Debe de ser eso…
Imagen Pixabay
Hormigas. De pequeño tuve unas cuantas pesadillas con ellas.
Solía ponerme de rodillas, la barbilla rozando el suelo, el culo bien levantado y la vista fija en esos regimientos de hormigas y sus vertiginosos movimientos en busca de provisiones. Elegía a mi víctima; gorda, vistosa, con las antenas bien tiesas a ser posible. Entonces juntaba el dedo corazón con el pulgar, hacía catapulta y le pegaba un guantazo al bicho que lo mandaba a tomar vientos. Intentaba seguir el rumbo del vuelo y cuando caía, si seguía vivo, le daba una segunda oportunidad. Dejaba que se posara en mi mano y lo devolvía al hormiguero. ¡Cosas de críos!
Ahora por lo menos llevo media docena en la cara, como en aquellas pesadillas que se me metían por la nariz. Aunque a decir verdad ni siquiera las siento porque tengo congelados hasta los mocos, pero las he visto corretear por el suelo, librando los charcos de la acera, y subirse a mi mejilla aprovechando que no podía moverme. Será eso que llaman el karma y la justicia divina. Sí. Debe de ser eso…
También me gustaba atrapar mariposas en esos vasos de duralex. Mi madre me reñía, “Juan, eso es una marranada”, me decía, pero me dejaba jugar con ellas si luego limpiaba el cristal. Una vez cogí una preciosa. Tenía el contorno negro con motitas blancas y un azul increíble en las alas, con tantas tonalidades que las quise memorizar todas. La mariposa más bonita que he visto en mi vida. Estuve observándola hasta que me picaron los ojos. Al final la solté. Siempre las soltaba. Parecían algo borrachas al principio, pero enseguida se alejaban volando como si nada.
Desde entonces mi color favorito es el azul. ¿Para qué sirve tener un color favorito? Nunca me lo había preguntado. En realidad, creo que para muy poco. Me encanta mirar el mar y conocer gente con ojos azules, eso sí. Manías mías. Si yo hubiera tenido los ojos azules a lo mejor mi vida hubiera sido otra, pero los tengo marrones. Igual por eso la gente no se fija en mí. Sí. Puede ser eso…
A mi aire
Vuelve a llover. Al principio el agua me ha cabreado mucho. Si me resfrío y me sube la fiebre tendré que ir otra vez a pedir ayuda a don Aurelio, ¡y maldita la gracia! El pobre cura es un santo, pero me saca de quicio con tanta pregunta por aquí y pregunta por allá. ¡No, qué va! Prefiero andar a mi aire. Aunque no sé si podré andar cuando me levante, intento mover los pies, pero son como dos ladrillos. ¿Tendré algo roto?
En el batacazo se me ha roto un zapato, eso seguro, porque he notado el agua correteando por los callos. Igual, después de todo, le tengo que pedir al padre Aurelio que me agencie un par de botas de algún sitio y ropa que no cale hasta los huesos.
Fíjate, tanto pensar y pensar, y ni me he dado cuenta de que ha anochecido. Debe de haber un Dios en algún sitio porque ya ni siquiera tirito. O será que ya no hace frío. Sí. Debe de ser eso…
–Mamá, ¿está dormido este señor?
Veo unos piececitos frente a mi nariz. Estaba casi dormido. Eso creo. Pero al oír esa vocecita abro los ojos. ¡Qué difícil calcular la edad de alguien a través de sus pies! Nunca lo había pensado. Estos son de alguien pequeño, y están junto a unos tacones de alguien más mayor. Hasta ahí, chupado. Pero echarle la edad a cada par de pies…. Lo mismo son 7 y 35, que 12 y 48. ¡Qué se yo! Mi mano está muy cerquita de esas botas de agua rojas con un Mickey Mouse en la caña. “Repitan conmigo, las palabras mágicas son Meeska Mooska Mickey Mouse”. ¡Qué recuerdos! Veía esos dibujos de niño mientras merendaba. Mi madre me ponía un trapo sobre las rodillas para que no cayeran las migas al suelo. “No te muevas, Juan, que está recién barrido”. ¡Cómo me gustaban! Quiero tocar esas preciosas botas, pero los dedos no responden. Quiero repetir las palabras mágicas. Pero no hay forma de abrir la boca.
