Adicciones

por | Nov 11, 2021 | Ficción | 14 Comentarios

Adicciones

Imagen de Christine Sponchia en Pixabay

Domingo. El sol grita como un condenado demonio allá arriba, tanto, que el asfalto ha entrado en esa fase pegajosa de engancharse a los zapatos. Igual por eso la gente camina en formación al son de una misteriosa corneta: primero el pie derecho, cuidado con el rastro viscoso de la suela, no te vayas a pringar el pie izquierdo, que va a continuación. Cada uno en su tarea, pero todos al unísono; un ejército de hormiguitas pisándose los talones arrastrado por la corriente de un mercadillo donde la transpiración colectiva parece el jodido elixir de la eterna juventud. ¡Tonto quien no meta la nariz al vecino! Es el puto infierno en forma de marea humana. Como si tres bragas al euro o un champú de oferta compensaran esos 40º grados suicidas.

¡Hay que ser idiota para caer en esta adictiva compulsión!

—¿De qué son? —Se interesa una jovencita por mis cuadros.

—Este de arena y sal; de algas de mar—describo cada uno de mis diseños sabiendo que no va a comprar ni un «buenas tardes»—; en este he utilizado hojas secas de una planta llamada cola de vaca. Todo artesanal… —explico, buscando la atención de la audiencia que circunda su pueril curiosidad.

La chica se va sin más, como si le hubiera cantado el menú del día y de pronto optara por la comida basura. El público que tenía a su alrededor ha mirado mi exposición justo lo que tardaba en avanzar el cauce del gentío. Menos una señora. Una temeraria mujer entrada en carnes y con el sudor desparramado por el rostro y la ropa me ha preguntado precios; 30, 35, 45 euros, le he ido diciendo. Solo he obtenido una extraña mirada por respuesta que no sé si ha sido de sentirse ofendida o de pedirme clemencia ante el infausto calor.

¡Hala! ¡Seguid, seguid…! ¡Podéis ir dejando chicle con sabor a alquitrán en otros puestos…, me gruño a mí misma. ¡Y aún me quedan dos horas! martillea mi mente  mientras recoloco algunas de las piezas que tengo expuestas en el soporte textil trasero que hace de pared.

—¿Podrías hacer ese a un tamaño mayor? —dicen a mi espalda.

¿Tú? ¿Aquí? ¿Otra vez? Bueno, esto promete. Me animo. Me tomo unos segundos de oxígeno y recojo la sonrisa que se ha enganchado a los labios. Cuando me giro sus ojos no están para cortesías de bienvenida y me llevan directamente al incendio de aquella noche. Ni siquiera se toma la molestia de pestañear. Respondo al imprevisto asalto apretando los muslos, parece que se ha liberado un campo magnético altamente explosivo para mi piel.

—Sí, hasta un máximo de 30×45 cm —digo, muy profesional.

¡Colega, casi había olvidado lo bueno que estás!

—Me encanta, ¿de qué está hecho? —pregunta, pero no sé de qué habla. Ha entrado en bucle entre mis ojos y mi boca y me ha subido a su noria. Estoy mareada.

Su primera adquisición fue un regalo para su madre, eso dijo; con el segundo cuadro elogió mi estilo y me invitó a un café cargado hasta arriba de la más impúdica provocación. Acabamos en la cama echando uno de esos polvos históricos. ¿Viene a por más?

—Flores secas de amapola y semillas de lavanda –informo y, luego, decido probar algo–: recogidas de esquejes que se concentran en la formación de raíces y no en el mantenimiento del follaje.

¡Bingo! Por fin las miradas se citan en un stop en mitad de la carretera. Y ahí nos quedamos un rato olfateándonos a ver quién puede más.

Se moja los labios, se los muerde, deja la boca entreabierta. ¿Te acuerdas de mí? Parece insinuar. ¿Tú de qué vas? Me pregunto a mí misma y un latigazo me estira la espalda buscando estrellas en el cielo. ¡Qué es de día, tonta!

¿Quieres jugar eh? Vale. Yo también sé. Levanto los brazos y me retiro el pelo de las sienes. Me siento un poco Marilyn, la verdad, menos rubia pero igual de sexy. Muestro la yugular. ¡Mira! Sigue palpitando, a pesar de tus dentelladas. La tela de mi camiseta asciende persiguiendoi a mis manos y deja al descubierto el punto del interrogante que tengo tatuado justo ahí, en el ombligo, parada de avituallamiento obligatoria antes de otros asaltos. Mi piel se insinúa. ¡Aquí me tienes, Romeo!

Libero el cabello, desciendo lentamente por el lóbulo de la oreja, ausculto el hueco de la garganta y por fin aparco los dedos en el nacimiento de mi escote. En ese momento el tirante derecho hace ¡fiuw!, se desmaya sobre el hombro y rubrica mi invitación.

—Debes evitar espacios húmedos, es un poco delicado —murmuro con malicia. Y así, como quien no quiere la cosa, le planto una mirada desvergonzada en la bragueta.

¡Funciona! Sus caderas cambian de postura en un instintivo repliegue a mi acoso. Desliza las manos de forma inocente por el pantalón, como si quisiera comprobar que todo sigue en su sitio. Sonríe. Busca mi boca de nuevo…

—¿Qué miras, cariño? —interrumpe el colosal momento una rubia no menos colosal que se apoya familiarmente en su hombro.

—Cuadros —dice él con la voz turbia–. Entonces, me hace de este el tamaño grande– y me deja, el muy cabrón, con una sonrisa estúpida en los labios, como si fuera mi nuevo marchante de arte.

