La avenida del moral

por | Oct 18, 2020 | Ficción | 0 Comentarios

Morera

No fallaba. Siempre que probaba esas moras volvía instantáneamente a los 15 años. A ese mismo árbol que entonces asomaba por el  muro del Cesáreo con una portentosa ofrenda de tentaciones imposible de ignorar. Él y su hermano escogían la hora de la siesta para robar el fruto dichoso. Sabían que Cesáreo no perdonaba la cabezadita de rigor tras los suculentos pucheros de su Herminia. Sin embargo no tenían modo de prever la duración de la siesta, pues variaba en función de la condimentación del cocido, así que en ocasiones eran sorprendidos en pleno atracón.

Trepaban al moral con esa soberbia adolescente ajena a todo peligro y se daban un festín hasta la indigestión. O hasta que Cesáreo llegaba escopeta en mano haciendo una ostensible teatralización del alcance de su enfado. Entonces ellos saltaban la tapia como gatos salvajes, dejando en su huida un rastro violeta que, como las miguitas de pan de Hansel y Gretel, servían al incauto hombre para seguirles la pista. Lo que no sabía el buen Cesáreo es que los hermanos, día sí, día también, se ocultaban en el hueco de la acequia que había quinientos metros más allá, solo por el gusto de verlo pasar arrastrando esas carnes que con tanto esmero lustraba la señora Herminia.  Justo en ese punto, cuando el camino amenazaba abandonar su llano asiento para iniciar el ascenso que culminaba en la ermita, Cesáreo detenía la persecución. Derrotado y sin resuello, doblaba el esquinazo y sujetaba sus rodillas boqueando mientras su corazón se lamía las heridas de una nueva humillación.

Ellos esperaban el momento que venía a continuación como si fuera la merecida traca final de su hazaña. Cuando el oxígeno atemperaba el pulso del hombre, que no su crispación, erguía de nuevo la espalda, apuntaba con la carabina al cielo y pegaba dos perdigonazos, ¡pam, pam! Como si de esa forma reventara su frustración y pintara con ella unas nubes que antes no existían.  Luego tomaba el camino de regreso no sin antes gritar al aire:

—¡Malditos hijos del diablo, el día que os pille os voy a pelar los huevos a martillazos!

Apenas veían a su perseguidor desaparecer en el horizonte, los hermanos liberaban la carcajada que ya les hacía daño en el esternón, salía desbocada poniendo banda sonora a aquel paisaje que el trigo encendía con una luz indescriptiblemente dorada. Así se enhebró el recuerdo a la retina de los muchachos: con la voz de Cesáreo tronando entre el estridular de las cigarras, con los chorretones delatores en sus bocas, en las manos, en la ropa; con el sabor agridulce cosido a la garganta mientras el viento les revolvía el flequillo y desde la iglesia las campanas festejaban la proeza. Ese tipo de recuerdo que se hace más entrañable cuanto más tiempo pasa, hasta convertirse en una de las típicas batallitas que se cuenta a los nietos.

Alberto aún no tenía nietos, pero su gesta como ladrón de moras había sido recurso manido en noches de amistades e historias.  Cada vez que su mente rescataba la anécdota saboreaba ese tipo de felicidad inocente exclusiva de edades tempranas.

Cogió un puñado de moras del árbol de Cesáreo tras comprobar, satisfecho, su grado de madurez, y las metió en un bol que había llevado a tal efecto. Levantó la vista y se sintió privilegiado de pertenecer a ese lugar al que había decidido regresar hacía un año dejando atrás un matrimonio fallido, dos hijos ya universitarios que no lo necesitaban y un trabajo en el ambulatorio que empezaba a desquiciarle.

El sendero por donde, 35 años atrás, escapaban a la carrera, ahora era una orgullosa calle empedrada equipada con rústicos bancos de madera y unas farolas que alegraban los paseos nocturnos de los vecinos. La sombra del moral arañaba los adoquines y se escapaba por buena parte de aquel recorrido perfumado con el festival rojinegro que vociferaba desde su frondoso y exuberante corazón. Ahora no existía tapia ni muro que lo protegiera de manos furtivas, todas las manos eras bienvenidas.

