Impetuosa Sophie
Puede que el buen lector no pueda, ni deba elegir una única novela favorita, pero tengo que reconocer que “El viajero del siglo” (Alfaguara, 2009), está en el podio de mis preferidas y Andrés Neuman, con toda su juventud, (Buenos Aires, 1977) es uno de mis referentes contemporáneos.
“El viajero del siglo” bien podría llamarse “El salón de Sophie” por la increíble vida social a la que asistimos en esa casa ubicada en la Wandernburgo de principios del s. XIX. Sophie es una joven más propia de nuestro tiempo que del suyo que, bajo una educación exquisita, esconde a la inteligente, libre y pasional criatura que en realidad es: “pronto descubrí que los buenos modales no servían para ser buena, sino para ser mala sin que se notase”.
A esa ciudad, a su salón y a su ordenada vida irrumpe un día Hans, un viajero de paso que, seducido primero por un organillero entrañable con el que entabla amistad, y por la impetuosa Sophie después, acaba con la sensación de que siempre se está yendo, aunque siempre se acaba quedando.
Los encendidos debates de la mansión Gottlieb sobre política, filosofía, poesía o música nos llevan de Jovellanos a Napoleón y de Shopenhauer a Kant con la misma naturalidad que las tertulias literarias se extendieron por los cafés de Europa, y especialmente de España, un siglo después.
Neuman ofrece una rompedora mirada sobre aquella época y confronta el conservadurismo del profesor Mietter contra el vanguardismo de Hans tan hábilmente que los conceptos se acomodan perfectamente a nuestro pomposo siglo XXI: “Hablo de que Europa empiece a pensar como país, como un conjunto de ciudadanos y no como una suma de socios económicos”, propugna Hans en un momento. “¡Qué ingenuidad la suya! Y unirnos con quién, con los franceses que nos invadieron, con los ingleses que tienen acaparada la industria; con los españoles, que igual corona dos veces al mismo rey que proclama una república salvaje, rebate Mietter.
En este salón de eruditos las intervenciones de Sophie, encubiertas bajo el rol de impecable anfitriona que sirve el té con una destreza insuperable, son tan relevantes y reflexivas como las de sus colegas masculinos. Se declara admiradora de la “Lucinde” de Schlegel, una obra que a principios del s.XIX todavía era tachada de libertina y cínica, y que ella juzga como profundamente “política” porque no habla de cuestiones de Estado, sino de la nueva intimidad de sus ciudadanos.
El personaje de Sophie es absolutamente magnético. Despliega una pericia innata para exhibir su talento de forma casual, pero dejando en sus disertaciones conclusiones fascinantes: “me embarga la impresión de que a los mayores filósofos de nuestro tiempo los persigue una contradicción: todos aspiran a fundar un pensamiento distinto, pero todos piensan lo mismo sobre las mujeres ¿No les parece divertido?, pronuncia de forma inocente tras censurar la misoginia de Shopenhauer.
Y al mismo tiempo que presenciamos sesudos combates dialécticos en el salón, Andrés Neuman crea un lenguaje de gestos, un código de comunicación exclusivo entre los dos protagonistas basado en la fantasía del movimiento y en la vida que cobran objetos inertes a través de una narrativa de sensualidad desbordada. Consigue abrasar las palabras de tal modo que durante gran parte de la obra nos conduce a un excitante juego de inflamada seducción sin que haya el más mínimo roce entre Hans y Sophie: “El abanico se extendía, hacía péndulos, se contraía, se refregaba. Ondulaba un momento, se detenía de pronto. Daba pequeños giros que dejaban ver la boca de Sophie…”
El hecho de que ella se ponga a trabajar en traducciones de textos junto a él, en una posada, nos da una idea de la moderna mirada que el autor vierte sobre su bien hilada historia en la que, a pesar de estos riesgos, o tal vez debido precisamente a ellos, consigue atrapar al lector en una red de emocionantes intrigas. Entonces Neuman nos hace cómplices de la intimidad de la pareja, de sus animadas disertaciones sobre Goethe, sobre los poemas de Byron, Shelley o Quevedo, mientras sus cuerpos descubren su propio idioma. Todo esto a la sombra del estirado prometido de Sophie, Rudi Wilderhaus que, inmutable, se cierne sobre los dos en silencio con la esperanza de que el viajero vuelva a sentir nostalgia de su alma nómada.
Puede que el buen lector no pueda, ni deba elegir una única novela favorita, pero tengo que reconocer que “El viajero del siglo” (Alfaguara, 2009) está en el podio de mis preferidas y Andrés Neuman, con toda su juventud, (Buenos Aires, 1977) es uno de mis referentes contemporáneos.
“El viajero del siglo” bien podría llamarse “El salón de Sophie” por la increíble vida social a la que asistimos en esa casa ubicada en la Wandernburgo de principios del s. XIX. Sophie es una joven más propia de nuestro tiempo que del suyo que, bajo una educación exquisita, esconde a la inteligente, libre y pasional criatura que en realidad es: “pronto descubrí que los buenos modales no servían para ser buena, sino para ser mala sin que se notase”.
