La mala noche de Simona

por | Feb 10, 2022 | Ficción | 8 Comentarios

perros

Imagen Pixabay

–¡Guau! –ladra el pequeño bulldog enseñando los dientes.

–¡Guau, guau y retequeguau! –contesta el chihuahua con el rabo muy tieso.

–¡Gruggggg! –refuta el primero, que debe ser algo así como ¡ni de coña!, pero con voz de solista constipado.

–¡Gruggg, y requetegruggggg! –responde el segundo alargando el gruggg, que deduzco significa: “Y tú más, pero ¡qué te has creído!” La verdad es que de perros entiendo poco, así que es una interpretación libre.

A todo esto, dueño A y dueño B, respectivamente, se están tomando una cerveza en la terraza del bar, en la mesa de al lado, ofuscados en si la mano de Piqué fue mano, o fue el codo del tenista pegando un raquetazo. Sus mascotas tirando de sendas correas, encabritados, levantando en cada empellón el pescuezo con los ojos fuera de sus órbitas, como gremlins a punto de la conversión.

–¡Wow, qué miedo! –me burlo por lo bajini con mi pareja, que ya va por el quinto suspiro de “estoy hasta los mismísimos de tanto ruido…”

Oigo unos ladridos aún más estridentes y guturales. Me giro y veo un perro con cara de león de tómbola.

–¡Qué pasa, Simona! –dice dueño A, y acaricia los bigotes de ese sabueso de película fantástica. Y Simona, naturalmente, se vuelve loca de contento y lo expresa con una exhibición de su amplio registro vocal que, a esos decibelios, y con sus colegas haciendo el coro, suena a la música de “Psicosis” versión canina.

–Pomerania –dice mi pareja.

–¿Qué?

–Raza pomerania –repite acercándose para que le oiga y mostrándome la foto en el móvil–. Aquí pone que del Titanic solo se salvaron tres perros y dos eran de esta raza. Son muy inteligentes… y reivindicativos –apunta con retintín y pide la cuenta.

–No me la toques mucho –dice la dueña del sujeto, sentándose junto a ellos–. Se ha pasado toda la noche vomitando. ¡No he pegado ojo! –se lamenta.

–¡¿Has tenido una noche de perros, eh?! –se carcajea dueño B, y se parten de la risa los tres.

–Ya le he dicho que no volverá a comer ositos de gominola –responde dueña C muy seria–, al menos durante una semana. ¡Y ya veremos qué hago con las galletas de chocolate!

Simona se pone como un energúmeno, lo cual queda muy raro con un lazo en la oreja. Pero ha sido oír eso y darle un bajonazo de azúcar del quince, o del dieciséis, por lo menos. Lo manifiesta con ladridos agudos y en forma de metralleta que salen de su boca-torpedo como disparados por el tanque de Madelman. ¡Está claro que tiene el mono!

Chihuahua y bulldog le llevan la contraria. Le dicen que no grite que no es mono, sino rabia. Ellos le ladran con gruñidos afónicos y alzando las patas delanteras. Pero Pomerania no está para gaitas, ha pasado mala noche y tiene acidez. Enseña los dientes, se burla y les dice que ellos sí que parecen monos, de feria. ¡Refunfuña! 

Así que los tres (perros, porque los dueños hace rato que se olvidaron de ellos) se enzarzan en una discusión conjugando el verbo cascarrabias, solo posible en idioma perruno. La representación no tiene desperdicio, la profusión vocal es de una sonoridad extraordinaria. Un espectáculo de incalculable valor auditivo para todos los presentes, que mantenemos un digno y resignado silencio. Nadie osa interrumpir semejante opereta.

Dueño A, dueño B y dueña C, sin embargo, acostumbrados al arte de sus artistas falderos, se mantienen absortos en sus elucubraciones, que ahora han pasado al tongo de Eurovisión.

Ambar hace ¡ufffff! a mis pies.

Entonces los tres tenores se fijan en mi perra. Un pastor alemán de tres años con la paciencia a prueba de bombas atómicas. Me temo que quieren que sea su soprano porque enfocan su atención hacia ella e inician una ofensiva de ladridos desenfrenados.

–¿La quieren intimidar? –le pregunto extrañada a mi pareja, dueño verdadero de la perra.

–Están aburridos –responde él–. ¡Es su forma de entretenerse!