–No te acerques Silvia. Estará borracho. A saber qué tiene este señor, te puede contagiar cualquier cosa.
Sí, unas cuantas pulgas como poco. Y ya me gustaría estar borracho, pero qué va, señora. Me he pegado un trompazo de esos tontos y he caído de morros sobre esta acera. Uno que ya no tiene veinte años y se ha hecho torpón con la edad. Pero comprendo que quizás me he caído en el lugar que no toca. Sí. Debe de ser eso…
Dejando huella
Huele como a gasolina. No sé si es de los coches que pasan o el olor que despide el suelo. Una vez pisé una carretera de esas recién asfaltadas y me hizo ilusión pensar que mis huellas quedarían allí para siempre. Cuando volví a los dos días lo habían vuelto a asfaltar. ¡Joder qué trauma! Pero se me pasó enseguida.
En la oreja derecha, la que tengo pegada al suelo, retumban los pasos de la gente yendo y viniendo. La verdad es que molesta un poco porque resuena así como por dentro del cuerpo. Muy raro. Se me ocurre que el sonido es como el de los caballos de esas películas del oeste que llegan al galope y se alejan a la misma velocidad, dejando esa sensación de que te gustaría ser uno de los jinetes. Ese pensamiento me gusta y abro los ojos una vez más. ¡Seré tonto! He llegado a creer que estaban ahí. Los caballos, digo. Pero solo veo la lluvia cayendo de lado en la farola y la sombra de unas luces que se apagan.
El tiempo, cuando está así de parado, es un cabrón. Parece como si dice “oye tío qué estás mirando”. Por eso tengo el coco todo el rato dale que dale a mis cosas. Diría que llevo años pensando. Pero ya me he cansado también de eso. Debe de ser ya muy tarde. Sí. Eso seguro.
No siento nada. No escucho nada tampoco. Ni pasos, ni voces, ni bocinas. Bueno sí. Escucho el silencio. ¿Cómo voy a escuchar algo que no se oye? Menudas cosas se me ocurren… Si pudiera responder a esa pregunta a lo mejor también sabría por qué la gente mira y no ve. Pero ni puñetera idea, oye. Estoy chocheando. Sí, eso también es seguro. Necesito dormir. Tengo mucho sueño.
De pronto algo cosquillea en mi cara. Abro los ojos una última vez y ahí está ella, agitando mi azul favorito en sus increíbles alas, fardando de su guapura, la presumida.
Esta vez soy yo quien sale del vaso de cristal para perseguirla…
Imagen Pixabay
Hormigas. De pequeño tuve unas cuantas pesadillas con ellas.
Solía ponerme de rodillas, la barbilla rozando el suelo, el culo bien levantado y la vista fija en esos regimientos de hormigas y sus vertiginosos movimientos en busca de provisiones. Elegía a mi víctima; gorda, vistosa, con las antenas bien tiesas a ser posible. Entonces juntaba el dedo corazón con el pulgar, hacía catapulta y le pegaba un guantazo al bicho que lo mandaba a tomar vientos. Intentaba seguir el rumbo del vuelo y cuando caía, si seguía vivo, le daba una segunda oportunidad. Dejaba que se posara en mi mano y lo devolvía al hormiguero. ¡Cosas de críos!
Ahora por lo menos llevo media docena en la cara, como en aquellas pesadillas que se me metían por la nariz. Aunque a decir verdad ni siquiera las siento porque tengo congelados hasta los mocos, pero las he visto corretear por el suelo, librando los charcos de la acera, y subirse a mi mejilla aprovechando que no podía moverme. Será eso que llaman el karma y la justicia divina. Sí. Debe de ser eso…
También me gustaba atrapar mariposas en esos vasos de duralex. Mi madre me reñía, “Juan, eso es una marranada”, me decía, pero me dejaba jugar con ellas si luego limpiaba el cristal. Una vez cogí una preciosa. Tenía el contorno negro con motitas blancas y un azul increíble en las alas, con tantas tonalidades que las quise memorizar todas. La mariposa más bonita que he visto en mi vida. Estuve observándola hasta que me picaron los ojos. Al final la solté. Siempre las soltaba. Parecían algo borrachas al principio, pero enseguida se alejaban volando como si nada.
