Soledad, a tus pies
Foto: Mohamed Hassan
Llegaste envuelta en tu aura de misterio y me dijiste al oído: “Te regalo mi silencio”, y yo que entonces todavía te temía, me pregunté si no sería un regalo envenenado.
¡Vaya si lo era!
La soledad me trajo un pasaje, con todos los gastos pagados, a ese lugar de la conciencia donde nuestro yo más genuino vive sumiso, agazapado. Fue una invitación al exilio con el fin de saber quién era, un salto al vacío sin red, la lectura de un libro sin título con muchas páginas difusas, y otras en blanco.
Me enfundé una mochila ligera, cargada solo con mi ingenuidad, algo de valor, fruto probablemente del desconocimiento, y mi vergüenza, y me sumergí más allá de mi piel para vivir, probablemente, el viaje más auténtico de mi vida.
Allí abajo, cuando tu yo te pregunta quién eres o qué sientes; cuando los porqués cosquillean tu alma con respuestas que no quieres escuchar; cuando hay remordimiento y zozobra y eludes las causas, es cuando la honestidad es una virtud difícilmente soportable.
Me escudriñé con pericia, como un forense ejecutando la autopsia del alma. Saqué a relucir mi arsenal de virtudes, que al final no eran tantas. Me las creí y me las vestí, ¿acaso no son mías?
Luego expresé en voz alta mis defectos; huidizos, tímidos, no querían dejarse ver, se quedaban enganchados en la boca poco acostumbrados a mi escrutinio. Pero mi yo insistió en que era absolutamente necesario conocerlos, aceptarlos, porque de lo contrario crecen sin medida, sin límites y, como esos niños malcriados, se convierten en monstruos insolentes y descontrolados.
Así que los saludé, los analicé, me los creí (también son míos) y luego me los tragué de nuevo, tampoco es necesario dar publicidad. En lo sucesivo esto me ha servido para detectarlos, en plena acción o a veces incluso en insidiosa premeditación, y frenar los daños. Es curiosa la pasmosa facilidad que tenemos para atribuir defectos a los demás y lo que nos cuesta hablar, incluso pensar en los propios.
Pero la percepción de uno mismo no se compra en el espejo, ¿verdad? Se alcanza tras una experiencia íntima e intransferible en la que lo más difícil, tal vez, sea reconocer abiertamente que somos humanos.
Después de este duro ejercicio la soledad me preguntó: ¿cómo te sientes?
Liberada y extraordinariamente cómoda en mi piel, contesté con voz cantarina. Y en este estado de éxtasis me cogió de la mano y regresamos a la superficie.
De pronto había nuevos matices en mi percepción del mundo. No se trataba solo de lo insondable que era, sino del papel que iba a tener yo en él. Ya no importaban tanto lo desconocidos que eran los caminos, sino las decisiones que me llevarían a dar el primer paso.
Y con un nuevo impermeable de seguridad cubriéndome la piel, pedí a la soledad que no me abandonara, que ya no la temía, que estaba dispuesta a pagar el peaje de sentirme sola de vez en cuando para conseguir estar a solas cuando quisiera.
Ella me guiñó el ojo, sopló un abrazo cálido sobre mi hombro y, estando ya preparada para explorar caminos nuevos, la soledad se ocultó en la sombra, quizás el sol la reclamó para que le hiciera compañía en el ocaso.
“La soledad es el imperio de la conciencia”
G.A. Bécquer
Foto: Mohamed Hassan
Llegaste envuelta en tu aura de misterio y me dijiste al oído: “Te regalo mi silencio”, y yo que entonces todavía te temía, me pregunté si no sería un regalo envenenado.
¡Vaya si lo era!
La soledad me trajo un pasaje, con todos los gastos pagados, a ese lugar de la conciencia donde nuestro yo más genuino vive sumiso, agazapado. Fue una invitación al exilio con el fin de saber quién era, un salto al vacío sin red, la lectura de un libro sin título con muchas páginas difusas, y otras en blanco.
Me enfundé una mochila ligera, cargada solo con mi ingenuidad, algo de valor, fruto probablemente del desconocimiento, y mi vergüenza, y me sumergí más allá de mi piel para vivir, probablemente, el viaje más auténtico de mi vida.
Allí abajo, cuando tu yo te pregunta quién eres o qué sientes; cuando los porqués cosquillean tu alma con respuestas que no quieres escuchar; cuando hay remordimiento y zozobra y eludes las causas, es cuando la honestidad es una virtud difícilmente soportable.
Me escudriñé con pericia, como un forense ejecutando la autopsia del alma. Saqué a relucir mi arsenal de virtudes, que al final no eran tantas. Me las creí y me las vestí, ¿acaso no son mías?
