Hilos de imaginación

por | Jul 2, 2020 | Ficción | 6 Comentarios

Hilos de imaginación

Imagen de Edouard Boubat

La voz sonaba algo crispada, con ese matiz urgente incomprensible en la mente de un niño que acaba de descubrir, tras el escaparate, algo que ha detenido su mundo inexorablemente.

-Lucas, ¿puedes venir, por favor? –apremiaba su madre unos pasos por delante.

Pero Lucas no escuchaba.

Con la nariz pegada al cristal y las manos a modo de parapeto sobre las sienes, su universo se reducía a los pocos metros sobre los que paseaba los ojos con una atención devota.

Me sorprendí a mí misma deteniendo mi marcha, azuzada por una curiosidad insólita. ¿Qué miraba con tanto fervor aquel muchacho? ¿Qué misterio había en aquel establecimiento?

Era una mercería de barrio cuyo letrero rezaba “Botones Maite”, en el que destacaban unas caritas sonrientes en las «oes». La segunda pata de la eme se prolongaba por debajo, subrayando el nombre, de tal forma que parecía el hilo de una aguja que, al final de la e, se clavaba en vertical como si fuera el cierre de una exclamación; aunque también podría ser un guerrero con su espada, dependiendo de quién lo examinara.

El niño ahora hacía dibujitos sobre el cristal con el dedo índice de la mano derecha, como si trazara el perfil de aquello que lo había cautivado. Empezó a golpear el suelo con el pie izquierdo, pisándolo repetidamente. Dio un par de vueltas sobre sí mismo y de su boca salió una onomatopeya que no fui capaz de descifrar, antes de volver a aplastar su cara contra el vidrio.

Absorto como estaba, viviendo una de esas aventuras infantiles que luego olvidamos practicar, no advirtió que una desconocida espiaba sus movimientos con total impunidad, exhibiendo una indiscreta intromisión que bien se merecía el calificativo de fisgona.

Me acerqué un poco más con el fin de buscar un resquicio que me revelara lo que despertaba su fascinación, pero el escaparate era bastante reducido y solo atisbé un débil destello. De pronto irrumpió de nuevo aquella voz impaciente junto con una mirada reprobadora que se clavó en mis ojos afeando una conducta que, evidentemente, malinterpretó.

-¡Lucas hijo! ¿Por qué no me haces caso cuando te hablo? –Bramó su madre mientras lo arrastraba de la mano y murmuraba algo sobre tener cuidado con los desconocidos. Me puse en su lugar y me vi a mí misma acechando al chaval, así que acepté sin rechistar su velada amonestación. Bajé la cabeza en señal de arrepentimiento, pero no me moví ni un milímetro. No iba a marcharme ahora sin saber qué tenía que contarme aquel escaparate. Cuando por fin se alejaron y me sentí a salvo, me giré en redondo, no me atreví a pegar la nariz al cristal porque pensé que eso era, es, patrimonio de los niños, pero estuve tentada.

Me llamó la atención el estilo vintage de la decoración adornando todo tipo de productos de mercería expuestos con mucha elegancia. El objeto principal era una máquina de coser antigua; una de aquellas Singer negras dispuesta sobre una superficie de madera y armada sobre las típicas patas de acero forjado, con su pedal incluido. Habían colocado una madeja de lana de un llamativo color pistacho sobre una de las cánulas de carrete, y sobre esa madeja, en vertical, una bobina de hilo que a su vez tenía un dedal encima. ¡Raro, pero bonito!

En la otra cánula se apoyaba un metro que parecía más de ferretería, y extendía su cinta métrica rígida unos 50cm en horizontal. Una variedad de cajas en distintos tamaños ofrecían un colorido paisaje en la zona del pedal, creando un efecto original y vistoso.

El estilismo estaba realizado con un gusto exquisito, pero no entendía qué era lo que había retenido al niño con tanto entusiasmo.

En la pared lateral se veía de nuevo el nombre de quien debía ser la dueña del establecimiento: Maite, con los mismos pictogramas que el letrero exterior; y al lado un divertido mensaje confeccionado con botones que decía: “hilos de imaginación”.

Y entonces se produjo la magia.

Un pequeño foco situado bajo aquellas enigmáticas palabras se encendió proyectando su sombra en la pared de enfrente. La escena reproducía un hombre a caballo, con su casco y espada, cabalgando por un paisaje que simulaba un terreno de montañas hábilmente recreado con las cajas. El hechizo ganaba fuerza por el hecho de que solo te permitía disfrutarlo unos segundos, pues la luz se apagaba enseguida, y había que esperar unos instantes para acceder de nuevo a aquella fantasía. Entre las siluetas descubrí un sol que titilaba gracias a un alfiletero, colocado estratégicamente en un estante elevado, con varios alfileres prendidos que, sin mucho esfuerzo, los sentí brillar como los rayos de sol. ¡Realmente ingenioso!

En aquel momento de genial ilusión supe que en realidad no iba tras el misterio que ocultaba el escaparate, sino tras la historia que vivía el niño en su imaginación.

