Más allá del paisaje
Imagen Pixabay
No le pega el nombre, pensé cuando se presentó. Hola, soy Modesto, vuestro profesor de euskera. Era joven para llamarse así y me esperaba algo como Iñaki o Patxi, elucubraba la fértil imaginación de una niña de 14 años en su primer año de instituto. Pero, claro, eso hubiera sido demasiado previsible en un maestro del todo imprevisible. Después de pasar lista y explicar someramente los objetivos del curso, nos confesó aquella afición suya, que yo haría mía, y que siempre vendría precedida por una sonrisa de altas expectativas.
Yo ya intuía mi pasión por el cine por la avidez con que me sumaba a las sesiones de tarde y película en casa. Mi madre solía dormirse en el sofá, pero mi padre se ponía frente al televisor como si fuera una ceremonia de sagrado cumplimiento, y yo le acompañaba con deleite. En aquellos tiempos de una sola cadena Gary Cooper, Liz Taylor o Paul Newman eran ya como de la familia, y esos, y otros nombres, pululaban por el salón con aquella sonoridad extraña que les concedía mi padre y su castiza pronunciación.
Así que cuando Modesto anunció que el cine era su única religión, lo que al principio me pareció una curiosa anécdota acabaría en una admiración sin paliativos. He olvidado cómo hilvanaba las transiciones en clase, bajo qué argumentos saltaba de lo lectivo a lo cinematográfico para justificar sus disertaciones. Pero pronto entendí que su expresión se ajustaba a una auténtica y palpitante devoción por el séptimo arte, además de a un exquisito conocimiento.
Gato enjaulado
En el aula se movía como un gato enjaulado que jugaba al despiste. Sus constantes paseos entre pupitres nos obligaban a seguirle la pista, porque tenía la manía de interpelarnos por sorpresa y a corta distancia. ¡Tú, ¿cómo dirías…?! Preguntaba de improviso apuntando con el dedo. Teníamos que estar atentos a sus encerronas, ya fueran ejercicios de traducción, conjugación de verbos o lo que se terciara. Sin embargo, cuando sus rondas acababan junto al encerado sabíamos que, salvo aclaraciones lingüísticas de rutina, suponía el preámbulo de una «clase de cine». De hecho, era en esas exposiciones estelares cuando sobresalía su vocación de maestro con mayor brillantez, y nos exigía, si cabe, una atención más abnegada.
¿Habéis oído hablar de Ciudadano Kane? Preguntó un día subiéndose las mangas del jersey rojo con el que lo tengo archivado en mi retina. Luego anotó el título y prolongó el rabillo de la e hacia arriba con suficiencia, como si se supiera elemento sustancial de algo importante. A continuación sentenció: «¡la mejor película de la historia!» y se empachó del cine que le hacía vibrar con un virtuosismo difícil de explicar. Porque no es tanto lo que decía, gran parte lo he olvidado, sino cómo lo decía, con esa vehemencia que la piel registra para el resto de su vida. Una de las cosas que me quedaron claras aquel día es que, prodigio y Orson Welles, forman una sociedad indisoluble. Hasta tal punto lo endiosó que llegué a proyectar una imagen novelesca, sobrecargada con todos los excesos de una mente adolescente, del tal Welles, a quien conocí unos meses después en La Dama de Shangai sin que me decepcionara, a pesar de mis fantasías.
Y acudieron muchas otras películas a la clase de euskera, La Diligencia, Con la muerte en los talones, Casablanca, El Enemigo Público, La Reina de África, Cleopatra…, siempre con la misma recomendación por parte del profesor, que mirásemos más allá del paisaje, y que fui degustando de forma obediente y entregada poco a poco.
Cine de lujo
Así hasta que un día a Modesto le resultó insuficiente la mera explicación. Solo nos llevó una vez al cine en todo el año, cosa harto meritoria dado que tal actividad no entraba en su labor docente. Pero aquella película y aquel director bien merecían el esfuerzo, era cine de lujo, decía. Previamente solo concedió un par de pistas en la pizarra: título y director, que a nosotros nos sonó a chino, aunque en este caso era japonés: Dersú Uzala, de Akira Kurosawa.
