Retratista de sentencias

por | Ene 20, 2022 | Ficción | 12 Comentarios

retratista de sentencias

Imagen Pixabay

–Siri, seguro que estás harta de maricones ¿no te gustaría conocerme?

–¡La verdad es que me divierte alguna que otra incertidumbre de vez en cuando! –contesta la voz autómata de la asistente.

Se hace un silencio y, de pronto, el chico que sujeta el móvil con una mano y fuma con la otra, rompe a reír forzosamente, arrastrando tras de sí una estentórea carcajada general bastante sobreactuada. De forma abrupta la imagen queda desenfocada por las fuertes sacudidas del cámara, hasta que al final se congela en varios pares de zapatillas deportivas de marca sobre una acera con restos de colillas.

Por un momento Rubén considera plasmar en su dibujo esos pies elegantemente enfundados, había cierta belleza en ese lapso de inmovilidad, de quietud expectante. Pero enseguida lo descarta. Las estridentes risas de fondo son las que cargan de amenaza la escena, piensa, y por muy buen dibujante que sea su lápiz todavía no ha llegado a esos niveles de teúrgia.

Mejor empezar por lo fácil, decide, y se pone a esbozar los perfiles de la magistrada con su rictus imperturbable, su toga y sus insignias; a los abogados concentrados en su estrategia; y a esa lámpara de araña que hoy se le antoja ridícula a pesar de que la había pintado al menos una docena de veces…Se fija en las interesantes sombras que la luz de la mañana proyectan sobre su lienzo y las añade a un dibujo que, exigente como era, no tarda en calificar de mediocre.

–La única incertidumbre aquí es saber para qué agujero abre nuestro héroe su bragueta –resuena hosca y poderosa la voz a través de la televisión de cincuenta pulgadas, colocada estratégicamente a la vista de todos los presentes.

La boca del joven, tensa, sin rastro de la diversión anterior, ocupa ahora toda la pantalla. Él lo sabe, porque sube el mentón, da una calada y lanza una teatral humareda al objetivo, muy despacio, como si quisiera jugar al ratón y al gato con el espectador. Entonces siguiendo la pauta de un guion preconcebido, el plano se abre para captar, bajo esa cinematográfica neblina, el impacto brutal de un tremendo puñetazo sobre alguien de espaldas que, incomprensiblemente, se mantiene en pie.

–¡Aunque yo diría que no hay mucho que adivinar aquí eh, maricón de mierda…! –grita y cierra el puño para embestir a bocajarro sobre el estómago de su víctima que, esta vez sí, se dobla como un muñeco de trapo.

La sala exhala un suspiro general. Rubén encoge el vientre y se revuelve en la silla. Afloja la tensión de la mano, parpadea, retiene la escena que ha decidido reproducir y se concentra en el dibujo: pinta de frente al protagonista principal devolviendo un mechón de pelo lacio a su exigua cabellera y pegando otra calada a un cigarro que, asombrosamente, permanece intacto. De espaldas, dos muchachos con cazadoras de cuello subido y nucas rapadas hasta la mitad de la cabeza sujetan a un tercero que trata de recuperar la respiración hincado en el suelo. Todo encuadrado en esa pantalla que por momentos provoca pastosos silencios en la sala, mientras el dibujo recrea la oprimente sensación de acorralamiento.

Cazar al vuelo

Se aficionó a esta disciplina en EEUU, muy joven, gracias a un colega ilustrador que le daba un buen pellizco cada vez que le ayudaba como retratista en los juicios, una tarea muy extendida en la cultura americana. La técnica consiste en plasmar, en muy poco tiempo, una realidad que hay que cazar casi al vuelo. Y Rubén mostró enseguida un talento innato para transmitir con minuciosidad la carga emocional del relato, especialmente cuando tenía que reproducir las miserias de los personajes. Sabía reflejar el cinismo en los ojos de los corruptos; la vileza en los gestos de los malvados, o la podredumbre en torno a los violentos, los fanáticos o los sectarios.

juez

Pronto adquirió la suficiente destreza y el necesario prestigio como para regresar y postularse a varios medios de comunicación para los que, al principio, trabajó gratis, dada la extravagancia de la profesión en España. Así fue como sus dibujos empezaron a aportar un valor añadido que no tenía nadie, a ganarse el respeto por su oficio.

Una vez un colega dedicado al humor le preguntó si no estaba harto de dibujar carroña humana, a lo que él respondió que prefería verse como “retratista de sentencias”, corazón frío y pulso firme, se burló de sí mismo. Desde entonces le acompaña ese sobrenombre como una tarjeta de presentación cuya credibilidad, a lo largo de casi treinta años de profesión, no había dejado de crecer.