Desde entonces mi color favorito es el azul. ¿Para qué sirve tener un color favorito? Nunca me lo había preguntado. En realidad, creo que para muy poco. Me encanta mirar el mar y conocer gente con ojos azules, eso sí. Manías mías. Si yo hubiera tenido los ojos azules a lo mejor mi vida hubiera sido otra, pero los tengo marrones. Igual por eso la gente no se fija en mí. Sí. Puede ser eso…
A mi aire
Vuelve a llover. Al principio el agua me ha cabreado mucho. Si me resfrío y me sube la fiebre tendré que ir otra vez a pedir ayuda a don Aurelio, ¡y maldita la gracia! El pobre cura es un santo, pero me saca de quicio con tanta pregunta por aquí y pregunta por allá. ¡No, qué va! Prefiero andar a mi aire. Aunque no sé si podré andar cuando me levante, intento mover los pies, pero son como dos ladrillos. ¿Tendré algo roto?
En el batacazo se me ha roto un zapato, eso seguro, porque he notado el agua correteando por los callos. Igual, después de todo, le tengo que pedir al padre Aurelio que me agencie un par de botas de algún sitio y ropa que no cale hasta los huesos.
Fíjate, tanto pensar y pensar, y ni me he dado cuenta de que ha anochecido. Debe de haber un Dios en algún sitio porque ya ni siquiera tirito. O será que ya no hace frío. Sí. Debe de ser eso…
–Mamá, ¿está dormido este señor?
Veo unos piececitos frente a mi nariz. Estaba casi dormido. Eso creo. Pero al oír esa vocecita abro los ojos. ¡Qué difícil calcular la edad de alguien a través de sus pies! Nunca lo había pensado. Estos son de alguien pequeño, y están junto a unos tacones de alguien más mayor. Hasta ahí, chupado. Pero echarle la edad a cada par de pies…. Lo mismo son 7 y 35, que 12 y 48. ¡Qué se yo! Mi mano está muy cerquita de esas botas de agua rojas con un Mickey Mouse en la caña. “Repitan conmigo, las palabras mágicas son Meeska Mooska Mickey Mouse”. ¡Qué recuerdos! Veía esos dibujos de niño mientras merendaba. Mi madre me ponía un trapo sobre las rodillas para que no cayeran las migas al suelo. “No te muevas, Juan, que está recién barrido”. ¡Cómo me gustaban! Quiero tocar esas preciosas botas, pero los dedos no responden. Quiero repetir las palabras mágicas. Pero no hay forma de abrir la boca.
–No te acerques Silvia. Estará borracho. A saber qué tiene este señor, te puede contagiar cualquier cosa.
Sí, unas cuantas pulgas como poco. Y ya me gustaría estar borracho, pero qué va, señora. Me he pegado un trompazo de esos tontos y he caído de morros sobre esta acera. Uno que ya no tiene veinte años y se ha hecho torpón con la edad. Pero comprendo que quizás me he caído en el lugar que no toca. Sí. Debe de ser eso…
Dejando huella
Huele como a gasolina. No sé si es de los coches que pasan o el olor que despide el suelo. Una vez pisé una carretera de esas recién asfaltadas y me hizo ilusión pensar que mis huellas quedarían allí para siempre. Cuando volví a los dos días lo habían vuelto a asfaltar. ¡Joder qué trauma! Pero se me pasó enseguida.
