Dosis de realidad

por | Dic 24, 2020 | Ficción | 8 Comentarios

aeropuerto

Imagen de Jan Vašek en Pixabay

¡Cloc, cloc, cloc. La pantalla parpadeó en una esquizofrénica sopa de letras hasta que por fin se detuvo. Hora: 9:30; destino: Barcelona; Vuelo: IB8240; Observaciones: -. Bien, pensó Jaime. Cogió el móvil y llamó a Sandra:

—Hola. Todo en orden, estaré allí sobre las 12:30 —dijo, cuando la voz de su mujer sonó al otro lado—. ¿Vendrás a recogerme?

—Sí claro, te espero en el parking —advirtió ella—. ¿Llevas la PCR?

—Sí, la tengo en el móvil, no te preocupes. Dime que no llueve, por favor.

—No. Pero hay una humedad de narices. ¿Llevas la bufanda que te regalé?

—¿Qué? —dudó él…—. Bueno, te dejo que…

—¿Oye, que si te has puesto…?

—Sí, joder —bramó, malhumorado—. Llevo tu bufanda, y unos calzoncillos navideños de Santa Claus que son la hostia —añadió con su habitual socarronería, pensando que una pregunta tan absurda solo la podía hacer alguien que, como su mujer, estaba de vacaciones.

El avión iba bastante vacío. En otras circunstancias un 21 de diciembre hubiera supuesto un pasillo abarrotado de pasajeros trajinando con bultos a punto de explotar. Aquel lunes apenas viajaban veintitantas personas. Jaime ocupó su asiento y observó el violento aguacero que en ese momento caía sobre Heathrow. Sintió un escalofrío.

—¿Es usted español? —oyó decir a alguien. Un hombre sentado en la fila contigua le hablaba por encima de las gafas y por debajo de la mascarilla.

—Sí. Regreso a casa —respondió por educación.

—Ah. ¿Trabaja usted en Londres?

—Así es —confirmó, sin ganas de explicar que era periodista.

—Yo también. He venido por las luces ¿sabe?

—¿Cómo dice?

—Sí hombre. Las luces navideñas.

—Pero si llevan puestas más de un mes —refutó, extrañado.

—Me lo va a decir a mí. Montamos hasta un pino de 15m en noviembre. Pero ya sabe, los ingleses siempre a la contra, quieren un final de año apoteósico, ¿sabe qué nos han pedido?

—No sé, ¿la cara de Boris Johnson, tal vez? —improvisó Jaime.

—La jodida aurora boreal —se animó con el lenguaje aquel hombre—; así, con un par… Urgente, un mar de 200.000 bombillas flotantes. Algo relacionado con el Brexit… ¡Seguro! —informó.

—¿Es española su empresa? —quiso saber, más interesado.

—De Jaén. Nos llaman de todas partes. Pero allí les he dejado. Yo es que me he tenido que venir a un funeral, ¿sabe? —reveló el extraño.

—Ah, lo siento —acertó a decir, y ya no se atrevió a seguir indagando sobre las luces.

—¡Oh! No se preocupe. No era de la familia; era un —hizo una pausa— allegado…

—Ya… —musitó Jaime que empezaba a sentirse como si le estuvieran gastando una broma…

—Ya sabe, me caía bien y todo eso, pero nunca terminamos de congeniar. ¡Pobrecillo! Un infarto me han dicho, ya ve, 58 años. ¡Ahora! No me extraña, porque tenía una mala hostia del copón, se pillaba unos cabreos monumentales, aunque luego era buena gente, qué quiere que le diga. A mí una vez me prestó mil euros, que andaba yo más jodido que ni sé. Y nunca me los pidió. Tampoco es que nos viéramos mucho… ¡Pero yo se los iba a devolver eh! No se crea… Claro que ahora ya… pues nada, que me han dado tres días de permiso. Así que me voy a ver a mi chica, que escribe unas notas de pésame de lujo, con una letra preciosa…, y al tanatorio a las ocho —explicó casi sin tomar aire—. ¡Una pena…!

Jaime se revolvió en su asiento atónito ante semejante perorata.

—¿Está usted casado? —preguntó, cambiando de tercio el extraño.

—…Eh, sí…

—Yo ya le he dicho a Lorena que a mí no me pillan más. Ya sabe —repitió por tercera vez irritando a Jaime—: menos de dos años, zona de confort; más de cinco, calma total, pero ¡total! eh —enfatizó—. ¿Qué pasa entre el segundo y el quinto? Se preguntará. ¡Alto voltaje! O no es lo que uno pensaba, o está siendo más de lo que nunca imaginó. ¿Cuánto tiempo dice que lleva casado? —y se calló de golpe.