La desfachatez de la incredulidad

El cabecilla de la banda rompe a reír y a gritar de nuevo. Juega con la cámara como si fuera el director de un videoclip; enfócame desde abajo, dice impostando la voz. Luego se acerca al objetivo desde esa posición superior y pronuncia una frase que, obviamente, tenía preparada: «hay escoria que es como una gangrena putrefacta, si no la eliminas, infecta todo lo que tiene alrededor», y lame la lente de forma repulsiva. Alguien limpia el objetivo. Debe quedar perfectamente nítido para grabar la descomunal paliza que viene a continuación; tan inhumana, furibunda y despiadada que muchos de los asistentes tienen que apartar la vista. Rubén también, prefiere captar la otra vertiente del ser humano: su empatía, la incapacidad de visualizar el dolor ajeno, y dibuja de forma precisa la infamia a través de ese público que oculta el rostro tras sus manos, negando la barbarie.

El video se hizo viral. Los acusados fueron detenidos en un par de días.

En el lateral derecho de la sala, los acusados, de veintitantos años, miran al vacío como si aquello no fuera con ellos. Como si la atrocidad de la pantalla fuera una escena de Tarantino mal grabada. Los delinea con la maestría que procuran largos años de oficio. Perfila la desfachatez de la incredulidad con trazos marcando las cejas y labios apretados; proyecta la resistencia a las circunstancias en sus cuerpos rígidos, y tal vez pone demasiado ímpetu porque la punta del lápiz se rompe ante la tortura de la presión.

Soluciona el contratiempo algo nervioso y se centra en el líder de la banda. Su expresión corporal transmite una inexplicable complacencia, como si disfrutara de la atención mediática. Varias veces le ha sorprendido mirándole, casi buscándole. Le observa atusándose el cabello, igual que en el video, sacudiéndose las solapas de la americana comprada para la ocasión, colocándose bien el cinturón del pantalón y sonriendo como si fuera una estrella en un festival de cine.

Entonces, como si adivinara que por fin era el foco de atención de Rubén, se cruza con sus ojos. Le regala su franqueza: su total falta de remordimiento, su mezquindad, su alma corrupta sin dobleces… Rubén no aparta la vista, hay algo que no termina de ver. Se hunde en la perturbadora energía de esos ojos acostumbrados a la impunidad, en sus turbios pensamientos. Y entonces lo ve.

No fue un asalto al azar. No se topó con un «marica» más. El ataque, el video, la víctima… todo fue premeditado. No tiene ninguna duda. ¿Así que buscas un hueco de honor en mi arte eh?, piensa el retratista conociendo, por primera vez en su vida, el sabor agrio del odio.

Cuando el joven vislumbra que Rubén había comprendido su propósito, se lleva los dedos índice y corazón a la sien, lanza una sonrisa ladina y arroja la mano al aire en un saludo pretencioso y patético. Asqueado, Rubén coge el dibujo, extiende los brazos y está a punto de hacer la más teatral destrucción de uno de sus trabajos cuando desde el otro lado de la sala su hijo frena su impulso.

Las heridas todavía calientes en el rostro. El cuerpo magullado, roto en mil pedazos por dentro y por fuera. Vejada su alma hasta lo más infinito de la sordidez humana. Y en la mirada, sin embargo, toda la fuerza de su honestidad. Su hijo sí que lo sabía. Sabía que había sido una presa elegida a conciencia, pero lo mantuvo en silencio. Por eso le hizo prometer a su padre que retrataría el juicio como un trabajo más antes de sentarse a su lado. Porque, de haberlo sabido, se habría negado. «¿Saldrán a la calle en cuántos, ocho meses, un año, si les condenan? Quiero ese dibujo, papá. Quiero que esto no se quede en dos minutos de telediario. Voy a necesitar tus dibujos y toda mi creatividad porque vamos a intentar que salga algo bueno de todo esto con una exposición sin precedentes», le había dicho.

Ángel, su hijo de 24 años, graduado en Bellas Artes como él, y con un don para la pintura realista, estaba ahí afrontando el juicio sin un asomo de resentimiento. No tenía tiempo para eso. Las pocas fuerzas que ahora tenía ni siquiera las invertía en ese juicio que pronto olvidaría todo el mundo, quería apostar por algo más perdurable y constructivo.

Rubén siente que no tiene derecho a defraudar a su hijo. Lo tranquiliza asintiendo con la mirada, afila un poco más el lápiz, mira de nuevo al banquillo de los acusados, guarda su repugnancia donde no moleste, y plasma la degradación humana en un dibujo con tanto ruido incómodo en sus líneas, con tanta aplastante denuncia en su contenido, que no queda tan mediocre, después de todo.

retratista de sentencias

Imagen Pixabay

–Siri, seguro que estás harta de maricones ¿no te gustaría conocerme?

