Flor de cardo

por | Abr 27, 2023 | Ficción | 9 Comentarios

Flor de cardo

Imagen de Zahaoha en Pixabay

Yvaina lo buscó más allá del odio que mostraban sus ojos…

Apoyada en la pared de la cama, Esther observó a su hija Sara sentada frente a ella con el rostro anidado en las cuencas de sus manos y las piernas en cruz. Sonrió. Recolocó el libro en su regazo.

Corría el año 1590 en el pequeño pueblo de North Berwick, Edimburgo…

—¿Edimburgo es…? —interrumpió la niña.

En las profundas colinas de esa aldea escocesa —continuó Esther guiñando un ojo a hija—, se celebraban los futuros esponsales del rey Jacobo VI de Escocia, con Ana, la hija del rey de Dinamarca, Federico II. Una alianza que impulsaría la influencia y el poder del reino británico allende las islas.

El joven William se enamoró de Yvaina durante aquellos festejos, al calor de unas fogatas de aromáticos manjares diurnos y chispeantes expectativas nocturnas. Quedó fascinado por el resuelto temperamento de la muchacha y por su desgarbada forma de hablar, como si supiera mucho más de lo que estaba dispuesta a manifestar.

—Baila conmigo y te cuento un secreto —le propuso la primera noche.

—No soy amiga de intrigas ajenas ni sacramentos ocultos —desafió Yvaina—. Y no es muy gentil tratar de conseguir los favores de una doncella a base de trueque.

—Entonces me ahorraré la charlatanería, pero baila conmigo.

—Tampoco es menester que quedes mudo… —se burló ella.

La pareja descubrió enseguida que tenía chispa para bailar eternamente y cotorreo para unas cuantas vidas. Apenas precisaron de tres noches enroscadas a sus lunas para comprender que los pasos de uno caminaban pendientes de la sombra del otro, y así hilvanaron el horizonte, con inocentes promesas de un recién estrenado amor.

En el día cuatro de aquellas jornadas un emisario trajo noticias descorazonadoras. El rey Jacobo había salido precipitadamente al rescate de Ana, pues el barco en el que viajaba su prometida hacia Escocia había naufragado fruto de una fuerte tormenta.

Afortunadamente la futura consorte y todo su séquito recalaron en Oslo antes de que se produjera el desastre y, sabiéndola a salvo, nobles, plebeyos y aldeanos retomaron los festejos aplacados por el feliz desenlace de la situación.

—¿Funcionará? —preguntó William mirando la sangre brotar de su mano izquierda.
—Claro —respondió Yvaina—, lo he probado miles de veces.

William la vio manipular las hojas de aloe vera cerca del tallo, les quitó las espinas y presionó con los dedos para obtener una pulpa transparente y de densa textura que inmediatamente aplicó sobre la brecha. Se había hecho un estúpido tajo al ayudar a su padre a despedazar dos conejos para la comida del día.
—¿Cómo sabes de esto? —preguntó él.
—¡Mi madre me enseñó de plantas antes de morir! —recordó con tristeza—. Solía aplicarme este mismo emplasto con las picaduras de mosquitos.

Satisfecho por el inmediato alivio, William atrajo a Yvaina por los hombros y la besó devotamente. No era el primero, ni desde luego sería el último beso, pensó el joven hechizado por aquella muchacha de brioso carácter que le había arrebatado toda ponderación. Se había prendado de su altiva belleza, de su menudo cuerpo y de su asilvestrado cabello tan graciosamente adornado con las flores malvas del cardo escocés. Amaba a esa mujer más, incluso, de lo que estaba dispuesto a reconocer. Así fue como William decidió que Yvaina sería su compañera, justo antes de que estallara la catástrofe.

Una comitiva del rey se adentró en las laderas del pueblo desplegando una atroz brutalidad contra las mujeres. En medio de la confusión, Yvaina se vio arrastrada de súbito por su larga cabellera y golpeada hasta desfallecer. El intenso olor a tierra húmeda de las flores de cardo cayendo de su pelo fue su último recuerdo antes de perder el sentido. William se las había traído esa misma mañana.

La torturaron. La desnudaron y afeitaron buscando la marca del diablo que hallaron junto a uno de sus senos, donde un diminuto lunar, sentenció un improvisado tribunal, había sido la inequívoca puerta de entrada para el maligno.

