Las calles que no tienen nombre

por | Ene 4, 2024 | Ficción | 0 Comentarios

Las calles que no tienen nombre - U2

Alfonso,
Saca brillo al 2024, a ser posible sin dar tanto por saco. Y, por favor, no me seas tacaño, que la Reme no tenga que ir mendigando tu cariño.
Nos vemos en esas calles que no tienen nombre.
Germán 

Quiso colocar la postal bien a la vista sobre uno de los pastorcillos del belén, pero el súbito temblor de sus manos le traicionó con una sacudida que lanzó al cabrero de bruces al río de aluminio. ¡Joder!, masculló furioso. En el viaje la figurita de marras se llevó por delante el puente de tres arcos realizado por su nieto tres lustros atrás, y dos ovejas del nuevo rebaño made in China.

No se dio por vencido. Persuadido de salvar a uno de los borregos que berreaba mudamente patas arriba, lo cogió por la testa con tal mala suerte que al devolverle la verticalidad el camello de Melchor sufrió un vahído y cayó al musgo destronando al rey de su joroba.

—¡A la mierda! —brama Alfonso harto de la insurrección.

—¡A ver, déjame a mí! —interviene la Reme, temiendo que el disturbio fuera a mayores—. Deberías guardarla en la habitación —tercia su mujer.

—Germán siempre ha estado aquí, junto a la estirada de tu prima Laura y tu sobrina la monja. No sé por qué tendría que cambiar a mi hermano de sitio si tú misma decidiste que las postales debían estar en el belén —reprocha el hombre con aspavientos.

Germán, el pequeño de los Arnaiz, emigró en los años ochenta a Chile invitado por la multinacional en la que trabajaban ambos. “Una proyección laboral sin precedentes”, les dijeron en aquella reunión en busca de acólitos. Alfonso, casado y con una niña en ciernes, tardó un minuto y medio en rechazar aquella oferta “envenenada”, mientras que Germán, soltero y sin ganas de cambiar de estado, medio minuto más en aceptarla.

Nunca tuvo intención, sin embargo, de quedarse al otro lado del charco. “Ahorrar lo justo para unos años de diversión y rock…” repetía en plan chufla convencido de la itinerancia de su situación. Pero sucedió lo inevitable. Conoció a Julieta y el mundo se le antojó desolador lejos del fuego de aquellos ojos rocosos y de su indomable desparpajo. Hasta tal punto fue convincente la chilena que no pudo negarse el tozudo Arnaiz al casorio, ateo como era hasta decir basta, y a sus treinta y ocho años transigió en bendecir su unión y en bautizar a los dos hijos que le dio para no soliviantar el temperamento de aquella mujer menuda, siete años menor que él, y con quien Germán dio caza a la furtiva felicidad.

Con la postal ahora recostada sobre unas tinajas descomunales, del tamaño de San José, Alfonso se pierde entre los miembros de U2, imagen premeditadamente anti navideña, muy propia de ese hermano suyo tan cómodo en la disidencia. La foto de la banda irlandesa le lleva a aquel verano de 1987, con Germán y Julieta instalados en su casa de Oviedo para pasar las vacaciones, todavía insultantemente jóvenes, todavía descaradamente inmaduros, y a ellos dos escapándose a Madrid la madrugada del 15 de julio para asistir al concierto del grupo en el Bernabeu. A Alfonso se le congela una sonrisa en el rostro. Germán siempre se salía con la suya por mucho que fuera el menor de los Arnaiz.

Fue la última de sus fugas rocanroleras intempestivas. Los hijos dibujaron esos paréntesis que pone la vida a las inquietudes personales y los mismos hijos, ya mayores, fueron quienes después animaron a los padres a reencontrarse todos los veranos.

Durante los últimos diecisiete años Germán y Alfonso habían viajado donde ellas habían querido, conscientes de que ellos podrían conquistar esas calles sin nombre en cualquier lugar. Aquella expresión, robada de una de las canciones de U2 el día de aquel concierto de 1987, se había convertido en lema sagrado para los hermanos. Lo mismo les servía para enfundarse la piel de roqueros y asistir a recitales de viejas glorias, que para bucear por la infancia en busca del recuerdo que, junto a la copita de pacharán, los subía a la noria de la nostalgia. Conquistar las calles sin nombre, para los Arnaiz, era su forma de rebelarse contra el paso del tiempo.

