Más allá del paisaje

por | Ene 27, 2021 | Ficción | 12 Comentarios

Cine, películas

Imagen Pixabay

No le pega el nombre, pensé cuando se presentó. Hola, soy Modesto, vuestro profesor de euskera. Era joven para llamarse así y me esperaba algo como Iñaki o Patxi, elucubraba la fértil imaginación de una niña de 14 años en su primer año de instituto. Pero, claro, eso hubiera sido demasiado previsible en un maestro del todo imprevisible. Después de pasar lista y explicar someramente los objetivos del curso, nos confesó aquella afición suya, que yo haría mía, y que siempre vendría precedida por una sonrisa de altas expectativas.

Yo ya intuía mi pasión por el cine por la avidez con que me sumaba a las sesiones de tarde y película en casa. Mi madre solía dormirse en el sofá, pero mi padre se ponía frente al televisor como si fuera una ceremonia de sagrado cumplimiento, y yo le acompañaba con deleite. En aquellos tiempos de una sola cadena Gary Cooper, Liz Taylor o Paul Newman eran ya como de la familia, y esos, y otros nombres, pululaban por el salón con aquella sonoridad extraña que les concedía mi padre y su castiza pronunciación.

Así que cuando Modesto anunció que el cine era su única religión, lo que al principio me pareció una curiosa anécdota acabaría en una admiración sin paliativos. He olvidado cómo hilvanaba las transiciones en clase, bajo qué argumentos saltaba de lo lectivo a lo cinematográfico para justificar sus disertaciones.  Pero pronto entendí que su expresión se ajustaba a una auténtica y palpitante devoción por el séptimo arte, además de a un exquisito conocimiento.

Gato enjaulado

En el aula se movía como un gato enjaulado que jugaba al despiste. Sus constantes paseos entre pupitres nos obligaban a seguirle la pista, porque tenía la manía de interpelarnos por sorpresa y a corta distancia. ¡Tú, ¿cómo dirías…?! Preguntaba de improviso apuntando con el dedo. Teníamos que estar atentos a sus encerronas, ya fueran ejercicios de traducción, conjugación de verbos o lo que se terciara. Sin embargo, cuando sus rondas acababan junto al encerado sabíamos que, salvo aclaraciones lingüísticas de rutina, suponía el preámbulo de una «clase de cine». De hecho, era en esas exposiciones estelares cuando sobresalía su vocación de maestro con mayor brillantez, y nos exigía, si cabe, una atención más abnegada.

¿Habéis oído hablar de Ciudadano Kane? Preguntó un día subiéndose las mangas del jersey rojo con el que lo tengo archivado en mi retina. Luego anotó el título y prolongó el rabillo de la e hacia arriba con suficiencia, como si se supiera elemento sustancial de algo importante. A continuación sentenció: «¡la mejor película de la historia!» y se empachó del cine que le hacía vibrar con un virtuosismo difícil de explicar. Porque no es tanto lo que decía, gran parte lo he olvidado, sino cómo lo decía, con esa vehemencia que la piel registra para el resto de su vida. Una de las cosas que me quedaron claras aquel día es que, prodigio y Orson Welles, forman una sociedad indisoluble. Hasta tal punto lo endiosó que llegué a proyectar una imagen novelesca, sobrecargada con todos los excesos de una mente adolescente, del tal Welles, a quien conocí unos meses después en La Dama de Shangai sin que me decepcionara, a pesar de mis fantasías.

Y acudieron muchas otras películas a la clase de euskera, La Diligencia, Con la muerte en los talones, Casablanca, El Enemigo Público, La Reina de África, Cleopatra…, siempre con la misma recomendación por parte del profesor, que mirásemos más allá del paisaje, y que fui degustando de forma obediente y entregada poco a poco.