—¿Cómo has conseguido que se desatara la tormenta para impedir las nupcias de nuestro rey Jacobo con la princesa Ana? —la interrogaban una y otra vez con la misma cuestión.

—No sé de qué me habláis. ¿Cómo iba yo a promover tal catástrofe?

—¿Acaso no practicáis conjuros con las plantas? Confiesa que haces uso de la magia negra.

Todo fue inútil.

La muchedumbre gritaba enloquecida en la plaza del pueblo. Escudriñó a Duncan el panadero, con quien había estado horneando la mañana de su detención. No le aguantó la mirada. Fergus, el herrero, la imprecaba con una violencia desmedida… Entonces buscó a William de nuevo, el hombre al que había entregado su corazón. Yvaina moriría en paz si en sus ojos sentía el amor que se habían profesado. Pero estos solo destellaron una aversión a la altura de su voz, que desgarró el aire con un atronador:

—¡Bruja!

El tumulto se hizo ensordecedor. Todo North Berwick había enloquecido. Junto a ella, otras mujeres igual de horrorizadas se sometían a la humillación y al odio irracional de sus amigos y vecinos. Volvió a mirar a William antes de sentir las llamas acariciando sus pies y, sin saber a qué obedeció aquel último impulso antes de dejarse devorar por el fuego, improvisó una maldición:

—¡Tendrás una bruja en tu descendencia! —le amenazó.

Esther cerró el libro.

—Entonces, ¿Yvaina no se salvó? —pregunta Sara compungida por el desenlace.

—Ni Yvaina, ni las miles de mujeres procesadas por brujería en los siglos XVI y XVII en Escocia, Inglaterra, Alemania, Suiza, Francia y, por supuesto, también España.

—¡Jopeee, mamá! Pero las brujas no existen ¿no?

—Ya lo creo, hija —respondió exagerando el sarcasmo, para que su hija la entendiera—. Todas nosotras lo somos. Siempre hay alguien dispuesto a recordárnoslo.

—Y qué tengo que hacer si me acusan de bruja —se preocupó.

—Lo que hizo Yvaina, hija. Lo que hemos hecho siempre. Subirte a tu escoba y no dejar de reírte a carcajadas…

 

 

 

Flor de cardo

Imagen de Zahaoha en Pixabay

Yvaina lo buscó más allá del odio que mostraban sus ojos…

Apoyada en la pared de la cama, Esther observó a su hija Sara sentada frente a ella con el rostro anidado en las cuencas de sus manos y las piernas en cruz. Sonrió. Recolocó el libro en su regazo.

Corría el año 1590 en el pequeño pueblo de North Berwick, Edimburgo…

—¿Edimburgo es…? —interrumpió la niña.

En las profundas colinas de esa aldea escocesa —continuó Esther guiñando un ojo a hija—, se celebraban los futuros esponsales del rey Jacobo VI de Escocia, con Ana, la hija del rey de Dinamarca, Federico II. Una alianza que impulsaría la influencia y el poder del reino británico allende las islas.

El joven William se enamoró de Yvaina durante aquellos festejos, al calor de unas fogatas de aromáticos manjares diurnos y chispeantes expectativas nocturnas. Quedó fascinado por el resuelto temperamento de la muchacha y por su desgarbada forma de hablar, como si supiera mucho más de lo que estaba dispuesta a manifestar.

—Baila conmigo y te cuento un secreto —le propuso la primera noche.

—No soy amiga de intrigas ajenas ni sacramentos ocultos —desafió Yvaina—. Y no es muy gentil tratar de conseguir los favores de una doncella a base de trueque.

—Entonces me ahorraré la charlatanería, pero baila conmigo.

—Tampoco es menester que quedes mudo… —se burló ella.

La pareja descubrió enseguida que tenía chispa para bailar eternamente y cotorreo para unas cuantas vidas. Apenas precisaron de tres noches enroscadas a sus lunas para comprender que los pasos de uno caminaban pendientes de la sombra del otro, y así hilvanaron el horizonte, con inocentes promesas de un recién estrenado amor.

En el día cuatro de aquellas jornadas un emisario trajo noticias descorazonadoras. El rey Jacobo había salido precipitadamente al rescate de Ana, pues el barco en el que viajaba su prometida hacia Escocia había naufragado fruto de una fuerte tormenta.

