500 segundos

por | Oct 7, 2021 | Ficción | 8 Comentarios

Amanecer, 500 segundos

Imagen Pixabay

Fijar la atención en el sonido de sus pasos sobre la acera exigía ese punto de abstracción suficiente para no pensar. Se concentraba en el rítmico taconeo de sus botas: clock, clock, clock…; en la sombra que su propia figura proyectaba bajo la mortecina luz de la madrugada; en el escaso número de farolas por metro cuadrado que apenas regalaban un fogonazo de luz en medio de la oscuridad. Cualquier frivolidad que narcotizara su frustración era bienvenida.

El mes de enero mordía con tal avaricia que su espina dorsal se doblaba rígida en una curvatura poco recomendable, «me voy a provocar un pinzamiento de espalda», dijo Ruth en voz alta con una mueca de dolor pintando los labios; luego soltó una cínica sonrisa en nombre de su patética estrategia para distraerse a sí misma.

Abrió la puerta del taxi y se sentó tras el puesto de copiloto. Se quedó un instante escuchando su propia respiración, como si llegar hasta allí hubiera supuesto un esfuerzo sobrehumano. Miró la soledad de esa noche casi extinguida y no pudo con su propio reflejo en la ventanilla. Alzó la vista, repentinamente consciente de que ya no estaba sola, vio de refilón una mariposilla bailando alegre en el extremo de una cuerda, y al fin se encontró con unos ojos que la escrutaban desde el espejo retrovisor. Con curiosidad, pero sin premura. Con determinación, pero sin intimidar. Con calidez, pero sin intromisión. La miraban ceremoniosamente, como diciendo «tenemos todo el tiempo del mundo» y por alguna razón se sintió como si alguien le diera permiso para llorar. Así que lloró. No escandalosa ni desesperadamente. Lloró con la displicencia de saberse en manos de un desconocido.

El taxista no dijo una sola palabra. Estaba acostumbrado a oír, ver y callar. A ser testigo de toda clase de manifestaciones cuyos protagonistas exhibían como si ellos fueran invisibles. «El cliente siempre te hace saber cuándo quiere que participes. Hasta entonces, no lo hagas», solía decir Juanjo a sus compañeros cuando mantenían la eterna discusión sobre si era mejor entablar conversación, o no, con los clientes.

Los martes, cuando limpiaba a fondo el coche, siempre repasaba el asiento trasero sabiendo que allí quedaba desparramado el peso que mucha gente llevaba sobre los hombros, como si fuera parte de la propina.

A Juanjo le pareció que aquella mujer lloraba de pura rabia, «¿tal vez una traición?», le encantaba hacer conjeturas acerca de las vidas de sus clientes, pero esta vez, además, por la hora que era, se le ocurrió una idea y arrancó el coche.

A Ruth no le incomodó verse en movimiento a pesar de no haber anunciado ningún destino. La parte racional de su cerebro censuraba su sumisión, pero, lejos de contrariarla, aquella suave conducción sin saber adónde iba, la relajó.

En apenas unos minutos llegaron a un mirador desde donde la ciudad, todavía en penumbra, se preparaba para su concierto matinal.

—Acompáñeme —la invitó a salir el taxista tras detener el coche.

Ruth exhaló uno de esos profundos suspiros que quedan tras la catarsis. Envuelta en la ingravidez física que proporciona el desahogo se dejó llevar. Salió del vehículo, se abrochó el cuello del abrigo y entonces se sintió obligada a preguntar, casi de forma pueril:

—¿Seguro que es usted taxista?

—Juanjo —se presentó él haciendo una reverencia con la cabeza, y en sus ojos ella descubrió esa clase de nobleza imposible de fingir.

—Ruth —emuló ella sin nada contra lo que desconfiar—. ¿Y estamos aquí por…?

Por, no. Para —respondió él algo críptico sustituyendo las preposiciones—. Estamos aquí para observar.

El sol comenzaba ya su opereta en todas las tonalidades imaginables del fuego, provocando un descomunal incendio en el cielo cuyas llamas arrasaban literalmente el horizonte. Juanjo sonrió satisfecho al sentir un profundo suspiro en su acompañante.

—¿Sabe? La luz del Sol tarda en llegar a la Tierra 500 segundos —reveló él—, y dicen que los primeros segundos del día eclipsan la noche más oscura.

—Hoy he perdido a un paciente —desnudó al fin su dolor—. A mi primer paciente como médico…

Juanjo mantuvo dos segundos de respetuoso silencio. Como detective su sagacidad no tenía precio, desde luego. Sabía que no podría, ni tenía forma de consolarla, pero consideró oportuno recordar una anécdota:

—Yo debía tener once o doce años cuando mi padre me trajo aquí por primera vez —empezó a contar—. Íbamos de pesca y supongo que le pareció buena idea que viera el amanecer. Cuando asistíamos al espectáculo, como usted y yo lo hacemos en este momento, me dijo: «Hijo, por mucho que nos creamos los amos del universo no somos más que polillas atraídas por la luz…»

—¿Su padre era filósofo? —preguntó Ruth tras otro silencio que llenó sonriendo sinceramente por primera vez.