Un día amaneció la morera al descubierto, le había contado su hermano que, más listo que él, nunca marchó del pueblo, pero eso fue antes de que se pusiera guapa la calle. No parecía tan grande ni tan majestuosa tras el muro oye, pero ya ves, le explicó, según Cesáreo el moral era demasiado generoso para una sola familia.

Con el bol en una mano y el maletín en la otra se disponía a llamar con el codo cuando la señora Herminia le abrió la puerta.

—Doctor, no es necesario que haga eso cada vez que viene —dijo señalando las moras que formaban parte de la visita del médico desde la explosión veraniega del árbol.

—No puedo renunciar a ver cómo disfruta, señora Herminia. Y llámeme Alberto, por favor —respondió él visiblemente contento—. ¿Cómo se encuentra hoy?

—¡Bien! Me ha preguntado si quiero casarme con él. Todavía no sé si cree que tiene 20 años o es que quiere que nos casemos otra vez.

—En cualquiera de los dos casos es una buena noticia ¿no? —rio divertido.

Sentado junto a la ventana, Cesáreo dibujó un gesto de satisfacción cuando le vio entrar con el bol de moras. Alberto se lo colocó en las manos y le dejó hacer. Solía visitarle una vez por semana sin que hasta la fecha hubiera dado muestras de reconocerlo.

El anciano comía tranquilo con la vista clavada en la calle, tal vez en la placa que desde lo alto de la fachada de enfrente gritaba con pomposas letras góticas “Avenida del Moral”. Entonces, cuando Alberto se disponía a abrir su maletín para examinarlo, Cesáreo lo miró con aquellas profundas arrugas sonriendo en sus ojos y le dijo:

—Todavía aguarda el martillo ahí dentro para vosotros. ¡Rufianes!

 

Morera

No fallaba. Siempre que probaba esas moras volvía instantáneamente a los 15 años. A ese mismo árbol que entonces asomaba por el  muro del Cesáreo con una portentosa ofrenda de tentaciones imposible de ignorar. Él y su hermano escogían la hora de la siesta para robar el fruto dichoso. Sabían que Cesáreo no perdonaba la cabezadita de rigor tras los suculentos pucheros de su Herminia. Sin embargo no tenían modo de prever la duración de la siesta, pues variaba en función de la condimentación del cocido, así que en ocasiones eran sorprendidos en pleno atracón.

Trepaban al moral con esa soberbia adolescente ajena a todo peligro y se daban un festín hasta la indigestión. O hasta que Cesáreo llegaba escopeta en mano haciendo una ostensible teatralización del alcance de su enfado. Entonces ellos saltaban la tapia como gatos salvajes, dejando en su huida un rastro violeta que, como las miguitas de pan de Hansel y Gretel, servían al incauto hombre para seguirles la pista. Lo que no sabía el buen Cesáreo es que los hermanos, día sí, día también, se ocultaban en el hueco de la acequia que había quinientos metros más allá, solo por el gusto de verlo pasar arrastrando esas carnes que con tanto esmero lustraba la señora Herminia.  Justo en ese punto, cuando el camino amenazaba abandonar su llano asiento para iniciar el ascenso que culminaba en la ermita, Cesáreo detenía la persecución. Derrotado y sin resuello, doblaba el esquinazo y sujetaba sus rodillas boqueando mientras su corazón se lamía las heridas de una nueva humillación.

Ellos esperaban el momento que venía a continuación como si fuera la merecida traca final de su hazaña. Cuando el oxígeno atemperaba el pulso del hombre, que no su crispación, erguía de nuevo la espalda, apuntaba con la carabina al cielo y pegaba dos perdigonazos, ¡pam, pam! Como si de esa forma reventara su frustración y pintara con ella unas nubes que antes no existían.  Luego tomaba el camino de regreso no sin antes gritar al aire:

—¡Malditos hijos del diablo, el día que os pille os voy a pelar los huevos a martillazos!