Ambar, que estaba tan tranquila con sus cosas, preguntándose cuándo sería nuestra próxima escapada a buscar setas, no hace mucho caso. Más que nada porque no tiene oído. Canta poco. Para recibirnos cuando llegamos a casa y poco más; así que mira para otro lado como si la cosa no fuera con ella.

–¡Guau, guau, guau! –gruñen ellos alterados, que yo traduzco como “¿quién te has creído que eres?”, ofendidos por el ninguneo.

Entonces, Ambar, con su habitual parsimonia, sale de debajo de la mesa. Su espléndido pelaje castaño brillando sobre los pliegues de su musculatura; sus patas firmes en el suelo, midiendo la soberbia de aquellas criaturas infelices. Gira la cabeza hacia donde estamos nosotros, mantiene su flemática compostura, y veo perfectamente la pregunta en sus ojos y la impaciencia en la lengua que sobresale del morro: ¿Nos vamos o qué?, dice.

El festival de aullidos, lejos de detenerse, hace un redoble de intenciones a un volumen ensordecedoramente insoportable. Insufrible del todo.

Cuando ya estamos de pie, listos para marcharnos, Ambar se estira, mira hacia el palco inferior donde están sus admiradores, abre las patas en actitud de pocos amigos y emite un único, pero contundente y poderoso ¡Guau! que silencia el concierto esperpéntico.

Chihuahua, bulldog y Simona cierran la boca. ¡Por fin, Dios Santo! Sus dueños, entretenidos en averiguar de dónde provienen las chufas, también callan. Los tres pares de ojos fijos en nosotros como si fuéramos extraterrestres, hasta que uno de ellos dice:

–¡Oiga, vigile a su perro. A ver si les va a morder! –ladra el dueño B en un tono de esos de “malas pulgas”. Yo hago intención de irme, pero la correa de Ambar me detiene, porque su amo se ha quedado clavado, para decir:

–¡Descuide! Mi perra no muerde. En realidad, soy yo quien tiene la manía de ir poniendo bozales a dueños que no saben tener perros.

Nos vamos de allí escuchando los insultos de los tres perros, pero miramos a Ambar, tan estirada, tan bonita y orgullosa, que hacemos lo que ella: levantar la cabeza y alejarnos en silencio.

 

 

perros

Imagen Pixabay

–¡Guau! –ladra el pequeño bulldog enseñando los dientes.

–¡Guau, guau y retequeguau! –contesta el chihuahua con el rabo muy tieso.

–¡Gruggggg! –refuta el primero, que debe ser algo así como ¡ni de coña!, pero con voz de solista constipado.

–¡Gruggg, y requetegruggggg! –responde el segundo alargando el gruggg, que deduzco significa: “Y tú más, pero ¡qué te has creído!” La verdad es que de perros entiendo poco, así que es una interpretación libre.

A todo esto, dueño A y dueño B, respectivamente, se están tomando una cerveza en la terraza del bar, en la mesa de al lado, ofuscados en si la mano de Piqué fue mano, o fue el codo del tenista pegando un raquetazo. Sus mascotas tirando de sendas correas, encabritados, levantando en cada empellón el pescuezo con los ojos fuera de sus órbitas, como gremlins a punto de la conversión.

–¡Wow, qué miedo! –me burlo por lo bajini con mi pareja, que ya va por el quinto suspiro de “estoy hasta los mismísimos de tanto ruido…”

Oigo unos ladridos aún más estridentes y guturales. Me giro y veo un perro con cara de león de tómbola.

–¡Qué pasa, Simona! –dice dueño A, y acaricia los bigotes de ese sabueso de película fantástica. Y Simona, naturalmente, se vuelve loca de contento y lo expresa con una exhibición de su amplio registro vocal que, a esos decibelios, y con sus colegas haciendo el coro, suena a la música de “Psicosis” versión canina.

–Pomerania –dice mi pareja.

–¿Qué?

–Raza pomerania –repite acercándose para que le oiga y mostrándome la foto en el móvil–. Aquí pone que del Titanic solo se salvaron tres perros y dos eran de esta raza. Son muy inteligentes… y reivindicativos –apunta con retintín y pide la cuenta.

–No me la toques mucho –dice la dueña del sujeto, sentándose junto a ellos–. Se ha pasado toda la noche vomitando. ¡No he pegado ojo! –se lamenta.