 

Adicciones

Imagen de Christine Sponchia en Pixabay

Domingo. El sol grita como un condenado demonio allá arriba, tanto, que el asfalto ha entrado en esa fase pegajosa de engancharse a los zapatos. Igual por eso la gente camina en formación al son de una misteriosa corneta: primero el pie derecho, cuidado con el rastro viscoso de la suela, no te vayas a pringar el pie izquierdo, que va a continuación. Cada uno en su tarea, pero todos al unísono; un ejército de hormiguitas pisándose los talones arrastrado por la corriente de un mercadillo donde la transpiración colectiva parece el jodido elixir de la eterna juventud. ¡Tonto quien no meta la nariz al vecino! Es el puto infierno en forma de marea humana. Como si tres bragas al euro o un champú de oferta compensaran esos 40º grados suicidas.

¡Hay que ser idiota para caer en esta adictiva compulsión!

—¿De qué son? —Se interesa una jovencita por mis cuadros.

—Este de arena y sal; de algas de mar—describo cada uno de mis diseños sabiendo que no va a comprar ni un «buenas tardes»—; en este he utilizado hojas secas de una planta llamada cola de vaca. Todo artesanal… —explico, buscando la atención de la audiencia que circunda su pueril curiosidad.

La chica se va sin más, como si le hubiera cantado el menú del día y de pronto optara por la comida basura. El público que tenía a su alrededor ha mirado mi exposición justo lo que tardaba en avanzar el cauce del gentío. Menos una señora. Una temeraria mujer entrada en carnes y con el sudor desparramado por el rostro y la ropa me ha preguntado precios; 30, 35, 45 euros, le he ido diciendo. Solo he obtenido una extraña mirada por respuesta que no sé si ha sido de sentirse ofendida o de pedirme clemencia ante el infausto calor.

¡Hala! ¡Seguid, seguid…! ¡Podéis ir dejando chicle con sabor a alquitrán en otros puestos…, me gruño a mí misma. ¡Y aún me quedan dos horas! martillea mi mente  mientras recoloco algunas de las piezas que tengo expuestas en el soporte textil trasero que hace de pared.

—¿Podrías hacer ese a un tamaño mayor? —dicen a mi espalda.

¿Tú? ¿Aquí? ¿Otra vez? Bueno, esto promete. Me animo. Me tomo unos segundos de oxígeno y recojo la sonrisa que se ha enganchado a los labios. Cuando me giro sus ojos no están para cortesías de bienvenida y me llevan directamente al incendio de aquella noche. Ni siquiera se toma la molestia de pestañear. Respondo al imprevisto asalto apretando los muslos, parece que se ha liberado un campo magnético altamente explosivo para mi piel.

—Sí, hasta un máximo de 30×45 cm —digo, muy profesional.

¡Colega, casi había olvidado lo bueno que estás!

—Me encanta, ¿de qué está hecho? —pregunta, pero no sé de qué habla. Ha entrado en bucle entre mis ojos y mi boca y me ha subido a su noria. Estoy mareada.

Su primera adquisición fue un regalo para su madre, eso dijo; con el segundo cuadro elogió mi estilo y me invitó a un café cargado hasta arriba de la más impúdica provocación. Acabamos en la cama echando uno de esos polvos históricos. ¿Viene a por más?

—Flores secas de amapola y semillas de lavanda –informo y, luego, decido probar algo–: recogidas de esquejes que se concentran en la formación de raíces y no en el mantenimiento del follaje.

¡Bingo! Por fin las miradas se citan en un stop en mitad de la carretera. Y ahí nos quedamos un rato olfateándonos a ver quién puede más.

Se moja los labios, se los muerde, deja la boca entreabierta. ¿Te acuerdas de mí? Parece insinuar. ¿Tú de qué vas? Me pregunto a mí misma y un latigazo me estira la espalda buscando estrellas en el cielo. ¡Qué es de día, tonta!

¿Quieres jugar eh? Vale. Yo también sé. Levanto los brazos y me retiro el pelo de las sienes. Me siento un poco Marilyn, la verdad, menos rubia pero igual de sexy. Muestro la yugular. ¡Mira! Sigue palpitando, a pesar de tus dentelladas. La tela de mi camiseta asciende persiguiendoi a mis manos y deja al descubierto el punto del interrogante que tengo tatuado justo ahí, en el ombligo, parada de avituallamiento obligatoria antes de otros asaltos. Mi piel se insinúa. ¡Aquí me tienes, Romeo!

Libero el cabello, desciendo lentamente por el lóbulo de la oreja, ausculto el hueco de la garganta y por fin aparco los dedos en el nacimiento de mi escote. En ese momento el tirante derecho hace ¡fiuw!, se desmaya sobre el hombro y rubrica mi invitación.

—Debes evitar espacios húmedos, es un poco delicado —murmuro con malicia. Y así, como quien no quiere la cosa, le planto una mirada desvergonzada en la bragueta.

¡Funciona! Sus caderas cambian de postura en un instintivo repliegue a mi acoso. Desliza las manos de forma inocente por el pantalón, como si quisiera comprobar que todo sigue en su sitio. Sonríe. Busca mi boca de nuevo…

—¿Qué miras, cariño? —interrumpe el colosal momento una rubia no menos colosal que se apoya familiarmente en su hombro.

—Cuadros —dice él con la voz turbia–. Entonces, me hace de este el tamaño grande– y me deja, el muy cabrón, con una sonrisa estúpida en los labios, como si fuera mi nuevo marchante de arte.

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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