—Dos años y medio —carraspeó Jaime sin saber por qué contestaba.

—Bien…, bien —pronunció el hombre despacio aquellas palabras como si se apiadara de su interlocutor—. Yo me divorcié al quinto —anunció—. Con Lorena llevo ya once. En fin, que no quisiera deprimirlo. Voy a dormir un poco, para llegar fresco, ya sabe —volvió a decir antes de darle la espalda sin más.

Jaime miró el techo del avión y se preguntó si las luces ocultarían una cámara.

El aeropuerto de Barcelona racaneaba de actividad. Solo los chalecos amarillos que lo asaltaron tras el control de pasaportes con los trámites Covid daban vida a la terminal. Pero estaba claro que aún le quedaba alguna sorpresa. A su paso junto a la capilla un sacerdote lo interceptó:

—¿Desea usted confesión? —preguntó.

—¿Qué? No, lo siento. Soy ateo.

—Más lo siento yo —respondió el cura—, por su alma, claro. Aunque por 5€ le pongo una vela a San Pantaleón, que «ya sabe» que se compadece de todos, incluidos ateos, herejes y agnósticos.

—Pues no. No lo sé. ¿Se está cachondeando de mí? —espetó Jaime fuera de sí—, pero ¿qué cojones pasa hoy? —farfulló mientras se alejaba…

Ver la cara familiar de Sandra en el parking lo serenó. Fue como el salvoconducto hacia su propia realidad, por muy surrealista o absurda que fuera, era la suya.

—¿Ha ido bien el vuelo? —Preguntó mientras se dirigían al coche.

—Pues no sé qué decirte. Casi esperaba un comité de bienvenida cantándome aquello de inocente, inocente…

—¡Vaya, veo que te has entretenido…! —dijo, divertida.

—Más de lo que imaginas. Solo quiero llegar a casa y darme una ducha.

—¡Bien! —susurró Sandra cogiéndole de la bufanda y besándole en los labios— porque estoy deseando conocer a ese Santa Claus de alto voltaje que llevas ahí dentro —se insinuó, juguetona, y de un portazo encerró en el maletero todos los disparates del día.

 

 

 

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Imagen de Jan Vašek en Pixabay

¡Cloc, cloc, cloc. La pantalla parpadeó en una esquizofrénica sopa de letras hasta que por fin se detuvo. Hora: 9:30; destino: Barcelona; Vuelo: IB8240; Observaciones: -. Bien, pensó Jaime. Cogió el móvil y llamó a Sandra:

—Hola. Todo en orden, estaré allí sobre las 12:30 —dijo, cuando la voz de su mujer sonó al otro lado—. ¿Vendrás a recogerme?

—Sí claro, te espero en el parking —advirtió ella—. ¿Llevas la PCR?

—Sí, la tengo en el móvil, no te preocupes. Dime que no llueve, por favor.

—No. Pero hay una humedad de narices. ¿Llevas la bufanda que te regalé?

—¿Qué? —dudó él…—. Bueno, te dejo que…

—¿Oye, que si te has puesto…?

—Sí, joder —bramó, malhumorado—. Llevo tu bufanda, y unos calzoncillos navideños de Santa Claus que son la hostia —añadió con su habitual socarronería, pensando que una pregunta tan absurda solo la podía hacer alguien que, como su mujer, estaba de vacaciones.

El avión iba bastante vacío. En otras circunstancias un 21 de diciembre hubiera supuesto un pasillo abarrotado de pasajeros trajinando con bultos a punto de explotar. Aquel lunes apenas viajaban veintitantas personas. Jaime ocupó su asiento y observó el violento aguacero que en ese momento caía sobre Heathrow. Sintió un escalofrío.

—¿Es usted español? —oyó decir a alguien. Un hombre sentado en la fila contigua le hablaba por encima de las gafas y por debajo de la mascarilla.

—Sí. Regreso a casa —respondió por educación.

—Ah. ¿Trabaja usted en Londres?

—Así es —confirmó, sin ganas de explicar que era periodista.

—Yo también. He venido por las luces ¿sabe?

—¿Cómo dice?

—Sí hombre. Las luces navideñas.

—Pero si llevan puestas más de un mes —refutó, extrañado.

—Me lo va a decir a mí. Montamos hasta un pino de 15m en noviembre. Pero ya sabe, los ingleses siempre a la contra, quieren un final de año apoteósico, ¿sabe qué nos han pedido?