 «Únicamente los niños aplastan su nariz contra los vidrios. Unicamente los niños saben lo que buscan«

Antoine de Saint-Exupèry «El Principito»

 

Hilos de imaginación

Imagen de Edouard Boubat

La voz sonaba algo crispada, con ese matiz urgente incomprensible en la mente de un niño que acaba de descubrir, tras el escaparate, algo que ha detenido su mundo inexorablemente.

-Lucas, ¿puedes venir, por favor? –apremiaba su madre unos pasos por delante.

Pero Lucas no escuchaba.

Con la nariz pegada al cristal y las manos a modo de parapeto sobre las sienes, su universo se reducía a los pocos metros sobre los que paseaba los ojos con una atención devota.

Me sorprendí a mí misma deteniendo mi marcha, azuzada por una curiosidad insólita. ¿Qué miraba con tanto fervor aquel muchacho? ¿Qué misterio había en aquel establecimiento?

Era una mercería de barrio cuyo letrero rezaba “Botones Maite”, en el que destacaban unas caritas sonrientes en las «oes». La segunda pata de la eme se prolongaba por debajo, subrayando el nombre, de tal forma que parecía el hilo de una aguja que, al final de la e, se clavaba en vertical como si fuera el cierre de una exclamación; aunque también podría ser un guerrero con su espada, dependiendo de quién lo examinara.

El niño ahora hacía dibujitos sobre el cristal con el dedo índice de la mano derecha, como si trazara el perfil de aquello que lo había cautivado. Empezó a golpear el suelo con el pie izquierdo, pisándolo repetidamente. Dio un par de vueltas sobre sí mismo y de su boca salió una onomatopeya que no fui capaz de descifrar, antes de volver a aplastar su cara contra el vidrio.

Absorto como estaba, viviendo una de esas aventuras infantiles que luego olvidamos practicar, no advirtió que una desconocida espiaba sus movimientos con total impunidad, exhibiendo una indiscreta intromisión que bien se merecía el calificativo de fisgona.

Me acerqué un poco más con el fin de buscar un resquicio que me revelara lo que despertaba su fascinación, pero el escaparate era bastante reducido y solo atisbé un débil destello. De pronto irrumpió de nuevo aquella voz impaciente junto con una mirada reprobadora que se clavó en mis ojos afeando una conducta que, evidentemente, malinterpretó.

-¡Lucas hijo! ¿Por qué no me haces caso cuando te hablo? –Bramó su madre mientras lo arrastraba de la mano y murmuraba algo sobre tener cuidado con los desconocidos. Me puse en su lugar y me vi a mí misma acechando al chaval, así que acepté sin rechistar su velada amonestación. Bajé la cabeza en señal de arrepentimiento, pero no me moví ni un milímetro. No iba a marcharme ahora sin saber qué tenía que contarme aquel escaparate. Cuando por fin se alejaron y me sentí a salvo, me giré en redondo, no me atreví a pegar la nariz al cristal porque pensé que eso era, es, patrimonio de los niños, pero estuve tentada.

Me llamó la atención el estilo vintage de la decoración adornando todo tipo de productos de mercería expuestos con mucha elegancia. El objeto principal era una máquina de coser antigua; una de aquellas Singer negras dispuesta sobre una superficie de madera y armada sobre las típicas patas de acero forjado, con su pedal incluido. Habían colocado una madeja de lana de un llamativo color pistacho sobre una de las cánulas de carrete, y sobre esa madeja, en vertical, una bobina de hilo que a su vez tenía un dedal encima. ¡Raro, pero bonito!

En la otra cánula se apoyaba un metro que parecía más de ferretería, y extendía su cinta métrica rígida unos 50cm en horizontal. Una variedad de cajas en distintos tamaños ofrecían un colorido paisaje en la zona del pedal, creando un efecto original y vistoso.

El estilismo estaba realizado con un gusto exquisito, pero no entendía qué era lo que había retenido al niño con tanto entusiasmo.

En la pared lateral se veía de nuevo el nombre de quien debía ser la dueña del establecimiento: Maite, con los mismos pictogramas que el letrero exterior; y al lado un divertido mensaje confeccionado con botones que decía: “hilos de imaginación”.

Y entonces se produjo la magia.

Un pequeño foco situado bajo aquellas enigmáticas palabras se encendió proyectando su sombra en la pared de enfrente. La escena reproducía un hombre a caballo, con su casco y espada, cabalgando por un paisaje que simulaba un terreno de montañas hábilmente recreado con las cajas. El hechizo ganaba fuerza por el hecho de que solo te permitía disfrutarlo unos segundos, pues la luz se apagaba enseguida, y había que esperar unos instantes para acceder de nuevo a aquella fantasía. Entre las siluetas descubrí un sol que titilaba gracias a un alfiletero, colocado estratégicamente en un estante elevado, con varios alfileres prendidos que, sin mucho esfuerzo, los sentí brillar como los rayos de sol. ¡Realmente ingenioso!

En aquel momento de genial ilusión supe que en realidad no iba tras el misterio que ocultaba el escaparate, sino tras la historia que vivía el niño en su imaginación.

 «Únicamente los niños aplastan su nariz contra los vidrios. Unicamente los niños saben lo que buscan«

Antoine de Saint-Exupèry «El Principito»

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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