–¡La verdad es que me divierte alguna que otra incertidumbre de vez en cuando! –contesta la voz autómata de la asistente.

Se hace un silencio y, de pronto, el chico que sujeta el móvil con una mano y fuma con la otra, rompe a reír forzosamente, arrastrando tras de sí una estentórea carcajada general bastante sobreactuada. De forma abrupta la imagen queda desenfocada por las fuertes sacudidas del cámara, hasta que al final se congela en varios pares de zapatillas deportivas de marca sobre una acera con restos de colillas.

Por un momento Rubén considera plasmar en su dibujo esos pies elegantemente enfundados, había cierta belleza en ese lapso de inmovilidad, de quietud expectante. Pero enseguida lo descarta. Las estridentes risas de fondo son las que cargan de amenaza la escena, piensa, y por muy buen dibujante que sea su lápiz todavía no ha llegado a esos niveles de teúrgia.

Mejor empezar por lo fácil, decide, y se pone a esbozar los perfiles de la magistrada con su rictus imperturbable, su toga y sus insignias; a los abogados concentrados en su estrategia; y a esa lámpara de araña que hoy se le antoja ridícula a pesar de que la había pintado al menos una docena de veces…Se fija en las interesantes sombras que la luz de la mañana proyectan sobre su lienzo y las añade a un dibujo que, exigente como era, no tarda en calificar de mediocre.

–La única incertidumbre aquí es saber para qué agujero abre nuestro héroe su bragueta –resuena hosca y poderosa la voz a través de la televisión de cincuenta pulgadas, colocada estratégicamente a la vista de todos los presentes.

La boca del joven, tensa, sin rastro de la diversión anterior, ocupa ahora toda la pantalla. Él lo sabe, porque sube el mentón, da una calada y lanza una teatral humareda al objetivo, muy despacio, como si quisiera jugar al ratón y al gato con el espectador. Entonces siguiendo la pauta de un guion preconcebido, el plano se abre para captar, bajo esa cinematográfica neblina, el impacto brutal de un tremendo puñetazo sobre alguien de espaldas que, incomprensiblemente, se mantiene en pie.

–¡Aunque yo diría que no hay mucho que adivinar aquí eh, maricón de mierda…! –grita y cierra el puño para embestir a bocajarro sobre el estómago de su víctima que, esta vez sí, se dobla como un muñeco de trapo.

La sala exhala un suspiro general. Rubén encoge el vientre y se revuelve en la silla. Afloja la tensión de la mano, parpadea, retiene la escena que ha decidido reproducir y se concentra en el dibujo: pinta de frente al protagonista principal devolviendo un mechón de pelo lacio a su exigua cabellera y pegando otra calada a un cigarro que, asombrosamente, permanece intacto. De espaldas, dos muchachos con cazadoras de cuello subido y nucas rapadas hasta la mitad de la cabeza sujetan a un tercero que trata de recuperar la respiración hincado en el suelo. Todo encuadrado en esa pantalla que por momentos provoca pastosos silencios en la sala, mientras el dibujo recrea la oprimente sensación de acorralamiento.

Cazar al vuelo

Se aficionó a esta disciplina en EEUU, muy joven, gracias a un colega ilustrador que le daba un buen pellizco cada vez que le ayudaba como retratista en los juicios, una tarea muy extendida en la cultura americana. La técnica consiste en plasmar, en muy poco tiempo, una realidad que hay que cazar casi al vuelo. Y Rubén mostró enseguida un talento innato para transmitir con minuciosidad la carga emocional del relato, especialmente cuando tenía que reproducir las miserias de los personajes. Sabía reflejar el cinismo en los ojos de los corruptos; la vileza en los gestos de los malvados, o la podredumbre en torno a los violentos, los fanáticos o los sectarios.

juez

Pronto adquirió la suficiente destreza y el necesario prestigio como para regresar y postularse a varios medios de comunicación para los que, al principio, trabajó gratis, dada la extravagancia de la profesión en España. Así fue como sus dibujos empezaron a aportar un valor añadido que no tenía nadie, a ganarse el respeto por su oficio.

Una vez un colega dedicado al humor le preguntó si no estaba harto de dibujar carroña humana, a lo que él respondió que prefería verse como “retratista de sentencias”, corazón frío y pulso firme, se burló de sí mismo. Desde entonces le acompaña ese sobrenombre como una tarjeta de presentación cuya credibilidad, a lo largo de casi treinta años de profesión, no había dejado de crecer.