Cine de lujo

Así hasta que un día a Modesto le resultó insuficiente la mera explicación. Solo nos llevó una vez al cine en todo el año, cosa harto meritoria dado que tal actividad no entraba en su labor docente. Pero aquella película y aquel director bien merecían el esfuerzo, era cine de lujo, decía.  Previamente solo concedió un par de pistas en la pizarra: título y director, que a nosotros nos sonó a chino, aunque en este caso era japonés: Dersú Uzala, de Akira Kurosawa.

Me temo que no voy a tener vida suficiente para agradecerle aquel bellísimo regalo. Fue como despertar a algo que ni siquiera sabía que existía. Me impactó de tal forma que aún no he conseguido sentir nada parecido con ninguna otra película. Es cierto que la sensación puede estar convenientemente edulcorada por el intenso debate que mantuvimos luego en clase en torno a la amistad, a los prejuicios, a los valores…  Sea como sea, es uno de los recuerdos más bonitos que conservo de mi adolescencia.

El curso finalizó con un notable en euskera y un doctorado en cine. A veces mis recién adquiridos conocimientos cinéfilos se me subían a la cabeza, y le cuestionaba a mi padre las películas que seleccionaba para la sesión de tarde en casa. ¿De qué director es? Preguntaba envanecida, y él leía del periódico: de Michael Curtiz, de John Huston o Alfred Hitchcock y luego enunciaba los actores trastabillándose en las letras. Entonces yo me ponía sabiondilla y reproducía algunas de las peroratas de mi profesor para convencerle de ver una u otra película y, aunque no siempre le convencía, solía salirme con la mía.

No volví a cruzarme con Modesto nunca más pero, unos años después, ya en la universidad, fui consciente de la magnitud de su legado. Estudiando periodismo asistí a una frustrante “Teoría y Crítica del Cine” impartida por un muy catedrático profesor que abordaba la materia  como si relatara las aventuras de la penicilina en un prospecto medicinal. Fue entonces cuando Modesto regresó a mi memoria con todo el reconocimiento y el mérito que no supe atribuirle en su momento, y me recordé a mí misma que no hay nada más eficaz en la vida que la pasión para sortear la pereza de la memoria.

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Cine, películas

Imagen Pixabay

No le pega el nombre, pensé cuando se presentó. Hola, soy Modesto, vuestro profesor de euskera. Era joven para llamarse así y me esperaba algo como Iñaki o Patxi, elucubraba la fértil imaginación de una niña de 14 años en su primer año de instituto. Pero, claro, eso hubiera sido demasiado previsible en un maestro del todo imprevisible. Después de pasar lista y explicar someramente los objetivos del curso, nos confesó aquella afición suya, que yo haría mía, y que siempre vendría precedida por una sonrisa de altas expectativas.

Yo ya intuía mi pasión por el cine por la avidez con que me sumaba a las sesiones de tarde y película en casa. Mi madre solía dormirse en el sofá, pero mi padre se ponía frente al televisor como si fuera una ceremonia de sagrado cumplimiento, y yo le acompañaba con deleite. En aquellos tiempos de una sola cadena Gary Cooper, Liz Taylor o Paul Newman eran ya como de la familia, y esos, y otros nombres, pululaban por el salón con aquella sonoridad extraña que les concedía mi padre y su castiza pronunciación.

Así que cuando Modesto anunció que el cine era su única religión, lo que al principio me pareció una curiosa anécdota acabaría en una admiración sin paliativos. He olvidado cómo hilvanaba las transiciones en clase, bajo qué argumentos saltaba de lo lectivo a lo cinematográfico para justificar sus disertaciones.  Pero pronto entendí que su expresión se ajustaba a una auténtica y palpitante devoción por el séptimo arte, además de a un exquisito conocimiento.