—Eso decía mi madre «ahí tenemos al panadero filósofo siempre horneando rarezas…»

Amanecer, 500 segundos

Imagen Pixabay

Fijar la atención en el sonido de sus pasos sobre la acera exigía ese punto de abstracción suficiente para no pensar. Se concentraba en el rítmico taconeo de sus botas: clock, clock, clock…; en la sombra que su propia figura proyectaba bajo la mortecina luz de la madrugada; en el escaso número de farolas por metro cuadrado que apenas regalaban un fogonazo de luz en medio de la oscuridad. Cualquier frivolidad que narcotizara su frustración era bienvenida.

El mes de enero mordía con tal avaricia que su espina dorsal se doblaba rígida en una curvatura poco recomendable, «me voy a provocar un pinzamiento de espalda», dijo Ruth en voz alta con una mueca de dolor pintando los labios; luego soltó una cínica sonrisa en nombre de su patética estrategia para distraerse a sí misma.

Abrió la puerta del taxi y se sentó tras el puesto de copiloto. Se quedó un instante escuchando su propia respiración, como si llegar hasta allí hubiera supuesto un esfuerzo sobrehumano. Miró la soledad de esa noche casi extinguida y no pudo con su propio reflejo en la ventanilla. Alzó la vista, repentinamente consciente de que ya no estaba sola, vio de refilón una mariposilla bailando alegre en el extremo de una cuerda, y al fin se encontró con unos ojos que la escrutaban desde el espejo retrovisor. Con curiosidad, pero sin premura. Con determinación, pero sin intimidar. Con calidez, pero sin intromisión. La miraban ceremoniosamente, como diciendo «tenemos todo el tiempo del mundo» y por alguna razón se sintió como si alguien le diera permiso para llorar. Así que lloró. No escandalosa ni desesperadamente. Lloró con la displicencia de saberse en manos de un desconocido.

El taxista no dijo una sola palabra. Estaba acostumbrado a oír, ver y callar. A ser testigo de toda clase de manifestaciones cuyos protagonistas exhibían como si ellos fueran invisibles. «El cliente siempre te hace saber cuándo quiere que participes. Hasta entonces, no lo hagas», solía decir Juanjo a sus compañeros cuando mantenían la eterna discusión sobre si era mejor entablar conversación, o no, con los clientes.

Los martes, cuando limpiaba a fondo el coche, siempre repasaba el asiento trasero sabiendo que allí quedaba desparramado el peso que mucha gente llevaba sobre los hombros, como si fuera parte de la propina.

A Juanjo le pareció que aquella mujer lloraba de pura rabia, «¿tal vez una traición?», le encantaba hacer conjeturas acerca de las vidas de sus clientes, pero esta vez, además, por la hora que era, se le ocurrió una idea y arrancó el coche.

A Ruth no le incomodó verse en movimiento a pesar de no haber anunciado ningún destino. La parte racional de su cerebro censuraba su sumisión, pero, lejos de contrariarla, aquella suave conducción sin saber adónde iba, la relajó.

En apenas unos minutos llegaron a un mirador desde donde la ciudad, todavía en penumbra, se preparaba para su concierto matinal.

—Acompáñeme —la invitó a salir el taxista tras detener el coche.

Ruth exhaló uno de esos profundos suspiros que quedan tras la catarsis. Envuelta en la ingravidez física que proporciona el desahogo se dejó llevar. Salió del vehículo, se abrochó el cuello del abrigo y entonces se sintió obligada a preguntar, casi de forma pueril:

—¿Seguro que es usted taxista?

—Juanjo —se presentó él haciendo una reverencia con la cabeza, y en sus ojos ella descubrió esa clase de nobleza imposible de fingir.

—Ruth —emuló ella sin nada contra lo que desconfiar—. ¿Y estamos aquí por…?

Por, no. Para —respondió él algo críptico sustituyendo las preposiciones—. Estamos aquí para observar.

El sol comenzaba ya su opereta en todas las tonalidades imaginables del fuego, provocando un descomunal incendio en el cielo cuyas llamas arrasaban literalmente el horizonte. Juanjo sonrió satisfecho al sentir un profundo suspiro en su acompañante.

—¿Sabe? La luz del Sol tarda en llegar a la Tierra 500 segundos —reveló él—, y dicen que los primeros segundos del día eclipsan la noche más oscura.

—Hoy he perdido a un paciente —desnudó al fin su dolor—. A mi primer paciente como médico…

Juanjo mantuvo dos segundos de respetuoso silencio. Como detective su sagacidad no tenía precio, desde luego. Sabía que no podría, ni tenía forma de consolarla, pero consideró oportuno recordar una anécdota:

—Yo debía tener once o doce años cuando mi padre me trajo aquí por primera vez —empezó a contar—. Íbamos de pesca y supongo que le pareció buena idea que viera el amanecer. Cuando asistíamos al espectáculo, como usted y yo lo hacemos en este momento, me dijo: «Hijo, por mucho que nos creamos los amos del universo no somos más que polillas atraídas por la luz…»

—¿Su padre era filósofo? —preguntó Ruth tras otro silencio que llenó sonriendo sinceramente por primera vez.

—Eso decía mi madre «ahí tenemos al panadero filósofo siempre horneando rarezas…»

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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