La casa de la sidra

por | Abr 12, 2021 | Ficción | 82 Comentarios

Tintero de Plata Matilde Bello

la casa de la sidra

—¡Despierta, Daniel! Tienes que dejar de soñar siempre con lo mismo… —le instaba Joaquín, su sombra desde que llegó a “Maitia”.

—¡Es una maldita pesadilla, sabiondo!

—Te distraes demasiado… —le reprochaba aquel crío de once años cuya mirada oscura asomaba, a duras penas, tras un flequillo permanentemente en los ojos.

—¡Y a ti qué te importa …! —gruñía Daniel que, con trece, no toleraba que un mocoso lo reprendiera.

“Maitia” acogió a Daniel tras ser declarado huérfano y sufrir un tortuoso periplo por la engorrosa burocracia del Estado. ¿Por qué él no había muerto en el accidente de coche y sus padres sí? Nadie supo responderle. Ni el psicólogo que lo visitó en el hospital, ni la asistenta social, ni ahora don Julián, el tutor de aquella casa que decían “de la sidra”, adonde había ido a parar provisionalmente como si fuera un trasto pendiente de facturación.

Aquel viejo caserío de doble planta miraba al mediodía con sus fachadas enjalbegadas cubiertas de alegres glicinias. El rojo brillante que enmarcaba las ventanas, y el de la gran viga que hacía de dintel sobre el portalón de entrada, daban un aspecto de bienvenida al lugar. A Daniel le gustaba, especialmente, el lagar que aún conservaba el desván. Aquí es donde antiguamente hacían la sidra, explicó el tutor. Y allí se refugiaba cuando buscaba soledad.

—¿Es verdad que mataron a dos niños aquí? —le preguntó un día.

—¿Quién te ha dicho semejante cosa?

Daniel se encogió de hombros. Por muy pesado que fuera Joaquín, él no era un chivato.

—¡Bah, habladurías! —restó importancia don Julián.

Los cinco niños de la casa, menores que él, dejaron de insistirle la tercera vez que se negó a estar con ellos.

—¿No te gusta jugar? —le asediaba Joaquín.

—No me gustan los críos.

—Te crees muy mayor y no te enteras de nada… —le increpaba con las manos en los bolsillos.

Una tarde de lluvia que los muchachos descosían viendo la televisión, el tutor le llamó.

—Necesito ayuda, Daniel, acompáñame.

La habitación de don Julián olía a algo dulzón que no supo descifrar. Apenas tenía muebles, pero le llamó la atención el gran reloj de pared por el desquiciante tic tac que emitía ensuciando el aire.

—Córtame las uñas —ordenó sin más—, y extendió las manos al aire como si fuera a tocar el piano. Tic, tac, resonó.

Daniel se sentó y se vio reflejado en el espejo que había sobre el escritorio. Los ojos de don Julián le miraban tan hambrientos que de pronto recordó las advertencias de Joaquín. Dudó. Tic, tac, escuchó.

—Te enseño —resolvió el tutor ante su vacilación. Cogió su dedo corazón, —tic, tac, rechistó el reloj—, pones el filo de la tijera al ras de la yema y das un corte seco. ¡Crack!  —El pedazo salió disparado a la mejilla del tutor, que dio un manotazo. Tic, tac—. Luego metes la punta de la tijera en el vértice, sin apretar, y repasas suavemente. ¡Crac!… La uña quedó impecable. Tic, tac.

—Ahora tú, Daniel —exigió.

El muchacho cogió el dedo corazón del hombre y siguió la misma pauta. ¡Crac! —hizo la primera uña.

—¡Perfecto! —le alentó don Julián. Tic, tac, porfiaba el tiempo.

Ya en el último dedo Daniel despegó la vista de aquellas manos rugosas. Alzó la cabeza. Un niño pelirrojo con una manzana le miraba fijamente desde el espejo. Apretó instintivamente la tijera. ¡Crac!. Se giró. No había nadie. Tic, tac. La sangre salía a borbotones del dedo del tutor.

