Las ataduras del tiempo

por | Mar 9, 2023 | Ficción | 8 Comentarios

Ataduras del tiempo

¿Por qué sigo escuchando tu nombre? —pensó, negándose a abrir los ojos.

Víctor despertó una mañana más con la sensación de tener el tiempo enroscado en las entrañas. Los días se pisoteaban unos a otros arrojando, en su letanía de horas, el sabor de la decadencia. Permaneció tumbado, sin moverse, en la penumbra de sus pensamientos.

Amalia fustigaba su conciencia. Despojado de toda voluntad, caía en la emboscada de su recuerdo una y otra vez. Una y otra vez. Ella dominaba sus impulsos, ella cauterizaba heridas para abrirlas de nuevo. Ella sostenía vigoroso su dolor y su silencio. Ella. Siempre ella.

Algunas veces, muy pocas, le dejaba asomarse a aquellos momentos sobre los que ondeaba una bandera blanca en memoria de una época sin dobleces. Allí acomodaba Víctor su desdicha, en la paz de un territorio que una vez fue suyo, pero cuyo derecho de admisión manejaba ella. Recordaba el día de la inmobiliaria, cuando aquel comercial con su pajarita tiesa y su bigote estrafalario, les provocó un contagioso ataque de risa de tanto “sí señores, no señores” que pronunciaba con su voz meliflua.

O el fin de semana en Roses. Sí. En Roses fuimos muy felices, solía pensar Víctor. Le había enseñado a limpiar y abrir erizos de mar y luego se los habían comido gratinados al cava. Las manos de Amalia revoloteaban en el aire dejando un rastro de sublime sensualidad. Aquel apartamento idílico, incrustado en una estrecha callejuela que desembocaba en el mar, todavía debía guardar entre sus paredes la promesa de un futuro pletórico.

Allí le pidió que se casara con él. Y Amalia le dijo que sí, porque estaba enamorada de él, de su sonrisa ligera y su voz de humo, de sus modales taciturnos y su forma de mirarla, obsesivamente, como si fuera a desvanecerse. Aquella Amalia ingenua, con su vestido rojo y sus sandalias planas para no ganarle en altura, besándolo con ternura después de un tímido “sí”, era el recuerdo favorito de Víctor. Pero anclarse a esos instantes era casi imposible ante el parpadeo implacable de Amalia. Ella lo miraba desafiante. Inquisitiva. Víctor podía verse en sus ojos desgarrados, incrédulos, serenos y, al fin, vacíos. Y su voz. Escuchaba la voz de Amalia como el eco roto de un pajarillo trepando por el hastío de aquellas paredes sin dueño. A todas horas. Incluso su olor era perceptible en esos amaneceres ruinosos. Un olor denso y penetrante que le volvía loco.

Hogar

Un poco de pintura y muebles de segunda mano dieron al piso de reciente hipoteca un aspecto francamente habitable. Durante varios meses Amalia finalizaba su jornada laboral como cajera de supermercado con un hervidero de ideas en su cabeza para convertir aquel vetusto espacio de 65m2 en un hogar.

Se encaprichó de las libélulas que salpicaban de color aquella tela de algodón inmaculado, y decidió que eran perfectas para las cortinas de su habitación. El baño fue lo único que acordaron reformar, el presupuesto no daba para más. Amalia escogió unos azulejos en gris con decoraciones cerámicas que agrandaban el espacio, y lo equipó con accesorios de color naranja no muy del gusto de Víctor, pero allí se quedaron. Dio un repaso a fondo en la cocina, desembaló la vajilla que les regaló su madre y, provisionalmente, quedaron satisfechos. El sueldo de profesor de autoescuela de Víctor y el de Amalia, algo más escaso, no permitían grandes dispendios, así que reservaron la reforma de la otra habitación para más adelante. Ninguno de los dos lo dijo en voz alta, pero ambos la visualizaban llena de ese verano que solo los niños regalan con su presencia.

Y en este entorno construido sobre un amor todavía intacto tuvieron la convicción de que la felicidad sería fácil. Como ascender a una cumbre cuyas vistas auguraban una panorámica exclusiva para ellos. Víctor no sabía exactamente cuándo dejó de mirar a la cima donde reposaban sus sueños.

La noche del siete de abril de 2018 Víctor pegó por primera vez a Amalia tras dos años y medio de matrimonio. Cuatro días antes les habían confirmado la baja producción de sus espermatozoides después de meses buscando el embarazo. No fue la causa. Fue la excusa. La coartada tras la que escondió su cobardía para pedirle perdón por la mañana, y bajo la que ella se escudó para justificarlo.