—Papá, la mesa está lista —anuncia su hija mayor—. ¿Nos sentamos?

Alfonso libera en un carraspeo el malhumor que le acompaña estos días. Mira fugazmente por el rabillo del ojo y traga la pereza inmensa que le provoca esta Nochebuena.

—¿Papá? —lo intenta ahora el hijo pequeño.

—¡Ya os he oído, coño! ¡Ya voy! —gruñe sin contenerse.

Estaba convencido de que Germán había decidido morir en Navidad solo por joder, incluso lo había previsto todo para que la postal llegara justo en Nochebuena, cuatro días después de que lo fulminara un infarto. ¡Maldito cabrón!, barruntaba Alfonso sin saber cómo sujetar la opresión que le mordía el pecho.

Ni se te ocurra venir, le había dicho Julieta al otro lado del teléfono, ya sabes cómo era, solo haremos un responso.

Sí, claro que sabía cómo era su hermano. Un inoportuno egoísta que hasta en la muerte había querido ser el primero, rezongaba con la mirada perdida en U2. Y se dio cuenta de que, a sus ochenta y dos años, era la primera vez en su vida que se sentía tan viejo.

—Abuelo —un jovencito con sus ojos y una perilla reivindicando su incipiente madurez le palmeó el hombro—. ¿Te sientas a mi lado?

Alfonso presidió resignado aquella mesa desbordada de ausencia. Se hizo un silencio insoportablemente pesado. Entonces alguien se levantó y el fiel Pionner comenzó a silbar aquella melodía tan gastada y reconocible en el domicilio de los Arnaiz. “Where The Streets Have No Name”  trepó por los muros de esa noche áspera haciendo el ambiente más respirable. Alfonso, instintivamente, tamborileó los dedos sobre la mesa, y pronto supo la familia que esa Navidad sería mejor compartir mantel con el viejo roquero.

Las calles que no tienen nombre - U2

Alfonso,
Saca brillo al 2024, a ser posible sin dar tanto por saco. Y, por favor, no me seas tacaño, que la Reme no tenga que ir mendigando tu cariño.
Nos vemos en esas calles que no tienen nombre.
Germán 

Quiso colocar la postal bien a la vista sobre uno de los pastorcillos del belén, pero el súbito temblor de sus manos le traicionó con una sacudida que lanzó al cabrero de bruces al río de aluminio. ¡Joder!, masculló furioso. En el viaje la figurita de marras se llevó por delante el puente de tres arcos realizado por su nieto tres lustros atrás, y dos ovejas del nuevo rebaño made in China.

No se dio por vencido. Persuadido de salvar a uno de los borregos que berreaba mudamente patas arriba, lo cogió por la testa con tal mala suerte que al devolverle la verticalidad el camello de Melchor sufrió un vahído y cayó al musgo destronando al rey de su joroba.

—¡A la mierda! —brama Alfonso harto de la insurrección.

—¡A ver, déjame a mí! —interviene la Reme, temiendo que el disturbio fuera a mayores—. Deberías guardarla en la habitación —tercia su mujer.

—Germán siempre ha estado aquí, junto a la estirada de tu prima Laura y tu sobrina la monja. No sé por qué tendría que cambiar a mi hermano de sitio si tú misma decidiste que las postales debían estar en el belén —reprocha el hombre con aspavientos.

Germán, el pequeño de los Arnaiz, emigró en los años ochenta a Chile invitado por la multinacional en la que trabajaban ambos. “Una proyección laboral sin precedentes”, les dijeron en aquella reunión en busca de acólitos. Alfonso, casado y con una niña en ciernes, tardó un minuto y medio en rechazar aquella oferta “envenenada”, mientras que Germán, soltero y sin ganas de cambiar de estado, medio minuto más en aceptarla.