En la oreja derecha, la que tengo pegada al suelo, retumban los pasos de la gente yendo y viniendo. La verdad es que molesta un poco porque resuena así como por dentro del cuerpo. Muy raro. Se me ocurre que el sonido es como el de los caballos de esas películas del oeste que llegan al galope y se alejan a la misma velocidad, dejando esa sensación de que te gustaría ser uno de los jinetes. Ese pensamiento me gusta y abro los ojos una vez más. ¡Seré tonto! He llegado a creer que estaban ahí. Los caballos, digo. Pero solo veo la lluvia cayendo de lado en la farola y la sombra de unas luces que se apagan.
El tiempo, cuando está así de parado, es un cabrón. Parece como si dice “oye tío qué estás mirando”. Por eso tengo el coco todo el rato dale que dale a mis cosas. Diría que llevo años pensando. Pero ya me he cansado también de eso. Debe de ser ya muy tarde. Sí. Eso seguro.
No siento nada. No escucho nada tampoco. Ni pasos, ni voces, ni bocinas. Bueno sí. Escucho el silencio. ¿Cómo voy a escuchar algo que no se oye? Menudas cosas se me ocurren… Si pudiera responder a esa pregunta a lo mejor también sabría por qué la gente mira y no ve. Pero ni puñetera idea, oye. Estoy chocheando. Sí, eso también es seguro. Necesito dormir. Tengo mucho sueño.
De pronto algo cosquillea en mi cara. Abro los ojos una última vez y ahí está ella, agitando mi azul favorito en sus increíbles alas, fardando de su guapura, la presumida.
Esta vez soy yo quien sale del vaso de cristal para perseguirla…
¡Hola, Matilde! Tremendo relato en el que muestras lo fugaz que es la vida. Eres un niño, ves dibujos animados y en un parpadeo ese pequeño te parece tan lejano que casi parece otra persona.
Pero eres tú, lo que queda de ti cuando yaces en esa acera y ya ni te preguntas cómo has llegado a ella.
Como anécdota, decirte que yo de niño también le hacía gamberradas a las hormigas en la terraza de mi abuela, las metía en cubos que luego llenaba de agua y luego iba a merendar viendo los dibujos de la tele.
Un abrazo!
Los humanos solemos manifestar cierta tendencia natural a la crueldad hasta que empiezan a domesticarnos y a decirnos que eso no está bien. Luego, de adultos, pasamos de perseguir hormigas a ningunear a nuestros semejantes como expresión máxima de una indiferencia que, en ocasiones, muestra lo peor de nosotros mismos.
Pero hablando de crueldades infantiles, yo mataba arañas de niña, porque me daban mucho asco. Y sin embargo, de adulta, en un viaje de esos exóticos, me invitaron a sentir el roce de una araña del tamaño de mi mano, bien gorda y llena de pelitos en sus patas, y su tacto me encantó. Ni repugnancia ni nada. Admiración.
Nuestra mente es increíble.
Gracias por tu comentario, David.
Un abrazo
Primero decirte que la portada me encanta y que tengo muchas ganas de acudir a la presentación de tu libro. Que suerte la mía poder saborear y sentir, todo lo que llevará dentro:”El salón de mi alma “
Por otro lado, menudo relato nos has escrito.. De mis ojos han salido unas lagrimas, al acabar de leer el relato.
No se si de pena, o de culpabilidad. Pero es
la cruda realidad:No es lo mismo Mirar que Ver.
Me cuestiono que habría hecho yo. Pues mirar seguro que sí, pero ver, eso ya no estoy tan segura.
En que momento hemos perdido esa Humanidad que nos define como personas?
Pienso y recapacito…que no es poco.
¡Cuánto me alegra saber que te ha gustado la portada de mi libro! Te iré informando. Ya está a puntito….
En cuanto al relato, sí, es duro. La verdad.
Pensar y recapacitar es muchísimo. Hay quien es capaz de ver una cosa así y que no deje un rastro de sombra en su alma. Yo también me lo he preguntado, y me sigo preguntando por qué nos deshumanizamos tanto…
Por qué somos capaces de ayudar con los ojos vendados cuando hay un terremoto o despierta un volcán…, pero somos incapaces de echar una mano a una persona tirada en el suelo delante de nuestras narices…
Nos queda mucho por «desaprender»…
Un beso