Truco o trato

por | Nov 1, 2022 | Blog | 6 Comentarios

Abuelo, truco o trato

Halloween triunfa en nuestra piel de toro y sus calabazas fantasmagóricas son tan fértiles que se multiplican como los panes y los peces, solo que en vez de matar el hambre alumbran muertos vivientes callejeros con mucha sed.

Tenemos una tendencia natural a apuntarnos a cualquier moda que nos distraiga de nuestra amodorrada rutina. Y no me parece mal. Divertirnos no solo es lícito, es además muy saludable, especialmente después de una pandemia que nos ha privado de la cercanía de los nuestros y con la televisión soltando espumarajos insoportables de lo que se avecina.

Sin embargo, no puedo evitar sentir cierta nostalgia de mis propios recuerdos, cuando, siendo niña, por estas fechas, nos reuníamos en el pueblo para celebrar el cumpleaños de mi abuelo y hacíamos una pequeña excursión en familia al cementerio.

Por entonces a mí apenas me sonaban los nombres grabados en aquellas piedras de rimbombante estética. Recorríamos los nichos y las lápidas zigzagueando, rondando los misterios ocultos como si fuera uno de esos  free tours por las leyendas del lugar. Mi abuela, mi madre, mis tías… murmuraban sus historias, homenajeaban sus vidas con algo tan sencillo como la evocación y el recuerdo. Para mí solo eran desconocidos compartiendo ese extraño silencio del que nadie te quiere hablar. El pálpito de los ausentes más presente que nunca.

Me preguntaba cuál era el misterio, observaba las lápidas, sus esculturas aladas, sus mármoles brillantes, las grafías enroscadas de algunas dedicatorias, las fotos de personas totalmente ajenas… Siempre me dieron un poco de repelús las fotos…

Hoy ese mismo cementerio enreda en su solemne silencio nombres que se me atascan en el pecho; letras esculpidas en frío pero que arden de afecto, añoranza y memoria y conjugan el tiempo en una cadencia extraña desde que no están.

Y echo de menos esos uno de noviembre en torno a la mesa del pueblo, con el trajín de los platos de aquí para allá, la luz pintando alegres sombras sobre aquel arrogante techo bajo de la cocina, y las voces solapándose en tertulias irrelevantes que todos queríamos protagonizar. Echo de menos el olor de los fogones, las carcajadas imprevistas, el reconocimiento en esas otras miradas donde sentirse bienvenida.

El ceño austero de mi abuelo presidía inalterablemente la mesa y se dedicaba a hacer lo que mejor sabía: escuchar, escuchaba mucho más que hablaba; su otra gran habilidad era camuflar sus sentimientos en su imperturbable gesto. Genio y figura hasta la sepultura, decía mi madre de él en tributo a su fuerte carácter. Pero, lo que son las cosas, al final de su vida se desvistió de su coraza, además de su memoria, y fue el hombre más cariñoso y amable del mundo.

Me lo imagino en el umbral de su casa ante unos críos reclamando el “truco o trato” actual de Halloween, los escucharía embobado, porque adoraba los niños, tal vez sin entender el importado juego, pero participando, escuchando, compartiendo su ilusión…

Al marcharse se metería las manos en los bolsillos del pantalón, adoptaría su habitual porte enjuto y diría algo así como “ahora no cantan villancicos en Navidad, pero te sacan caramelos el día de los muertos. ¡Hay que joderse!”

 

 

 

 

Abuelo, truco o trato

Halloween triunfa en nuestra piel de toro y sus calabazas fantasmagóricas son tan fértiles que se multiplican como los panes y los peces, solo que en vez de matar el hambre alumbran muertos vivientes callejeros con mucha sed.

Tenemos una tendencia natural a apuntarnos a cualquier moda que nos distraiga de nuestra amodorrada rutina. Y no me parece mal. Divertirnos no solo es lícito, es además muy saludable, especialmente después de una pandemia que nos ha privado de la cercanía de los nuestros y con la televisión soltando espumarajos insoportables de lo que se avecina.

Sin embargo, no puedo evitar sentir cierta nostalgia de mis propios recuerdos, cuando, siendo niña, por estas fechas, nos reuníamos en el pueblo para celebrar el cumpleaños de mi abuelo y hacíamos una pequeña excursión en familia al cementerio.

Por entonces a mí apenas me sonaban los nombres grabados en aquellas piedras de rimbombante estética. Recorríamos los nichos y las lápidas zigzagueando, rondando los misterios ocultos como si fuera uno de esos  free tours por las leyendas del lugar. Mi abuela, mi madre, mis tías… murmuraban sus historias, homenajeaban sus vidas con algo tan sencillo como la evocación y el recuerdo. Para mí solo eran desconocidos compartiendo ese extraño silencio del que nadie te quiere hablar. El pálpito de los ausentes más presente que nunca.

Me preguntaba cuál era el misterio, observaba las lápidas, sus esculturas aladas, sus mármoles brillantes, las grafías enroscadas de algunas dedicatorias, las fotos de personas totalmente ajenas… Siempre me dieron un poco de repelús las fotos…

Hoy ese mismo cementerio enreda en su solemne silencio nombres que se me atascan en el pecho; letras esculpidas en frío pero que arden de afecto, añoranza y memoria y conjugan el tiempo en una cadencia extraña desde que no están.

Y echo de menos esos uno de noviembre en torno a la mesa del pueblo, con el trajín de los platos de aquí para allá, la luz pintando alegres sombras sobre aquel arrogante techo bajo de la cocina, y las voces solapándose en tertulias irrelevantes que todos queríamos protagonizar. Echo de menos el olor de los fogones, las carcajadas imprevistas, el reconocimiento en esas otras miradas donde sentirse bienvenida.

El ceño austero de mi abuelo presidía inalterablemente la mesa y se dedicaba a hacer lo que mejor sabía: escuchar, escuchaba mucho más que hablaba; su otra gran habilidad era camuflar sus sentimientos en su imperturbable gesto. Genio y figura hasta la sepultura, decía mi madre de él en tributo a su fuerte carácter. Pero, lo que son las cosas, al final de su vida se desvistió de su coraza, además de su memoria, y fue el hombre más cariñoso y amable del mundo.

Me lo imagino en el umbral de su casa ante unos críos reclamando el “truco o trato” actual de Halloween, los escucharía embobado, porque adoraba los niños, tal vez sin entender el importado juego, pero participando, escuchando, compartiendo su ilusión…

Al marcharse se metería las manos en los bolsillos del pantalón, adoptaría su habitual porte enjuto y diría algo así como “ahora no cantan villancicos en Navidad, pero te sacan caramelos el día de los muertos. ¡Hay que joderse!”

 

 

 

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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