluso les ayudó a pintar. Con sus hijos necesitó más paciencia.

–Son una panda de imbéciles pueblerinos –se quejaba Héctor, el mayor, los primeros días–. Dicen que hemos vuelto porque no tenemos dónde caernos muertos.

–Caerse muerto aquí es un lujo –apuntó su pragmática madre–. Tenemos un techo, una buena olla de sopa, y un apellido lo suficientemente digno como para morirnos donde nos dé la gana –resolvió la matriarca.

–No hagas caso –ponderaba Julián–. En cuanto tengan otra distracción dejarán de murmurar.

Pero ni la habitual mansedumbre del padre, ni el tosco realismo de la madre doblegaron la contrariedad que le producía estar allí. Fue Laura, una niña de desafiantes ojos oscuros y lengua descarada la que moderó su enquistada furia, y llenó sus catorce años de una desconocida efervescencia.

Para Julito, el pequeño, fue más fácil. Más sociable, con cuatro años menos que su hermano y sin la impertinencia de la adolescencia, hacer amigos fue un visto y no visto. Solo un día volvió rabioso porque le habían puesto un mote.

–Aquí todo el mundo tiene uno, hijo –arguyó con su habitual flema el padre.

–Pues no tiene gracia. Me llaman “Habicholón” porque dicen que tengo la cabeza grande.

–¡Cabeza grande, entre las piernas se expande! –se mofó su hermano que recibió un inmediato coscorrón de su madre.

–A ti, desde luego –le reprendió– solo te sirve para llevar el morro torcido todo el tiempo. ¡Será posible el niño!

–A tu padre le llamaban “Estragao” –interrumpió el abuelo la regañina.

–¿Y eso qué es? –quiso saber Julito.

–Pues es que tu padre caminaba siempre doblado, como si tuviera ganas de cagar y se le hubiera hecho un tapón en el culo.

Y aquel inesperado acceso verbal zanjó la desazón del jovencito con una carcajada general.

–Mira, Julián, por allá vienen los dos rufianes –dijo el viejo echando la vista al camino–. O tienen mucha hambre, o escapan del mismísimo diablo.

–Abuelo –gritaron los dos sin resuello al llegar–, nos hemos encontrado al padre de Alberto y nos ha dado esta llave para ti –explicó el mayor–. Nos ha dicho que te digamos que está todo en orden.

–¡Anda, se ha decidido! ­–exclamó el viejo–. ¡Toda tuya, hijo!

–¿Mía? Pero, ¿de dónde es?

–Le propuse al Braulio que se quedara la tierra del pinar a cambio de su local, el de la calle Rompiente. Creo que es perfecto para un bar o para lo que queráis montar –informó sin demasiadas alharacas.

Julián agradeció que el enérgico “Arre borriquito, arre burro arre…”, sofocara el ruido que su garganta hizo para deglutir de emoción.

–Padre… No sé qué decir.

–Pues lo que se dice en estos casos, hijo. ¡Feliz Navidad!

–¡Todos a lavarse las manos bien lavadas! La comida está lista –voceó la Reme desde el interior de la casa.

Cuando entraron, unas flores recogidas quién sabe de qué lugar con estos fríos, era el único adorno de la mesa, coronada por un humeante puchero con el que todos empezaron a salivar. Los muchachos se peleaban por contar a su madre el regalo del abuelo, silenciando, con su entusiasmo, la perorata de la radio, que en ese momento parloteaba algo sobre una pandemia.

 

 

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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