Apenas veían a su perseguidor desaparecer en el horizonte, los hermanos liberaban la carcajada que ya les hacía daño en el esternón, salía desbocada poniendo banda sonora a aquel paisaje que el trigo encendía con una luz indescriptiblemente dorada. Así se enhebró el recuerdo a la retina de los muchachos: con la voz de Cesáreo tronando entre el estridular de las cigarras, con los chorretones delatores en sus bocas, en las manos, en la ropa; con el sabor agridulce cosido a la garganta mientras el viento les revolvía el flequillo y desde la iglesia las campanas festejaban la proeza. Ese tipo de recuerdo que se hace más entrañable cuanto más tiempo pasa, hasta convertirse en una de las típicas batallitas que se cuenta a los nietos.

Alberto aún no tenía nietos, pero su gesta como ladrón de moras había sido recurso manido en noches de amistades e historias.  Cada vez que su mente rescataba la anécdota saboreaba ese tipo de felicidad inocente exclusiva de edades tempranas.

Cogió un puñado de moras del árbol de Cesáreo tras comprobar, satisfecho, su grado de madurez, y las metió en un bol que había llevado a tal efecto. Levantó la vista y se sintió privilegiado de pertenecer a ese lugar al que había decidido regresar hacía un año dejando atrás un matrimonio fallido, dos hijos ya universitarios que no lo necesitaban y un trabajo en el ambulatorio que empezaba a desquiciarle.

El sendero por donde, 35 años atrás, escapaban a la carrera, ahora era una orgullosa calle empedrada equipada con rústicos bancos de madera y unas farolas que alegraban los paseos nocturnos de los vecinos. La sombra del moral arañaba los adoquines y se escapaba por buena parte de aquel recorrido perfumado con el festival rojinegro que vociferaba desde su frondoso y exuberante corazón. Ahora no existía tapia ni muro que lo protegiera de manos furtivas, todas las manos eras bienvenidas.

Un día amaneció la morera al descubierto, le había contado su hermano que, más listo que él, nunca marchó del pueblo, pero eso fue antes de que se pusiera guapa la calle. No parecía tan grande ni tan majestuosa tras el muro oye, pero ya ves, le explicó, según Cesáreo el moral era demasiado generoso para una sola familia.

Con el bol en una mano y el maletín en la otra se disponía a llamar con el codo cuando la señora Herminia le abrió la puerta.

—Doctor, no es necesario que haga eso cada vez que viene —dijo señalando las moras que formaban parte de la visita del médico desde la explosión veraniega del árbol.

—No puedo renunciar a ver cómo disfruta, señora Herminia. Y llámeme Alberto, por favor —respondió él visiblemente contento—. ¿Cómo se encuentra hoy?

—¡Bien! Me ha preguntado si quiero casarme con él. Todavía no sé si cree que tiene 20 años o es que quiere que nos casemos otra vez.

—En cualquiera de los dos casos es una buena noticia ¿no? —rio divertido.

Sentado junto a la ventana, Cesáreo dibujó un gesto de satisfacción cuando le vio entrar con el bol de moras. Alberto se lo colocó en las manos y le dejó hacer. Solía visitarle una vez por semana sin que hasta la fecha hubiera dado muestras de reconocerlo.

El anciano comía tranquilo con la vista clavada en la calle, tal vez en la placa que desde lo alto de la fachada de enfrente gritaba con pomposas letras góticas “Avenida del Moral”. Entonces, cuando Alberto se disponía a abrir su maletín para examinarlo, Cesáreo lo miró con aquellas profundas arrugas sonriendo en sus ojos y le dijo:

—Todavía aguarda el martillo ahí dentro para vosotros. ¡Rufianes!

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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