Nunca tuvo intención, sin embargo, de quedarse al otro lado del charco. “Ahorrar lo justo para unos años de diversión y rock…” repetía en plan chufla convencido de la itinerancia de su situación. Pero sucedió lo inevitable. Conoció a Julieta y el mundo se le antojó desolador lejos del fuego de aquellos ojos rocosos y de su indomable desparpajo. Hasta tal punto fue convincente la chilena que no pudo negarse el tozudo Arnaiz al casorio, ateo como era hasta decir basta, y a sus treinta y ocho años transigió en bendecir su unión y en bautizar a los dos hijos que le dio para no soliviantar el temperamento de aquella mujer menuda, siete años menor que él, y con quien Germán dio caza a la furtiva felicidad.

Con la postal ahora recostada sobre unas tinajas descomunales, del tamaño de San José, Alfonso se pierde entre los miembros de U2, imagen premeditadamente anti navideña, muy propia de ese hermano suyo tan cómodo en la disidencia. La foto de la banda irlandesa le lleva a aquel verano de 1987, con Germán y Julieta instalados en su casa de Oviedo para pasar las vacaciones, todavía insultantemente jóvenes, todavía descaradamente inmaduros, y a ellos dos escapándose a Madrid la madrugada del 15 de julio para asistir al concierto del grupo en el Bernabeu. A Alfonso se le congela una sonrisa en el rostro. Germán siempre se salía con la suya por mucho que fuera el menor de los Arnaiz.

Fue la última de sus fugas rocanroleras intempestivas. Los hijos dibujaron esos paréntesis que pone la vida a las inquietudes personales y los mismos hijos, ya mayores, fueron quienes después animaron a los padres a reencontrarse todos los veranos.

Durante los últimos diecisiete años Germán y Alfonso habían viajado donde ellas habían querido, conscientes de que ellos podrían conquistar esas calles sin nombre en cualquier lugar. Aquella expresión, robada de una de las canciones de U2 el día de aquel concierto de 1987, se había convertido en lema sagrado para los hermanos. Lo mismo les servía para enfundarse la piel de roqueros y asistir a recitales de viejas glorias, que para bucear por la infancia en busca del recuerdo que, junto a la copita de pacharán, los subía a la noria de la nostalgia. Conquistar las calles sin nombre, para los Arnaiz, era su forma de rebelarse contra el paso del tiempo.

—Papá, la mesa está lista —anuncia su hija mayor—. ¿Nos sentamos?

Alfonso libera en un carraspeo el malhumor que le acompaña estos días. Mira fugazmente por el rabillo del ojo y traga la pereza inmensa que le provoca esta Nochebuena.

—¿Papá? —lo intenta ahora el hijo pequeño.

—¡Ya os he oído, coño! ¡Ya voy! —gruñe sin contenerse.

Estaba convencido de que Germán había decidido morir en Navidad solo por joder, incluso lo había previsto todo para que la postal llegara justo en Nochebuena, cuatro días después de que lo fulminara un infarto. ¡Maldito cabrón!, barruntaba Alfonso sin saber cómo sujetar la opresión que le mordía el pecho.

Ni se te ocurra venir, le había dicho Julieta al otro lado del teléfono, ya sabes cómo era, solo haremos un responso.

Sí, claro que sabía cómo era su hermano. Un inoportuno egoísta que hasta en la muerte había querido ser el primero, rezongaba con la mirada perdida en U2. Y se dio cuenta de que, a sus ochenta y dos años, era la primera vez en su vida que se sentía tan viejo.

—Abuelo —un jovencito con sus ojos y una perilla reivindicando su incipiente madurez le palmeó el hombro—. ¿Te sientas a mi lado?

Alfonso presidió resignado aquella mesa desbordada de ausencia. Se hizo un silencio insoportablemente pesado. Entonces alguien se levantó y el fiel Pionner comenzó a silbar aquella melodía tan gastada y reconocible en el domicilio de los Arnaiz. “Where The Streets Have No Name”  trepó por los muros de esa noche áspera haciendo el ambiente más respirable. Alfonso, instintivamente, tamborileó los dedos sobre la mesa, y pronto supo la familia que esa Navidad sería mejor compartir mantel con el viejo roquero.

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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