Afortunadamente la futura consorte y todo su séquito recalaron en Oslo antes de que se produjera el desastre y, sabiéndola a salvo, nobles, plebeyos y aldeanos retomaron los festejos aplacados por el feliz desenlace de la situación.

—¿Funcionará? —preguntó William mirando la sangre brotar de su mano izquierda.
—Claro —respondió Yvaina—, lo he probado miles de veces.

William la vio manipular las hojas de aloe vera cerca del tallo, les quitó las espinas y presionó con los dedos para obtener una pulpa transparente y de densa textura que inmediatamente aplicó sobre la brecha. Se había hecho un estúpido tajo al ayudar a su padre a despedazar dos conejos para la comida del día.
—¿Cómo sabes de esto? —preguntó él.
—¡Mi madre me enseñó de plantas antes de morir! —recordó con tristeza—. Solía aplicarme este mismo emplasto con las picaduras de mosquitos.

Satisfecho por el inmediato alivio, William atrajo a Yvaina por los hombros y la besó devotamente. No era el primero, ni desde luego sería el último beso, pensó el joven hechizado por aquella muchacha de brioso carácter que le había arrebatado toda ponderación. Se había prendado de su altiva belleza, de su menudo cuerpo y de su asilvestrado cabello tan graciosamente adornado con las flores malvas del cardo escocés. Amaba a esa mujer más, incluso, de lo que estaba dispuesto a reconocer. Así fue como William decidió que Yvaina sería su compañera, justo antes de que estallara la catástrofe.

Una comitiva del rey se adentró en las laderas del pueblo desplegando una atroz brutalidad contra las mujeres. En medio de la confusión, Yvaina se vio arrastrada de súbito por su larga cabellera y golpeada hasta desfallecer. El intenso olor a tierra húmeda de las flores de cardo cayendo de su pelo fue su último recuerdo antes de perder el sentido. William se las había traído esa misma mañana.

La torturaron. La desnudaron y afeitaron buscando la marca del diablo que hallaron junto a uno de sus senos, donde un diminuto lunar, sentenció un improvisado tribunal, había sido la inequívoca puerta de entrada para el maligno.

—¿Cómo has conseguido que se desatara la tormenta para impedir las nupcias de nuestro rey Jacobo con la princesa Ana? —la interrogaban una y otra vez con la misma cuestión.

—No sé de qué me habláis. ¿Cómo iba yo a promover tal catástrofe?

—¿Acaso no practicáis conjuros con las plantas? Confiesa que haces uso de la magia negra.

Todo fue inútil.

La muchedumbre gritaba enloquecida en la plaza del pueblo. Escudriñó a Duncan el panadero, con quien había estado horneando la mañana de su detención. No le aguantó la mirada. Fergus, el herrero, la imprecaba con una violencia desmedida… Entonces buscó a William de nuevo, el hombre al que había entregado su corazón. Yvaina moriría en paz si en sus ojos sentía el amor que se habían profesado. Pero estos solo destellaron una aversión a la altura de su voz, que desgarró el aire con un atronador:

—¡Bruja!

El tumulto se hizo ensordecedor. Todo North Berwick había enloquecido. Junto a ella, otras mujeres igual de horrorizadas se sometían a la humillación y al odio irracional de sus amigos y vecinos. Volvió a mirar a William antes de sentir las llamas acariciando sus pies y, sin saber a qué obedeció aquel último impulso antes de dejarse devorar por el fuego, improvisó una maldición:

—¡Tendrás una bruja en tu descendencia! —le amenazó.

Esther cerró el libro.

—Entonces, ¿Yvaina no se salvó? —pregunta Sara compungida por el desenlace.

—Ni Yvaina, ni las miles de mujeres procesadas por brujería en los siglos XVI y XVII en Escocia, Inglaterra, Alemania, Suiza, Francia y, por supuesto, también España.

—¡Jopeee, mamá! Pero las brujas no existen ¿no?

—Ya lo creo, hija —respondió exagerando el sarcasmo, para que su hija la entendiera—. Todas nosotras lo somos. Siempre hay alguien dispuesto a recordárnoslo.

—Y qué tengo que hacer si me acusan de bruja —se preocupó.

—Lo que hizo Yvaina, hija. Lo que hemos hecho siempre. Subirte a tu escoba y no dejar de reírte a carcajadas…

 

 

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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