La convivencia se vació de certezas y se llenó de gestos turbios y palabras hostiles. Aquella voz de humo de la que ella se había enamorado se convirtió en arma arrojadiza, en licencia para el insulto. Para la denigración. Ya no había armonía en su tono, ni entrega, ni persuasión, ni negociación ni convencimiento. Sus argumentos eran argucias para fundamentar un desprecio cada vez más enajenado y violento. Se convirtió en un artista de la amenaza, un adalid de lo siniestro.

Las ilusiones de Amalia quedaron a la deriva. Su futuro se desdibujó. Empezó a sentirse como ese espectador que tras la función se queda solo en la sala de butacas mientras van apagándose las luces. Sabía que el telón caería en cualquier momento, pero por alguna razón, no podía moverse del sitio, y en el anonimato de las sombras le resultaba imposible apartar la mirada del escenario.

A la cuarta paliza dejó de justificarlo.

Enfundó su piel amoratada en una voluntad bizarra que de inmediato sintió que le quedaba grande, vergüenza y culpa a partes iguales la invitaban a soslayar la violencia del marido. Pero silenció su recelo con la determinación que le devolvió su imagen en el espejo, y una tarde de septiembre, abochornada y destruida, lo denunció. No cabían más excusas. No había sitio para más palizas. Se abría una oportunidad para ella.

Víctor apareció en mitad de la nada, a pleno sol, en medio de la calle. La acuchilló. Una, dos, tres veces… Ella sostuvo el último aliento sin dejar de mirarle, se preguntó dónde estaba el hombre taciturno que una vez la llenó de amor y esperanza. Lo encontró en el fondo de sus ojos, encadenado a las ruinas de un miedo miserable, y lo perdonó, porque podía ver aquella autodestrucción. Pensó que ya tenía bastante.

Víctor se incorporó sobre su cama sacudiendo esa opresión que resecaba su garganta. La veía en los trazos de los grafitis de las paredes; en el tránsito de las nubes, en el señalamiento de quienes en silencio lo increpaban. La sentía allí. Ahora. Siempre. En todas partes.

La puerta de la celda se abrió. Dos funcionarios entraron para el rutinario recuento de los internos y la inercia irrumpió de golpe en aquel lunes sin cielo. Víctor abrió los ojos y se sometió a la rutina de aquella jornada, la 246, de los 9131 días que dictó la sentencia. Como cada mañana, se preguntó si las cadenas con las que Amalia lo tenía prisionero dejarían alguna vez de atosigarle.

 

 

 

Ataduras del tiempo

¿Por qué sigo escuchando tu nombre? —pensó, negándose a abrir los ojos.

Víctor despertó una mañana más con la sensación de tener el tiempo enroscado en las entrañas. Los días se pisoteaban unos a otros arrojando, en su letanía de horas, el sabor de la decadencia. Permaneció tumbado, sin moverse, en la penumbra de sus pensamientos.

Amalia fustigaba su conciencia. Despojado de toda voluntad, caía en la emboscada de su recuerdo una y otra vez. Una y otra vez. Ella dominaba sus impulsos, ella cauterizaba heridas para abrirlas de nuevo. Ella sostenía vigoroso su dolor y su silencio. Ella. Siempre ella.

Algunas veces, muy pocas, le dejaba asomarse a aquellos momentos sobre los que ondeaba una bandera blanca en memoria de una época sin dobleces. Allí acomodaba Víctor su desdicha, en la paz de un territorio que una vez fue suyo, pero cuyo derecho de admisión manejaba ella. Recordaba el día de la inmobiliaria, cuando aquel comercial con su pajarita tiesa y su bigote estrafalario, les provocó un contagioso ataque de risa de tanto “sí señores, no señores” que pronunciaba con su voz meliflua.

O el fin de semana en Roses. Sí. En Roses fuimos muy felices, solía pensar Víctor. Le había enseñado a limpiar y abrir erizos de mar y luego se los habían comido gratinados al cava. Las manos de Amalia revoloteaban en el aire dejando un rastro de sublime sensualidad. Aquel apartamento idílico, incrustado en una estrecha callejuela que desembocaba en el mar, todavía debía guardar entre sus paredes la promesa de un futuro pletórico.

Allí le pidió que se casara con él. Y Amalia le dijo que sí, porque estaba enamorada de él, de su sonrisa ligera y su voz de humo, de sus modales taciturnos y su forma de mirarla, obsesivamente, como si fuera a desvanecerse. Aquella Amalia ingenua, con su vestido rojo y sus sandalias planas para no ganarle en altura, besándolo con ternura después de un tímido “sí”, era el recuerdo favorito de Víctor. Pero anclarse a esos instantes era casi imposible ante el parpadeo implacable de Amalia. Ella lo miraba desafiante. Inquisitiva. Víctor podía verse en sus ojos desgarrados, incrédulos, serenos y, al fin, vacíos. Y su voz. Escuchaba la voz de Amalia como el eco roto de un pajarillo trepando por el hastío de aquellas paredes sin dueño. A todas horas. Incluso su olor era perceptible en esos amaneceres ruinosos. Un olor denso y penetrante que le volvía loco.