Me temo que no voy a tener vida suficiente para agradecerle aquel bellísimo regalo. Fue como despertar a algo que ni siquiera sabía que existía. Me impactó de tal forma que aún no he conseguido sentir nada parecido con ninguna otra película. Es cierto que la sensación puede estar convenientemente edulcorada por el intenso debate que mantuvimos luego en clase en torno a la amistad, a los prejuicios, a los valores… Sea como sea, es uno de los recuerdos más bonitos que conservo de mi adolescencia.
El curso finalizó con un notable en euskera y un doctorado en cine. A veces mis recién adquiridos conocimientos cinéfilos se me subían a la cabeza, y le cuestionaba a mi padre las películas que seleccionaba para la sesión de tarde en casa. ¿De qué director es? Preguntaba envanecida, y él leía del periódico: de Michael Curtiz, de John Huston o Alfred Hitchcock y luego enunciaba los actores trastabillándose en las letras. Entonces yo me ponía sabiondilla y reproducía algunas de las peroratas de mi profesor para convencerle de ver una u otra película y, aunque no siempre le convencía, solía salirme con la mía.
No volví a cruzarme con Modesto nunca más pero, unos años después, ya en la universidad, fui consciente de la magnitud de su legado. Estudiando periodismo asistí a una frustrante “Teoría y Crítica del Cine” impartida por un muy catedrático profesor que abordaba la materia como si relatara las aventuras de la penicilina en un prospecto medicinal. Fue entonces cuando Modesto regresó a mi memoria con todo el reconocimiento y el mérito que no supe atribuirle en su momento, y me recordé a mí misma que no hay nada más eficaz en la vida que la pasión para sortear la pereza de la memoria.
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Imagen Pixabay
No le pega el nombre, pensé cuando se presentó. Hola, soy Modesto, vuestro profesor de euskera. Era joven para llamarse así y me esperaba algo como Iñaki o Patxi, elucubraba la fértil imaginación de una niña de 14 años en su primer año de instituto. Pero, claro, eso hubiera sido demasiado previsible en un maestro del todo imprevisible. Después de pasar lista y explicar someramente los objetivos del curso, nos confesó aquella afición suya, que yo haría mía, y que siempre vendría precedida por una sonrisa de altas expectativas.
Yo ya intuía mi pasión por el cine por la avidez con que me sumaba a las sesiones de tarde y película en casa. Mi madre solía dormirse en el sofá, pero mi padre se ponía frente al televisor como si fuera una ceremonia de sagrado cumplimiento, y yo le acompañaba con deleite. En aquellos tiempos de una sola cadena Gary Cooper, Liz Taylor o Paul Newman eran ya como de la familia, y esos, y otros nombres, pululaban por el salón con aquella sonoridad extraña que les concedía mi padre y su castiza pronunciación.
Así que cuando Modesto anunció que el cine era su única religión, lo que al principio me pareció una curiosa anécdota acabaría en una admiración sin paliativos. He olvidado cómo hilvanaba las transiciones en clase, bajo qué argumentos saltaba de lo lectivo a lo cinematográfico para justificar sus disertaciones. Pero pronto entendí que su expresión se ajustaba a una auténtica y palpitante devoción por el séptimo arte, además de a un exquisito conocimiento.
Gato enjaulado
En el aula se movía como un gato enjaulado que jugaba al despiste. Sus constantes paseos entre pupitres nos obligaban a seguirle la pista, porque tenía la manía de interpelarnos por sorpresa y a corta distancia. ¡Tú, ¿cómo dirías…?! Preguntaba de improviso apuntando con el dedo. Teníamos que estar atentos a sus encerronas, ya fueran ejercicios de traducción, conjugación de verbos o lo que se terciara. Sin embargo, cuando sus rondas acababan junto al encerado sabíamos que, salvo aclaraciones lingüísticas de rutina, suponía el preámbulo de una «clase de cine». De hecho, era en esas exposiciones estelares cuando sobresalía su vocación de maestro con mayor brillantez, y nos exigía, si cabe, una atención más abnegada.