—¡Zas! —le abofeteó violentamente el tutor.

Daniel se levantó, le devolvió la bofetada y salió corriendo dejando tras de sí aquel irritante tic tac.

Tal vez me he excedido, ponderó don Julián, y se fue en busca del chico. Escondido tras el lagar del desván Daniel no entendía su conducta. Jamás había pegado a un adulto. De pronto le invadió el mismo olor que en la habitación y supo qué era cuando vio rodar una manzana. En ese instante apareció el tutor.

—¡Daniel, tenemos que hablar!

El muchacho siguió el trazado de la fruta. Allí estaba de nuevo el chico del espejo, con un dedo en los labios en señal de silencio. Volvió a mirar al tutor. De su mano derecha brotaban espesos goterones de sangre que dejaban un rastro parduzco al reventar contra el suelo. Las manchas que se iban formando tensaron sus músculos.

—¡Ha sido un accidente! —apaciguaba don Julián.

Pero Daniel solo escuchaba los martillazos de su corazón en las sienes. No podía respirar. El niño del espejo señaló la manzana, que había girado hasta un viejo rastrillo. Abrió la boca y sonó un grito espeluznante:

—¡Ahoraaaaaa!

Daniel se sintió fuera de sí. Empuñó el rastrillo y se lanzó con todas sus fuerzas contra don Julián que, sorprendido, salió despedido por la ventana. Se desnucó en la viga del dintel antes de aterrizar en el suelo y acabar bajo la lluvia con los ojos abiertos.

—Hay que precintar el lugar. Reubiquen a los chavales y todo el mundo fuera —ordenó un juez más tarde. Y “Maitia” se clausuró.

Daniel echó un último vistazo antes de subir al coche policía.

El niño pelirrojo observaba desde una de las ventanas mientras comía una manzana. Joaquín, bajo el umbral, con ese estúpido flequillo retorciendo su mirada, y las manos en los bolsillos de aquel ridículo pantalón, dibujó una última sonrisa complacida y siniestra, antes de entrar en su casa.

la casa de la sidra

—¡Despierta, Daniel! Tienes que dejar de soñar siempre con lo mismo… —le instaba Joaquín, su sombra desde que llegó a “Maitia”.

—¡Es una maldita pesadilla, sabiondo!

—Te distraes demasiado… —le reprochaba aquel crío de once años cuya mirada oscura asomaba, a duras penas, tras un flequillo permanentemente en los ojos.

—¡Y a ti qué te importa …! —gruñía Daniel que, con trece, no toleraba que un mocoso lo reprendiera.

“Maitia” acogió a Daniel tras ser declarado huérfano y sufrir un tortuoso periplo por la engorrosa burocracia del Estado. ¿Por qué él no había muerto en el accidente de coche y sus padres sí? Nadie supo responderle. Ni el psicólogo que lo visitó en el hospital, ni la asistenta social, ni ahora don Julián, el tutor de aquella casa que decían “de la sidra”, adonde había ido a parar provisionalmente como si fuera un trasto pendiente de facturación.

Aquel viejo caserío de doble planta miraba al mediodía con sus fachadas enjalbegadas cubiertas de alegres glicinias. El rojo brillante que enmarcaba las ventanas, y el de la gran viga que hacía de dintel sobre el portalón de entrada, daban un aspecto de bienvenida al lugar. A Daniel le gustaba, especialmente, el lagar que aún conservaba el desván. Aquí es donde antiguamente hacían la sidra, explicó el tutor. Y allí se refugiaba cuando buscaba soledad.

—¿Es verdad que mataron a dos niños aquí? —le preguntó un día.

—¿Quién te ha dicho semejante cosa?

Daniel se encogió de hombros. Por muy pesado que fuera Joaquín, él no era un chivato.

—¡Bah, habladurías! —restó importancia don Julián.

Los cinco niños de la casa, menores que él, dejaron de insistirle la tercera vez que se negó a estar con ellos.