Hogar

Un poco de pintura y muebles de segunda mano dieron al piso de reciente hipoteca un aspecto francamente habitable. Durante varios meses Amalia finalizaba su jornada laboral como cajera de supermercado con un hervidero de ideas en su cabeza para convertir aquel vetusto espacio de 65m2 en un hogar.

Se encaprichó de las libélulas que salpicaban de color aquella tela de algodón inmaculado, y decidió que eran perfectas para las cortinas de su habitación. El baño fue lo único que acordaron reformar, el presupuesto no daba para más. Amalia escogió unos azulejos en gris con decoraciones cerámicas que agrandaban el espacio, y lo equipó con accesorios de color naranja no muy del gusto de Víctor, pero allí se quedaron. Dio un repaso a fondo en la cocina, desembaló la vajilla que les regaló su madre y, provisionalmente, quedaron satisfechos. El sueldo de profesor de autoescuela de Víctor y el de Amalia, algo más escaso, no permitían grandes dispendios, así que reservaron la reforma de la otra habitación para más adelante. Ninguno de los dos lo dijo en voz alta, pero ambos la visualizaban llena de ese verano que solo los niños regalan con su presencia.

Y en este entorno construido sobre un amor todavía intacto tuvieron la convicción de que la felicidad sería fácil. Como ascender a una cumbre cuyas vistas auguraban una panorámica exclusiva para ellos. Víctor no sabía exactamente cuándo dejó de mirar a la cima donde reposaban sus sueños.

La noche del siete de abril de 2018 Víctor pegó por primera vez a Amalia tras dos años y medio de matrimonio. Cuatro días antes les habían confirmado la baja producción de sus espermatozoides después de meses buscando el embarazo. No fue la causa. Fue la excusa. La coartada tras la que escondió su cobardía para pedirle perdón por la mañana, y bajo la que ella se escudó para justificarlo.

La convivencia se vació de certezas y se llenó de gestos turbios y palabras hostiles. Aquella voz de humo de la que ella se había enamorado se convirtió en arma arrojadiza, en licencia para el insulto. Para la denigración. Ya no había armonía en su tono, ni entrega, ni persuasión, ni negociación ni convencimiento. Sus argumentos eran argucias para fundamentar un desprecio cada vez más enajenado y violento. Se convirtió en un artista de la amenaza, un adalid de lo siniestro.

Las ilusiones de Amalia quedaron a la deriva. Su futuro se desdibujó. Empezó a sentirse como ese espectador que tras la función se queda solo en la sala de butacas mientras van apagándose las luces. Sabía que el telón caería en cualquier momento, pero por alguna razón, no podía moverse del sitio, y en el anonimato de las sombras le resultaba imposible apartar la mirada del escenario.

A la cuarta paliza dejó de justificarlo.

Enfundó su piel amoratada en una voluntad bizarra que de inmediato sintió que le quedaba grande, vergüenza y culpa a partes iguales la invitaban a soslayar la violencia del marido. Pero silenció su recelo con la determinación que le devolvió su imagen en el espejo, y una tarde de septiembre, abochornada y destruida, lo denunció. No cabían más excusas. No había sitio para más palizas. Se abría una oportunidad para ella.

Víctor apareció en mitad de la nada, a pleno sol, en medio de la calle. La acuchilló. Una, dos, tres veces… Ella sostuvo el último aliento sin dejar de mirarle, se preguntó dónde estaba el hombre taciturno que una vez la llenó de amor y esperanza. Lo encontró en el fondo de sus ojos, encadenado a las ruinas de un miedo miserable, y lo perdonó, porque podía ver aquella autodestrucción. Pensó que ya tenía bastante.

Víctor se incorporó sobre su cama sacudiendo esa opresión que resecaba su garganta. La veía en los trazos de los grafitis de las paredes; en el tránsito de las nubes, en el señalamiento de quienes en silencio lo increpaban. La sentía allí. Ahora. Siempre. En todas partes.

La puerta de la celda se abrió. Dos funcionarios entraron para el rutinario recuento de los internos y la inercia irrumpió de golpe en aquel lunes sin cielo. Víctor abrió los ojos y se sometió a la rutina de aquella jornada, la 246, de los 9131 días que dictó la sentencia. Como cada mañana, se preguntó si las cadenas con las que Amalia lo tenía prisionero dejarían alguna vez de atosigarle.

 

 

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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