Soledad, a tus pies

por | Nov 7, 2019 | Blog | 10 Comentarios

Foto: Mohamed Hassan

Llegaste envuelta en tu aura de misterio y me dijiste al oído: “Te regalo mi silencio”, y yo que entonces todavía te temía, me pregunté si no sería un regalo envenenado.
¡Vaya si lo era!

La soledad me trajo un pasaje, con todos los gastos pagados, a ese lugar de la conciencia donde nuestro yo más genuino vive sumiso, agazapado. Fue una invitación al exilio con el fin de saber quién era, un salto al vacío sin red, la lectura de un libro sin título con muchas páginas difusas, y otras en blanco.

Me enfundé una mochila ligera, cargada solo con mi ingenuidad, algo de valor, fruto probablemente del desconocimiento, y mi vergüenza, y me sumergí más allá de mi piel para vivir, probablemente, el viaje más auténtico de mi vida.

Allí abajo, cuando tu yo te pregunta quién eres o qué sientes; cuando los porqués cosquillean tu alma con respuestas que no quieres escuchar; cuando hay remordimiento y zozobra y eludes las causas, es cuando la honestidad es una virtud difícilmente soportable.

Me escudriñé con pericia, como un forense ejecutando la autopsia del alma. Saqué a relucir mi arsenal de virtudes, que al final no eran tantas. Me las creí y me las vestí, ¿acaso no son mías?

Luego expresé en voz alta mis defectos; huidizos, tímidos, no querían dejarse ver, se quedaban enganchados en la boca poco acostumbrados a mi escrutinio. Pero mi yo insistió en que era absolutamente necesario conocerlos, aceptarlos, porque de lo contrario crecen sin medida, sin límites y, como esos niños malcriados, se convierten en monstruos insolentes y descontrolados.

Así que los saludé, los analicé, me los creí (también son míos) y luego me los tragué de nuevo, tampoco es necesario dar publicidad.  En lo sucesivo esto me ha servido para detectarlos, en plena acción o a veces incluso en insidiosa premeditación, y frenar los daños. Es curiosa la pasmosa facilidad que tenemos para atribuir defectos a los demás y lo que nos cuesta hablar, incluso pensar en los propios.

Pero la percepción de uno mismo no se compra en el espejo, ¿verdad? Se alcanza tras una experiencia íntima e intransferible en la que lo más difícil, tal vez, sea reconocer abiertamente que somos humanos.

Después de este duro ejercicio la soledad me preguntó: ¿cómo te sientes?

Liberada y extraordinariamente cómoda en mi piel, contesté con voz cantarina. Y en este estado de éxtasis me cogió de la mano y regresamos a la superficie.

De pronto había nuevos matices en mi percepción del mundo. No se trataba solo de lo insondable que era, sino del papel que iba a tener yo en él. Ya no importaban tanto lo desconocidos que eran los caminos, sino las decisiones que me llevarían a dar el primer paso.

Y con un nuevo impermeable de seguridad cubriéndome la piel, pedí a la soledad que no me abandonara, que ya no la temía, que estaba dispuesta a pagar el peaje de sentirme sola de vez en cuando para conseguir estar a solas cuando quisiera.

Ella me guiñó el ojo, sopló un abrazo cálido sobre mi hombro y, estando ya preparada para explorar caminos nuevos, la soledad se ocultó en la sombra, quizás el sol la reclamó para que le hiciera compañía en el ocaso.

“La soledad es el imperio de la conciencia”
G.A. Bécquer 

 

 

Foto: Mohamed Hassan

Llegaste envuelta en tu aura de misterio y me dijiste al oído: “Te regalo mi silencio”, y yo que entonces todavía te temía, me pregunté si no sería un regalo envenenado.
¡Vaya si lo era!

La soledad me trajo un pasaje, con todos los gastos pagados, a ese lugar de la conciencia donde nuestro yo más genuino vive sumiso, agazapado. Fue una invitación al exilio con el fin de saber quién era, un salto al vacío sin red, la lectura de un libro sin título con muchas páginas difusas, y otras en blanco.

Me enfundé una mochila ligera, cargada solo con mi ingenuidad, algo de valor, fruto probablemente del desconocimiento, y mi vergüenza, y me sumergí más allá de mi piel para vivir, probablemente, el viaje más auténtico de mi vida.

Allí abajo, cuando tu yo te pregunta quién eres o qué sientes; cuando los porqués cosquillean tu alma con respuestas que no quieres escuchar; cuando hay remordimiento y zozobra y eludes las causas, es cuando la honestidad es una virtud difícilmente soportable.

Me escudriñé con pericia, como un forense ejecutando la autopsia del alma. Saqué a relucir mi arsenal de virtudes, que al final no eran tantas. Me las creí y me las vestí, ¿acaso no son mías?

Luego expresé en voz alta mis defectos; huidizos, tímidos, no querían dejarse ver, se quedaban enganchados en la boca poco acostumbrados a mi escrutinio. Pero mi yo insistió en que era absolutamente necesario conocerlos, aceptarlos, porque de lo contrario crecen sin medida, sin límites y, como esos niños malcriados, se convierten en monstruos insolentes y descontrolados.

Así que los saludé, los analicé, me los creí (también son míos) y luego me los tragué de nuevo, tampoco es necesario dar publicidad.  En lo sucesivo esto me ha servido para detectarlos, en plena acción o a veces incluso en insidiosa premeditación, y frenar los daños. Es curiosa la pasmosa facilidad que tenemos para atribuir defectos a los demás y lo que nos cuesta hablar, incluso pensar en los propios.

Pero la percepción de uno mismo no se compra en el espejo, ¿verdad? Se alcanza tras una experiencia íntima e intransferible en la que lo más difícil, tal vez, sea reconocer abiertamente que somos humanos.

Después de este duro ejercicio la soledad me preguntó: ¿cómo te sientes?

Liberada y extraordinariamente cómoda en mi piel, contesté con voz cantarina. Y en este estado de éxtasis me cogió de la mano y regresamos a la superficie.

De pronto había nuevos matices en mi percepción del mundo. No se trataba solo de lo insondable que era, sino del papel que iba a tener yo en él. Ya no importaban tanto lo desconocidos que eran los caminos, sino las decisiones que me llevarían a dar el primer paso.

Y con un nuevo impermeable de seguridad cubriéndome la piel, pedí a la soledad que no me abandonara, que ya no la temía, que estaba dispuesta a pagar el peaje de sentirme sola de vez en cuando para conseguir estar a solas cuando quisiera.

Ella me guiñó el ojo, sopló un abrazo cálido sobre mi hombro y, estando ya preparada para explorar caminos nuevos, la soledad se ocultó en la sombra, quizás el sol la reclamó para que le hiciera compañía en el ocaso.

“La soledad es el imperio de la conciencia”
G.A. Bécquer 

 

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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