—¿No te gusta jugar? —le asediaba Joaquín.

—No me gustan los críos.

—Te crees muy mayor y no te enteras de nada… —le increpaba con las manos en los bolsillos.

Una tarde de lluvia que los muchachos descosían viendo la televisión, el tutor le llamó.

—Necesito ayuda, Daniel, acompáñame.

La habitación de don Julián olía a algo dulzón que no supo descifrar. Apenas tenía muebles, pero le llamó la atención el gran reloj de pared por el desquiciante tic tac que emitía ensuciando el aire.

—Córtame las uñas —ordenó sin más—, y extendió las manos al aire como si fuera a tocar el piano. Tic, tac, resonó.

Daniel se sentó y se vio reflejado en el espejo que había sobre el escritorio. Los ojos de don Julián le miraban tan hambrientos que de pronto recordó las advertencias de Joaquín. Dudó. Tic, tac, escuchó.

—Te enseño —resolvió el tutor ante su vacilación. Cogió su dedo corazón, —tic, tac, rechistó el reloj—, pones el filo de la tijera al ras de la yema y das un corte seco. ¡Crack!  —El pedazo salió disparado a la mejilla del tutor, que dio un manotazo. Tic, tac—. Luego metes la punta de la tijera en el vértice, sin apretar, y repasas suavemente. ¡Crac!… La uña quedó impecable. Tic, tac.

—Ahora tú, Daniel —exigió.

El muchacho cogió el dedo corazón del hombre y siguió la misma pauta. ¡Crac! —hizo la primera uña.

—¡Perfecto! —le alentó don Julián. Tic, tac, porfiaba el tiempo.

Ya en el último dedo Daniel despegó la vista de aquellas manos rugosas. Alzó la cabeza. Un niño pelirrojo con una manzana le miraba fijamente desde el espejo. Apretó instintivamente la tijera. ¡Crac!. Se giró. No había nadie. Tic, tac. La sangre salía a borbotones del dedo del tutor.

—¡Zas! —le abofeteó violentamente el tutor.

Daniel se levantó, le devolvió la bofetada y salió corriendo dejando tras de sí aquel irritante tic tac.

Tal vez me he excedido, ponderó don Julián, y se fue en busca del chico. Escondido tras el lagar del desván Daniel no entendía su conducta. Jamás había pegado a un adulto. De pronto le invadió el mismo olor que en la habitación y supo qué era cuando vio rodar una manzana. En ese instante apareció el tutor.

—¡Daniel, tenemos que hablar!

El muchacho siguió el trazado de la fruta. Allí estaba de nuevo el chico del espejo, con un dedo en los labios en señal de silencio. Volvió a mirar al tutor. De su mano derecha brotaban espesos goterones de sangre que dejaban un rastro parduzco al reventar contra el suelo. Las manchas que se iban formando tensaron sus músculos.

—¡Ha sido un accidente! —apaciguaba don Julián.

Pero Daniel solo escuchaba los martillazos de su corazón en las sienes. No podía respirar. El niño del espejo señaló la manzana, que había girado hasta un viejo rastrillo. Abrió la boca y sonó un grito espeluznante:

—¡Ahoraaaaaa!

Daniel se sintió fuera de sí. Empuñó el rastrillo y se lanzó con todas sus fuerzas contra don Julián que, sorprendido, salió despedido por la ventana. Se desnucó en la viga del dintel antes de aterrizar en el suelo y acabar bajo la lluvia con los ojos abiertos.

—Hay que precintar el lugar. Reubiquen a los chavales y todo el mundo fuera —ordenó un juez más tarde. Y “Maitia” se clausuró.

Daniel echó un último vistazo antes de subir al coche policía.

El niño pelirrojo observaba desde una de las ventanas mientras comía una manzana. Joaquín, bajo el umbral, con ese estúpido flequillo retorciendo su mirada, y las manos en los bolsillos de aquel ridículo pantalón, dibujó una última sonrisa complacida y siniestra, antes de entrar en su casa.

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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