A esa ciudad, a su salón y a su ordenada vida irrumpe un día Hans, un viajero de paso que, seducido primero por un organillero entrañable con el que entabla amistad, y por la impetuosa Sophie después, acaba con la sensación de que siempre se está yendo, aunque siempre se acaba quedando.
Los encendidos debates de la mansión Gottlieb sobre política, filosofía, poesía o música nos llevan de Jovellanos a Napoleón y de Shopenhauer a Kant con la misma naturalidad que las tertulias literarias se extendieron por los cafés de Europa, y especialmente de España, un siglo después.
Neuman ofrece una rompedora mirada sobre aquella época y confronta el conservadurismo del profesor Mietter contra el vanguardismo de Hans tan hábilmente que los conceptos se acomodan perfectamente a nuestro pomposo siglo XXI: “Hablo de que Europa empiece a pensar como país, como un conjunto de ciudadanos y no como una suma de socios económicos”, propugna Hans en un momento. “¡Qué ingenuidad la suya! Y unirnos con quién, con los franceses que nos invadieron, con los ingleses que tienen acaparada la industria; con los españoles, que igual corona dos veces al mismo rey que proclama una república salvaje, rebate Mietter.
En este salón de eruditos las intervenciones de Sophie, encubiertas bajo el rol de impecable anfitriona que sirve el té con una destreza insuperable, son tan relevantes y reflexivas como las de sus colegas masculinos. Se declara admiradora de la “Lucinde” de Schlegel, una obra que a principios del s.XIX todavía era tachada de libertina y cínica, y que ella juzga como profundamente “política” porque no habla de cuestiones de Estado, sino de la nueva intimidad de sus ciudadanos.
El personaje de Sophie es absolutamente magnético. Despliega una pericia innata para exhibir su talento de forma casual, pero dejando en sus disertaciones conclusiones fascinantes: “me embarga la impresión de que a los mayores filósofos de nuestro tiempo los persigue una contradicción: todos aspiran a fundar un pensamiento distinto, pero todos piensan lo mismo sobre las mujeres ¿No les parece divertido?, pronuncia de forma inocente tras censurar la misoginia de Shopenhauer.
Y al mismo tiempo que presenciamos sesudos combates dialécticos en el salón, Andrés Neuman crea un lenguaje de gestos, un código de comunicación exclusivo entre los dos protagonistas basado en la fantasía del movimiento y en la vida que cobran objetos inertes a través de una narrativa de sensualidad desbordada. Consigue abrasar las palabras de tal modo que durante gran parte de la obra nos conduce a un excitante juego de inflamada seducción sin que haya el más mínimo roce entre Hans y Sophie: “El abanico se extendía, hacía péndulos, se contraía, se refregaba. Ondulaba un momento, se detenía de pronto. Daba pequeños giros que dejaban ver la boca de Sophie…”
El hecho de que ella se ponga a trabajar en traducciones de textos junto a él, en una posada, nos da una idea de la moderna mirada que el autor vierte sobre su bien hilada historia en la que, a pesar de estos riesgos, o tal vez debido precisamente a ellos, consigue atrapar al lector en una red de emocionantes intrigas. Entonces Neuman nos hace cómplices de la intimidad de la pareja, de sus animadas disertaciones sobre Goethe, sobre los poemas de Byron, Shelley o Quevedo, mientras sus cuerpos descubren su propio idioma. Todo esto a la sombra del estirado prometido de Sophie, Rudi Wilderhaus que, inmutable, se cierne sobre los dos en silencio con la esperanza de que el viajero vuelva a sentir nostalgia de su alma nómada.
No he leído nada del autor pero lo anoto. Me ha encantado lo que cuentas acerca de esta novela. Estupenda reseña, Matilde.
Andrés Neuman tiene una prosa magnífica, fresca, que atrapa y te enreda en su talentosa forma de narrar. Aunque también escribe poesía, cuentos y textos de no ficción como «Anatomía sensible», un repaso por el cuerpo humano asombrosamente deslumbrante.
Te animo a que leas algo suyo porque conociendo tu forma de escribir sospecho que te va a encantar.
Muchas gracias por pasarte, Marta.
Un abrazo
Hola, Matilde! Pues no conocía al autor, pero me ha cautivado lo que cuentas de esta novela. Un argumento en el que parece que son muchas las ideas contradictorias y las paradojas que muestra la intelectualidad en su relación y análisis de la propia realidad. Un abrazo!
Hola, David:
Hablé de él en mi presentación cuando preguntaron por mis referentes. Creo que a ti también te gustaría, David. Y esta obra en concreto es una joya, de verdad. El autor mira al pasado como si fuera hoy, y consigue un resultado excepcional.
Bueno, creo que se nota que me encanta…
Un abrazo