–¡¿Has tenido una noche de perros, eh?! –se carcajea dueño B, y se parten de la risa los tres.

–Ya le he dicho que no volverá a comer ositos de gominola –responde dueña C muy seria–, al menos durante una semana. ¡Y ya veremos qué hago con las galletas de chocolate!

Simona se pone como un energúmeno, lo cual queda muy raro con un lazo en la oreja. Pero ha sido oír eso y darle un bajonazo de azúcar del quince, o del dieciséis, por lo menos. Lo manifiesta con ladridos agudos y en forma de metralleta que salen de su boca-torpedo como disparados por el tanque de Madelman. ¡Está claro que tiene el mono!

Chihuahua y bulldog le llevan la contraria. Le dicen que no grite que no es mono, sino rabia. Ellos le ladran con gruñidos afónicos y alzando las patas delanteras. Pero Pomerania no está para gaitas, ha pasado mala noche y tiene acidez. Enseña los dientes, se burla y les dice que ellos sí que parecen monos, de feria. ¡Refunfuña! 

Así que los tres (perros, porque los dueños hace rato que se olvidaron de ellos) se enzarzan en una discusión conjugando el verbo cascarrabias, solo posible en idioma perruno. La representación no tiene desperdicio, la profusión vocal es de una sonoridad extraordinaria. Un espectáculo de incalculable valor auditivo para todos los presentes, que mantenemos un digno y resignado silencio. Nadie osa interrumpir semejante opereta.

Dueño A, dueño B y dueña C, sin embargo, acostumbrados al arte de sus artistas falderos, se mantienen absortos en sus elucubraciones, que ahora han pasado al tongo de Eurovisión.

Ambar hace ¡ufffff! a mis pies.

Entonces los tres tenores se fijan en mi perra. Un pastor alemán de tres años con la paciencia a prueba de bombas atómicas. Me temo que quieren que sea su soprano porque enfocan su atención hacia ella e inician una ofensiva de ladridos desenfrenados.

–¿La quieren intimidar? –le pregunto extrañada a mi pareja, dueño verdadero de la perra.

–Están aburridos –responde él–. ¡Es su forma de entretenerse!

Ambar, que estaba tan tranquila con sus cosas, preguntándose cuándo sería nuestra próxima escapada a buscar setas, no hace mucho caso. Más que nada porque no tiene oído. Canta poco. Para recibirnos cuando llegamos a casa y poco más; así que mira para otro lado como si la cosa no fuera con ella.

–¡Guau, guau, guau! –gruñen ellos alterados, que yo traduzco como “¿quién te has creído que eres?”, ofendidos por el ninguneo.

Entonces, Ambar, con su habitual parsimonia, sale de debajo de la mesa. Su espléndido pelaje castaño brillando sobre los pliegues de su musculatura; sus patas firmes en el suelo, midiendo la soberbia de aquellas criaturas infelices. Gira la cabeza hacia donde estamos nosotros, mantiene su flemática compostura, y veo perfectamente la pregunta en sus ojos y la impaciencia en la lengua que sobresale del morro: ¿Nos vamos o qué?, dice.

El festival de aullidos, lejos de detenerse, hace un redoble de intenciones a un volumen ensordecedoramente insoportable. Insufrible del todo.

Cuando ya estamos de pie, listos para marcharnos, Ambar se estira, mira hacia el palco inferior donde están sus admiradores, abre las patas en actitud de pocos amigos y emite un único, pero contundente y poderoso ¡Guau! que silencia el concierto esperpéntico.

Chihuahua, bulldog y Simona cierran la boca. ¡Por fin, Dios Santo! Sus dueños, entretenidos en averiguar de dónde provienen las chufas, también callan. Los tres pares de ojos fijos en nosotros como si fuéramos extraterrestres, hasta que uno de ellos dice:

–¡Oiga, vigile a su perro. A ver si les va a morder! –ladra el dueño B en un tono de esos de “malas pulgas”. Yo hago intención de irme, pero la correa de Ambar me detiene, porque su amo se ha quedado clavado, para decir:

–¡Descuide! Mi perra no muerde. En realidad, soy yo quien tiene la manía de ir poniendo bozales a dueños que no saben tener perros.

Nos vamos de allí escuchando los insultos de los tres perros, pero miramos a Ambar, tan estirada, tan bonita y orgullosa, que hacemos lo que ella: levantar la cabeza y alejarnos en silencio.

 

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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