Gato enjaulado

En el aula se movía como un gato enjaulado que jugaba al despiste. Sus constantes paseos entre pupitres nos obligaban a seguirle la pista, porque tenía la manía de interpelarnos por sorpresa y a corta distancia. ¡Tú, ¿cómo dirías…?! Preguntaba de improviso apuntando con el dedo. Teníamos que estar atentos a sus encerronas, ya fueran ejercicios de traducción, conjugación de verbos o lo que se terciara. Sin embargo, cuando sus rondas acababan junto al encerado sabíamos que, salvo aclaraciones lingüísticas de rutina, suponía el preámbulo de una «clase de cine». De hecho, era en esas exposiciones estelares cuando sobresalía su vocación de maestro con mayor brillantez, y nos exigía, si cabe, una atención más abnegada.

¿Habéis oído hablar de Ciudadano Kane? Preguntó un día subiéndose las mangas del jersey rojo con el que lo tengo archivado en mi retina. Luego anotó el título y prolongó el rabillo de la e hacia arriba con suficiencia, como si se supiera elemento sustancial de algo importante. A continuación sentenció: «¡la mejor película de la historia!» y se empachó del cine que le hacía vibrar con un virtuosismo difícil de explicar. Porque no es tanto lo que decía, gran parte lo he olvidado, sino cómo lo decía, con esa vehemencia que la piel registra para el resto de su vida. Una de las cosas que me quedaron claras aquel día es que, prodigio y Orson Welles, forman una sociedad indisoluble. Hasta tal punto lo endiosó que llegué a proyectar una imagen novelesca, sobrecargada con todos los excesos de una mente adolescente, del tal Welles, a quien conocí unos meses después en La Dama de Shangai sin que me decepcionara, a pesar de mis fantasías.

Y acudieron muchas otras películas a la clase de euskera, La Diligencia, Con la muerte en los talones, Casablanca, El Enemigo Público, La Reina de África, Cleopatra…, siempre con la misma recomendación por parte del profesor, que mirásemos más allá del paisaje, y que fui degustando de forma obediente y entregada poco a poco.

Cine de lujo

Así hasta que un día a Modesto le resultó insuficiente la mera explicación. Solo nos llevó una vez al cine en todo el año, cosa harto meritoria dado que tal actividad no entraba en su labor docente. Pero aquella película y aquel director bien merecían el esfuerzo, era cine de lujo, decía.  Previamente solo concedió un par de pistas en la pizarra: título y director, que a nosotros nos sonó a chino, aunque en este caso era japonés: Dersú Uzala, de Akira Kurosawa.

Me temo que no voy a tener vida suficiente para agradecerle aquel bellísimo regalo. Fue como despertar a algo que ni siquiera sabía que existía. Me impactó de tal forma que aún no he conseguido sentir nada parecido con ninguna otra película. Es cierto que la sensación puede estar convenientemente edulcorada por el intenso debate que mantuvimos luego en clase en torno a la amistad, a los prejuicios, a los valores…  Sea como sea, es uno de los recuerdos más bonitos que conservo de mi adolescencia.

El curso finalizó con un notable en euskera y un doctorado en cine. A veces mis recién adquiridos conocimientos cinéfilos se me subían a la cabeza, y le cuestionaba a mi padre las películas que seleccionaba para la sesión de tarde en casa. ¿De qué director es? Preguntaba envanecida, y él leía del periódico: de Michael Curtiz, de John Huston o Alfred Hitchcock y luego enunciaba los actores trastabillándose en las letras. Entonces yo me ponía sabiondilla y reproducía algunas de las peroratas de mi profesor para convencerle de ver una u otra película y, aunque no siempre le convencía, solía salirme con la mía.

No volví a cruzarme con Modesto nunca más pero, unos años después, ya en la universidad, fui consciente de la magnitud de su legado. Estudiando periodismo asistí a una frustrante “Teoría y Crítica del Cine” impartida por un muy catedrático profesor que abordaba la materia  como si relatara las aventuras de la penicilina en un prospecto medicinal. Fue entonces cuando Modesto regresó a mi memoria con todo el reconocimiento y el mérito que no supe atribuirle en su momento, y me recordé a mí misma que no hay nada más eficaz en la vida que la pasión para sortear la pereza de la memoria.

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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