¿Habéis oído hablar de Ciudadano Kane? Preguntó un día subiéndose las mangas del jersey rojo con el que lo tengo archivado en mi retina. Luego anotó el título y prolongó el rabillo de la e hacia arriba con suficiencia, como si se supiera elemento sustancial de algo importante. A continuación sentenció: «¡la mejor película de la historia!» y se empachó del cine que le hacía vibrar con un virtuosismo difícil de explicar. Porque no es tanto lo que decía, gran parte lo he olvidado, sino cómo lo decía, con esa vehemencia que la piel registra para el resto de su vida. Una de las cosas que me quedaron claras aquel día es que, prodigio y Orson Welles, forman una sociedad indisoluble. Hasta tal punto lo endiosó que llegué a proyectar una imagen novelesca, sobrecargada con todos los excesos de una mente adolescente, del tal Welles, a quien conocí unos meses después en La Dama de Shangai sin que me decepcionara, a pesar de mis fantasías.
Y acudieron muchas otras películas a la clase de euskera, La Diligencia, Con la muerte en los talones, Casablanca, El Enemigo Público, La Reina de África, Cleopatra…, siempre con la misma recomendación por parte del profesor, que mirásemos más allá del paisaje, y que fui degustando de forma obediente y entregada poco a poco.
Cine de lujo
Así hasta que un día a Modesto le resultó insuficiente la mera explicación. Solo nos llevó una vez al cine en todo el año, cosa harto meritoria dado que tal actividad no entraba en su labor docente. Pero aquella película y aquel director bien merecían el esfuerzo, era cine de lujo, decía. Previamente solo concedió un par de pistas en la pizarra: título y director, que a nosotros nos sonó a chino, aunque en este caso era japonés: Dersú Uzala, de Akira Kurosawa.
Me temo que no voy a tener vida suficiente para agradecerle aquel bellísimo regalo. Fue como despertar a algo que ni siquiera sabía que existía. Me impactó de tal forma que aún no he conseguido sentir nada parecido con ninguna otra película. Es cierto que la sensación puede estar convenientemente edulcorada por el intenso debate que mantuvimos luego en clase en torno a la amistad, a los prejuicios, a los valores… Sea como sea, es uno de los recuerdos más bonitos que conservo de mi adolescencia.
El curso finalizó con un notable en euskera y un doctorado en cine. A veces mis recién adquiridos conocimientos cinéfilos se me subían a la cabeza, y le cuestionaba a mi padre las películas que seleccionaba para la sesión de tarde en casa. ¿De qué director es? Preguntaba envanecida, y él leía del periódico: de Michael Curtiz, de John Huston o Alfred Hitchcock y luego enunciaba los actores trastabillándose en las letras. Entonces yo me ponía sabiondilla y reproducía algunas de las peroratas de mi profesor para convencerle de ver una u otra película y, aunque no siempre le convencía, solía salirme con la mía.
No volví a cruzarme con Modesto nunca más pero, unos años después, ya en la universidad, fui consciente de la magnitud de su legado. Estudiando periodismo asistí a una frustrante “Teoría y Crítica del Cine” impartida por un muy catedrático profesor que abordaba la materia como si relatara las aventuras de la penicilina en un prospecto medicinal. Fue entonces cuando Modesto regresó a mi memoria con todo el reconocimiento y el mérito que no supe atribuirle en su momento, y me recordé a mí misma que no hay nada más eficaz en la vida que la pasión para sortear la pereza de la memoria.
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Magistral. quien no ha sentido devoción x aquel/lla profesor q te trasladaba a otro lugar fuera del aula y ansiabas sus clases como éxtasis en sangre.
Las películas seleccionadas son magníficas.
He revivido mis clases de literaruta en el insti.
Gracias Mati
Gracias a ti Eulalia por visitarme de vez en cuando y dejarme tus comentarios y experiencias.