—No sé, ¿la cara de Boris Johnson, tal vez? —improvisó Jaime.

—La jodida aurora boreal —se animó con el lenguaje aquel hombre—; así, con un par… Urgente, un mar de 200.000 bombillas flotantes. Algo relacionado con el Brexit… ¡Seguro! —informó.

—¿Es española su empresa? —quiso saber, más interesado.

—De Jaén. Nos llaman de todas partes. Pero allí les he dejado. Yo es que me he tenido que venir a un funeral, ¿sabe? —reveló el extraño.

—Ah, lo siento —acertó a decir, y ya no se atrevió a seguir indagando sobre las luces.

—¡Oh! No se preocupe. No era de la familia; era un —hizo una pausa— allegado…

—Ya… —musitó Jaime que empezaba a sentirse como si le estuvieran gastando una broma…

—Ya sabe, me caía bien y todo eso, pero nunca terminamos de congeniar. ¡Pobrecillo! Un infarto me han dicho, ya ve, 58 años. ¡Ahora! No me extraña, porque tenía una mala hostia del copón, se pillaba unos cabreos monumentales, aunque luego era buena gente, qué quiere que le diga. A mí una vez me prestó mil euros, que andaba yo más jodido que ni sé. Y nunca me los pidió. Tampoco es que nos viéramos mucho… ¡Pero yo se los iba a devolver eh! No se crea… Claro que ahora ya… pues nada, que me han dado tres días de permiso. Así que me voy a ver a mi chica, que escribe unas notas de pésame de lujo, con una letra preciosa…, y al tanatorio a las ocho —explicó casi sin tomar aire—. ¡Una pena…!

Jaime se revolvió en su asiento atónito ante semejante perorata.

—¿Está usted casado? —preguntó, cambiando de tercio el extraño.

—…Eh, sí…

—Yo ya le he dicho a Lorena que a mí no me pillan más. Ya sabe —repitió por tercera vez irritando a Jaime—: menos de dos años, zona de confort; más de cinco, calma total, pero ¡total! eh —enfatizó—. ¿Qué pasa entre el segundo y el quinto? Se preguntará. ¡Alto voltaje! O no es lo que uno pensaba, o está siendo más de lo que nunca imaginó. ¿Cuánto tiempo dice que lleva casado? —y se calló de golpe.

—Dos años y medio —carraspeó Jaime sin saber por qué contestaba.

—Bien…, bien —pronunció el hombre despacio aquellas palabras como si se apiadara de su interlocutor—. Yo me divorcié al quinto —anunció—. Con Lorena llevo ya once. En fin, que no quisiera deprimirlo. Voy a dormir un poco, para llegar fresco, ya sabe —volvió a decir antes de darle la espalda sin más.

Jaime miró el techo del avión y se preguntó si las luces ocultarían una cámara.

El aeropuerto de Barcelona racaneaba de actividad. Solo los chalecos amarillos que lo asaltaron tras el control de pasaportes con los trámites Covid daban vida a la terminal. Pero estaba claro que aún le quedaba alguna sorpresa. A su paso junto a la capilla un sacerdote lo interceptó:

—¿Desea usted confesión? —preguntó.

—¿Qué? No, lo siento. Soy ateo.

—Más lo siento yo —respondió el cura—, por su alma, claro. Aunque por 5€ le pongo una vela a San Pantaleón, que «ya sabe» que se compadece de todos, incluidos ateos, herejes y agnósticos.

—Pues no. No lo sé. ¿Se está cachondeando de mí? —espetó Jaime fuera de sí—, pero ¿qué cojones pasa hoy? —farfulló mientras se alejaba…

Ver la cara familiar de Sandra en el parking lo serenó. Fue como el salvoconducto hacia su propia realidad, por muy surrealista o absurda que fuera, era la suya.

—¿Ha ido bien el vuelo? —Preguntó mientras se dirigían al coche.

—Pues no sé qué decirte. Casi esperaba un comité de bienvenida cantándome aquello de inocente, inocente…

—¡Vaya, veo que te has entretenido…! —dijo, divertida.

—Más de lo que imaginas. Solo quiero llegar a casa y darme una ducha.

—¡Bien! —susurró Sandra cogiéndole de la bufanda y besándole en los labios— porque estoy deseando conocer a ese Santa Claus de alto voltaje que llevas ahí dentro —se insinuó, juguetona, y de un portazo encerró en el maletero todos los disparates del día.

 

 

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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