En claroscuro…

por | Dic 17, 2020 | Ficción | 2 Comentarios

en claroscuro

Imagen de Alexas_Fotos en Pixabay

El humo del descafeinado danzaba en un sinuoso baile de espirales que resultaba hipnótico. Salía de la aséptica taza dejando en el aire un rastro perfumado imposible de ignorar. Carmen se dejó llevar por su hechizo hasta que se desvaneció frente a la ventana, que se defendía como podía de una lluvia furiosa.

—¿No quieres un café? Invita la casa  —dijo, guiñando el ojo a su joven amiga.

Marta puso los ojos en blanco y devolvió su atención al dibujo.

Habían conectado desde el principio, y eso que se llevaban quince años. Carmen admiraba su talento, algo inquietante quizás, pero rotundo, innegable. Un arte de claroscuros que podía helar la piel por su dureza, pero ejecutado con tal destreza que se adivinaba una sensibilidad extraordinaria.

A Marta le gustaba esa compañía desnuda de imposturas y dobleces. No había subterfugios entre ellas, resultaba reconfortantemente fácil ser una misma. Se buscaban sabiendo que no tenían por qué fingir, que el miedo era compartido; que el dolor laceraba sus almas con la misma voracidad.

—¿Qué te parece?—preguntó mostrando su obra la estudiante de Bellas Artes, mientras se fijaba en un hombre que sonreía ante los cristales, como si aquel diluvio guardara un secreto para él.

—Sombrío —musitó Carmen tras valorarlo—. ¿Qué significan esos ojos?

—Encubrimiento —respondió sin pensar Marta y, tras una pausa—: cobardía, rendición, falsedad —enumeró con amargura—, si quieres sigo…

Un cabello largo y de un rojo eléctrico, sobre un rostro cabizbajo, era el elemento principal y la única nota de color de la obra. El resto eran motivos en blanco y negro esbozados como si estuvieran sin acabar, pero que transmitían una interpretación perturbadora. La expresión corporal del hombre, pintado de espaldas, ofrecía sutiles, pero inequívocos detalles del dominio que ejercía sobre la joven, visiblemente sometida. No se le veía el rostro, pero se prestaba a imaginarlo con unas intenciones tan oscuras que flotaban por toda la pintura. En el ángulo superior del lienzo aquellos ojos omniscientes añadían un punto siniestro al aspecto final de la obra.

—¿Y si buscas otras fuentes de inspiración? —sugirió Carmen tras un silencio cómplice, sin saber que ponía en bandeja la propuesta que llevaba días queriendo hacer Marta.

—Soy muy recurrente, lo sé, y no eres la única que me lo dice —convino con un ilustrativo gesto del pulgar de su  mano derecha ascendiendo al techo—. Y ya que lo planteas, me gustaría pintar a tu hija —susurró mirando a su nueva amiga a los ojos.

—Eso no me la devolverá —masculló precipitadamente Carmen a la defensiva.

—Tampoco yo recupero la infancia contando esta mierda en mis cuadros… pero suelto lastre —sentenció Marta tajante—.  ¡Águeda! —elevó la voz Marta para llamar la atención de una mujer con uniforme azul que acababa de entrar, rompiendo el blanco impoluto de aquel salón—. Necesito afilar mis pinturas de nuevo. ¿Crees que sería posible utilizar, hoy —y enfatizó la palabra “hoy”— el sacapuntas?

—Luego me acompañas a administración —respondió solícita la enfermera y, con el mismo tono monocorde, anunció al resto de los internos:

—¡Hora de visitas!

Carmen se levantó de la silla, volvió a mirar el cuadro de su amiga, que también se puso en pie, se sacudió una lágrima furtiva de sus ojos siempre tristes y, al final dijo:

—Me lo pensaré… Me lo pensaré, de verdad. ¡Veamos ahora qué noticias traen a estas locas!

 

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El humo del descafeinado danzaba en un sinuoso baile de espirales que resultaba hipnótico. Salía de la aséptica taza dejando en el aire un rastro perfumado imposible de ignorar. Carmen se dejó llevar por su hechizo hasta que se desvaneció frente a la ventana, que se defendía como podía de una lluvia furiosa.

—¿No quieres un café? Invita la casa  —dijo, guiñando el ojo a su joven amiga.

Marta puso los ojos en blanco y devolvió su atención al dibujo.

Habían conectado desde el principio, y eso que se llevaban quince años. Carmen admiraba su talento, algo inquietante quizás, pero rotundo, innegable. Un arte de claroscuros que podía helar la piel por su dureza, pero ejecutado con tal destreza que se adivinaba una sensibilidad extraordinaria.

A Marta le gustaba esa compañía desnuda de imposturas y dobleces. No había subterfugios entre ellas, resultaba reconfortantemente fácil ser una misma. Se buscaban sabiendo que no tenían por qué fingir, que el miedo era compartido; que el dolor laceraba sus almas con la misma voracidad.

—¿Qué te parece?—preguntó mostrando su obra la estudiante de Bellas Artes, mientras se fijaba en un hombre que sonreía ante los cristales, como si aquel diluvio guardara un secreto para él.

—Sombrío —musitó Carmen tras valorarlo—. ¿Qué significan esos ojos?

—Encubrimiento —respondió sin pensar Marta y, tras una pausa—: cobardía, rendición, falsedad —enumeró con amargura—, si quieres sigo…

Un cabello largo y de un rojo eléctrico, sobre un rostro cabizbajo, era el elemento principal y la única nota de color de la obra. El resto eran motivos en blanco y negro esbozados como si estuvieran sin acabar, pero que transmitían una interpretación perturbadora. La expresión corporal del hombre, pintado de espaldas, ofrecía sutiles, pero inequívocos detalles del dominio que ejercía sobre la joven, visiblemente sometida. No se le veía el rostro, pero se prestaba a imaginarlo con unas intenciones tan oscuras que flotaban por toda la pintura. En el ángulo superior del lienzo aquellos ojos omniscientes añadían un punto siniestro al aspecto final de la obra.

—¿Y si buscas otras fuentes de inspiración? —sugirió Carmen tras un silencio cómplice, sin saber que ponía en bandeja la propuesta que llevaba días queriendo hacer Marta.

—Soy muy recurrente, lo sé, y no eres la única que me lo dice —convino con un ilustrativo gesto del pulgar de su  mano derecha ascendiendo al techo—. Y ya que lo planteas, me gustaría pintar a tu hija —susurró mirando a su nueva amiga a los ojos.

—Eso no me la devolverá —masculló precipitadamente Carmen a la defensiva.

—Tampoco yo recupero la infancia contando esta mierda en mis cuadros… pero suelto lastre —sentenció Marta tajante—.  ¡Águeda! —elevó la voz Marta para llamar la atención de una mujer con uniforme azul que acababa de entrar, rompiendo el blanco impoluto de aquel salón—. Necesito afilar mis pinturas de nuevo. ¿Crees que sería posible utilizar, hoy —y enfatizó la palabra “hoy”— el sacapuntas?

—Luego me acompañas a administración —respondió solícita la enfermera y, con el mismo tono monocorde, anunció al resto de los internos:

—¡Hora de visitas!

Carmen se levantó de la silla, volvió a mirar el cuadro de su amiga, que también se puso en pie, se sacudió una lágrima furtiva de sus ojos siempre tristes y, al final dijo:

—Me lo pensaré… Me lo pensaré, de verdad. ¡Veamos ahora qué noticias traen a estas locas!

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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