La desfachatez de la incredulidad

El cabecilla de la banda rompe a reír y a gritar de nuevo. Juega con la cámara como si fuera el director de un videoclip; enfócame desde abajo, dice impostando la voz. Luego se acerca al objetivo desde esa posición superior y pronuncia una frase que, obviamente, tenía preparada: «hay escoria que es como una gangrena putrefacta, si no la eliminas, infecta todo lo que tiene alrededor», y lame la lente de forma repulsiva. Alguien limpia el objetivo. Debe quedar perfectamente nítido para grabar la descomunal paliza que viene a continuación; tan inhumana, furibunda y despiadada que muchos de los asistentes tienen que apartar la vista. Rubén también, prefiere captar la otra vertiente del ser humano: su empatía, la incapacidad de visualizar el dolor ajeno, y dibuja de forma precisa la infamia a través de ese público que oculta el rostro tras sus manos, negando la barbarie.

El video se hizo viral. Los acusados fueron detenidos en un par de días.

En el lateral derecho de la sala, los acusados, de veintitantos años, miran al vacío como si aquello no fuera con ellos. Como si la atrocidad de la pantalla fuera una escena de Tarantino mal grabada. Los delinea con la maestría que procuran largos años de oficio. Perfila la desfachatez de la incredulidad con trazos marcando las cejas y labios apretados; proyecta la resistencia a las circunstancias en sus cuerpos rígidos, y tal vez pone demasiado ímpetu porque la punta del lápiz se rompe ante la tortura de la presión.

Soluciona el contratiempo algo nervioso y se centra en el líder de la banda. Su expresión corporal transmite una inexplicable complacencia, como si disfrutara de la atención mediática. Varias veces le ha sorprendido mirándole, casi buscándole. Le observa atusándose el cabello, igual que en el video, sacudiéndose las solapas de la americana comprada para la ocasión, colocándose bien el cinturón del pantalón y sonriendo como si fuera una estrella en un festival de cine.

Entonces, como si adivinara que por fin era el foco de atención de Rubén, se cruza con sus ojos. Le regala su franqueza: su total falta de remordimiento, su mezquindad, su alma corrupta sin dobleces… Rubén no aparta la vista, hay algo que no termina de ver. Se hunde en la perturbadora energía de esos ojos acostumbrados a la impunidad, en sus turbios pensamientos. Y entonces lo ve.

No fue un asalto al azar. No se topó con un «marica» más. El ataque, el video, la víctima… todo fue premeditado. No tiene ninguna duda. ¿Así que buscas un hueco de honor en mi arte eh?, piensa el retratista conociendo, por primera vez en su vida, el sabor agrio del odio.

Cuando el joven vislumbra que Rubén había comprendido su propósito, se lleva los dedos índice y corazón a la sien, lanza una sonrisa ladina y arroja la mano al aire en un saludo pretencioso y patético. Asqueado, Rubén coge el dibujo, extiende los brazos y está a punto de hacer la más teatral destrucción de uno de sus trabajos cuando desde el otro lado de la sala su hijo frena su impulso.

Las heridas todavía calientes en el rostro. El cuerpo magullado, roto en mil pedazos por dentro y por fuera. Vejada su alma hasta lo más infinito de la sordidez humana. Y en la mirada, sin embargo, toda la fuerza de su honestidad. Su hijo sí que lo sabía. Sabía que había sido una presa elegida a conciencia, pero lo mantuvo en silencio. Por eso le hizo prometer a su padre que retrataría el juicio como un trabajo más antes de sentarse a su lado. Porque, de haberlo sabido, se habría negado. «¿Saldrán a la calle en cuántos, ocho meses, un año, si les condenan? Quiero ese dibujo, papá. Quiero que esto no se quede en dos minutos de telediario. Voy a necesitar tus dibujos y toda mi creatividad porque vamos a intentar que salga algo bueno de todo esto con una exposición sin precedentes», le había dicho.

Ángel, su hijo de 24 años, graduado en Bellas Artes como él, y con un don para la pintura realista, estaba ahí afrontando el juicio sin un asomo de resentimiento. No tenía tiempo para eso. Las pocas fuerzas que ahora tenía ni siquiera las invertía en ese juicio que pronto olvidaría todo el mundo, quería apostar por algo más perdurable y constructivo.

Rubén siente que no tiene derecho a defraudar a su hijo. Lo tranquiliza asintiendo con la mirada, afila un poco más el lápiz, mira de nuevo al banquillo de los acusados, guarda su repugnancia donde no moleste, y plasma la degradación humana en un dibujo con tanto ruido incómodo en sus líneas, con tanta aplastante denuncia en su contenido, que no queda tan mediocre, después de todo.

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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