Respiración contenida
Imagen de Maria Tsupa en Pixabay
Los ojos de Itxaso se encendieron con las primeras luces de la ciudad. El amanecer clareaba palpitante en su ventana, con prisa por descifrar los misterios de aquella mañana que ya burbujeaba en su estómago.
Fijó la vista al otro lado del cristal. Un nutrido grupo de hombres y mujeres caminaba a un solo paso, guiado por un único corazón, dejando tras de sí un discreto murmullo como si cada huella llevara impresa la solemnidad de sus intenciones. Podía sentir la adrenalina correteando como una comadreja por los edificios, serpenteando por las callejuelas hasta adherirse a la piel de esas personas que vestían la mirada con una determinación innegociable.
A sus siete años Itxaso percibía con total clarividencia la emoción contenida en el aire. La densidad de una atmósfera pastosa que se enganchaba al oxígeno. Se contagió de aquella excitación colectiva que ascendía por la fachada hasta su cuarto como un rumor casi místico, una mezcla entre silencio brumoso y oración velada que la obligaba a inspirar profundamente en busca de calma.
Un suspiro para las ocho, decía el reloj de su mesilla. ¿Por qué iba a ser diferente este día del anterior?
Con la frente pegada a la ventana miró hacia abajo. Allí estaba su padre.
La observaba imperturbable; con la sonrisa confiada de un conquistador curtido en victorias y la inteligencia de quien ha demostrado dosificar con finura valor y prudencia. Adivinó en los ojos de su hija un justo temor disfrazado de orgullo. Se lo guardó en el corazón. Sería su armadura en el campo de batalla.
Desde su atalaya la niña contenía la inquietud con los labios apretados. Se agarraba a la promesa dada del regreso para mantenerse entera, para no sucumbir a ese estremecimiento que la invitaba a gritar. Nunca había faltado a su palabra. Tenían que ir a desayunar juntos, como cada día hacían en fiestas.
Itxaso vio a su padre saludar con la mano, lanzar una sonrisa y desaparecer entre las sombras. Luego esperó muy quieta, tanto que escuchaba su latido en las sienes como un insolente tic tac de descuento.
Oyó el cántico de rigor, tres veces. El sol buscó la mejor posición entre las pocas nubes que pintaban el cielo.
El estruendo del chupinazo retumbó en sus entrañas. Comenzaba el encierro.
Entonces Itxaso se giró de espaldas a la ventana y dedicó una oración al reloj para que el tiempo, ahora detenido en sus manos, retomara su cadencia habitual en un rato, con su padre de vuelta otra mañana de San Fermín silbando una canción con sus labios.
«Ojalá que la espera no desgaste mis sueños«
Marilyn Monroe
Imagen de Maria Tsupa en Pixabay
Los ojos de Itxaso se encendieron con las primeras luces de la ciudad. El amanecer clareaba palpitante en su ventana, con prisa por descifrar los misterios de aquella mañana que ya burbujeaba en su estómago.
Fijó la vista al otro lado del cristal. Un nutrido grupo de hombres y mujeres caminaba a un solo paso, guiado por un único corazón, dejando tras de sí un discreto murmullo como si cada huella llevara impresa la solemnidad de sus intenciones. Podía sentir la adrenalina correteando como una comadreja por los edificios, serpenteando por las callejuelas hasta adherirse a la piel de esas personas que vestían la mirada con una determinación innegociable.
A sus siete años Itxaso percibía con total clarividencia la emoción contenida en el aire. La densidad de una atmósfera pastosa que se enganchaba al oxígeno. Se contagió de aquella excitación colectiva que ascendía por la fachada hasta su cuarto como un rumor casi místico, una mezcla entre silencio brumoso y oración velada que la obligaba a inspirar profundamente en busca de calma.
Un suspiro para las ocho, decía el reloj de su mesilla. ¿Por qué iba a ser diferente este día del anterior?
Con la frente pegada a la ventana miró hacia abajo. Allí estaba su padre.
La observaba imperturbable; con la sonrisa confiada de un conquistador curtido en victorias y la inteligencia de quien ha demostrado dosificar con finura valor y prudencia. Adivinó en los ojos de su hija un justo temor disfrazado de orgullo. Se lo guardó en el corazón. Sería su armadura en el campo de batalla.
Desde su atalaya la niña contenía la inquietud con los labios apretados. Se agarraba a la promesa dada del regreso para mantenerse entera, para no sucumbir a ese estremecimiento que la invitaba a gritar. Nunca había faltado a su palabra. Tenían que ir a desayunar juntos, como cada día hacían en fiestas.
Itxaso vio a su padre saludar con la mano, lanzar una sonrisa y desaparecer entre las sombras. Luego esperó muy quieta, tanto que escuchaba su latido en las sienes como un insolente tic tac de descuento.
Oyó el cántico de rigor, tres veces. El sol buscó la mejor posición entre las pocas nubes que pintaban el cielo.
El estruendo del chupinazo retumbó en sus entrañas. Comenzaba el encierro.
Entonces Itxaso se giró de espaldas a la ventana y dedicó una oración al reloj para que el tiempo, ahora detenido en sus manos, retomara su cadencia habitual en un rato, con su padre de vuelta otra mañana de San Fermín silbando una canción con sus labios.
«Ojalá que la espera no desgaste mis sueños«
Marilyn Monroe