Un abrazo
¡Hola, Matilde! Sin duda, Modesto es de esos profesores de los que uno se acuerda toda la vida. De esos que no se limitan a leer la lección, sino que su vocación y pasión logran calar en los alumnos y eso es la única manera con la que estos lo vean con respeto, admiración y su materia provoque interés. En mis años de instituto, tuve uno así en Historia. El resultado fue que todos pusimos esa asignatura como primera o segunda opción en la universidad.
Por otro lado, menudo homenaje de cine! Ciudadano Kane la vi con dieciocho años. Creo que esa es la edad ideal para verla. Fue una experiencia vital, un máster para comprender cómo el idealismo de la adolescencia podía derivar en una obsesión por el poder, cómo la vida podía cambiarnos sin que nos diéramos cuenta. Cómo podíamos olvidar Rosebud.
Un abrazo!
Tu comentario me ha hecho recordar que precisamente la mala experiencia que tuve con la asignatura de Cine en la universidad me hizo desistir de seguir eligiéndola en cursos sucesivos. Me decanté por Sociología, lo que me permitió descubrir también otro terreno fascinante. Pero lamento mucho, muchísimo, no recordar nada, o casi nada, de lo que nos enseñó aquél catedrático del que ni siquiera se me quedó su nombre.
Ciudadano Kane también la vi bastante tiempo después y no, no podemos olvidar Rosebud.
Un abrazo David
Felicidades por ese merecido premio!
Y un bravo para Modesto.
Gracias Begoña
Por pequeños que sean los reconocimientos siempre estimulan.
Y sí, Modesto era increíble…
Una brazo
A mí me impactó el profesor de Filosofía y no por las clases en si, si no por las perlas que añadía al final de las mismas. De esto hace 60 años pensad en la mentalidad de la época, en una clase de ciento diez chicas de unos quince años.
Va una: señoritas: mañana una charla en el Casino sobre un tema que les vendrá muy bien sobre lo que estamos estudiando ahora…
No hace falta que les diga que vayan bien arregladas y compuestas. Ya saben el refrán que dice que “dónde menos se espera salta la liebre”
Me alegro de tu premio.
Un abrazo
Ja, ja…. Sí, un profesor muy de los de antes….
Gracias Nieves por compartir también tus experiencias…
Un abrazo
Todo lo que sea haga con pasión, al final acaba por dar resultados esperados o al menos, positivos para un futuro basado en la satisfacción. Modesto da la sensación de ser un buen estratega, hace su papel de profesor sin olvidar su otro papel por la predilección al cine, y como todo, puede complementarse si se sabe utilizar las dotes naturales, consigue que aquella niña, mantenga atención en clase, y en el comportamiento de él, con lo cual, ella, amplia sus conocimientos cinematográficos y consigue ser periodista, que bien podría haber elegido otra formación. El legado que pueden dejar algunos maestros o maestras, a veces se les reconoce como en este caso, al cabo de años, pero creo, que siempre dejan huella en el futuro. Estaría bien saber desperezar la mente para recordar la influencia que tuvieron ciertos educadores.
Hermoso paseo por aulas, y salas de cine, Matilde. Me ha encantado el relato, lleno de realismo y como siempre, maravillosamente narrado.
¡Un fuerte abrazo!
Querida Mila,
Siempre es un placer leer los comentarios tan profundos que me dejas. Este escrito también responde a un reto que nos animaba a escribir sobre nuestro mejor maestro. Cuando me puse a ello me costó elegir, porque debo reconocer que los he tenido muy buenos. Finalmente elegí a Modesto por esa pasión de la que hemos hablado, porque era un hombre convencido de su vocación que supo mantenernos despiertos durante todo el curso; pero posiblemente podría hacer otros relatos de al menos tres o cuatro profesores inolvidables más.
Un fuerte abrazo Mila y muchas gracias por pasarte por aquí
Felicidades por tan merecido premio.
El relato, como siempre, me atrapa y me traslada a dicha aula, en la que Modesto sabia, con su gran maestría, potenciar las mentes de sus alumnos .
Los maestros que dejan huella la dejan para siempre. Es una fortaleza que llevamos siempre en la mochila y que sin darnos cuenta proyecta su sombra en diferentes momentos de nuestra vida. Un lujazo.