Luego expresé en voz alta mis defectos; huidizos, tímidos, no querían dejarse ver, se quedaban enganchados en la boca poco acostumbrados a mi escrutinio. Pero mi yo insistió en que era absolutamente necesario conocerlos, aceptarlos, porque de lo contrario crecen sin medida, sin límites y, como esos niños malcriados, se convierten en monstruos insolentes y descontrolados.
Así que los saludé, los analicé, me los creí (también son míos) y luego me los tragué de nuevo, tampoco es necesario dar publicidad. En lo sucesivo esto me ha servido para detectarlos, en plena acción o a veces incluso en insidiosa premeditación, y frenar los daños. Es curiosa la pasmosa facilidad que tenemos para atribuir defectos a los demás y lo que nos cuesta hablar, incluso pensar en los propios.
Pero la percepción de uno mismo no se compra en el espejo, ¿verdad? Se alcanza tras una experiencia íntima e intransferible en la que lo más difícil, tal vez, sea reconocer abiertamente que somos humanos.
Después de este duro ejercicio la soledad me preguntó: ¿cómo te sientes?
Liberada y extraordinariamente cómoda en mi piel, contesté con voz cantarina. Y en este estado de éxtasis me cogió de la mano y regresamos a la superficie.
De pronto había nuevos matices en mi percepción del mundo. No se trataba solo de lo insondable que era, sino del papel que iba a tener yo en él. Ya no importaban tanto lo desconocidos que eran los caminos, sino las decisiones que me llevarían a dar el primer paso.
Y con un nuevo impermeable de seguridad cubriéndome la piel, pedí a la soledad que no me abandonara, que ya no la temía, que estaba dispuesta a pagar el peaje de sentirme sola de vez en cuando para conseguir estar a solas cuando quisiera.
Ella me guiñó el ojo, sopló un abrazo cálido sobre mi hombro y, estando ya preparada para explorar caminos nuevos, la soledad se ocultó en la sombra, quizás el sol la reclamó para que le hiciera compañía en el ocaso.
“La soledad es el imperio de la conciencia”
G.A. Bécquer
Enhorabuena!!!!!! Es precioso . Llevanos a ésos mundos desconocidos que todos tenemos;pero no sabemos llegar en profundidad.felicidades espero con impaciencia tu nueva publicación , un abrazo
Gracias, por ayudarnos a reflexionar!!
A ti por seguirme.
Muchas gracias Charo. Esos mundos desconocidos que se abren paso en las páginas en blanco….
Me ha encantado el texto. Muy profundo y que comparto 100% la reflexión. También me ha gustado ver que andas por iVoox. La semana que viene lo comparto en mi cuenta de Capitana Podcast 🙂
¡Saludos!
Muchísimas gracias Vanessa. Me alegra saber que compartimos la misma «onda». Estaré alerta yo también a tus posts.
Mati. La puesta de presentación de tus escritos, tan vitales, me gusta. Me refiero a las fotos, muy bien seleccionadas. Las citas finales también es un recurso q me enseñan e ilustran el pensamiento de personajes tan admirados al menos en mi caso . Hablas de un tema q me infunde pavor. Tú lo afrontas con arrojo y valentía. Le echas arrojo y pones toda la carne en el asador. Y sabes q no puedes librarte de hacerlo. Y lo haces, recogiendo tus miedos para reconbertirlos y transformarlos en tus aliados… o al menos a aceptarlos. Yo no estoy preparada. Escribes releyendo el pensamiento de personas q no miramos a tanta profundidad.
Enhorabuena. Me gustas.
Eulàlia, en el tema de la soledad habría tanto que hablar… Ahora mismo la soledad de nuestros mayores, por ejemplo, es un problema colectivo, un tema muy preocupante. Pero, en este caso, lo que yo he querido trasladar con este texto es que ese miedo preconcebido a la soledad es injustificado. Me parece un error, o más bien una oportunidad perdida, porque entiendo que la única forma de conocernos es realizando ese viaje hacia nosotros mismos. Aceptarnos cómo somos nos abre la mente para aceptar a los demás, pronunciar en voz alta nuestros defectos nos hace más tolerantes con los de los demás…. Porque en general solemos ser más intransigentes de lo que estamos dispuestos a reconocer…. En este sentido, la frase de Bécquer diciendo que la soledad es el imperio de la conciencia me parece tan acertada que es prácticamente un lema de mi vida.
Gracias por leerme tan atentamente.
Muchas gracias por tu aporte. Reciba un cordial saludo.
Gracias siempre por seguirme. Un saludo