Tras la ventana

por | Nov 25, 2021 | Ficción | 12 Comentarios

Tras la ventana

Imagen Pixabay

Salió del portal y echó un último vistazo hacia arriba, a la ventana del cuarto piso desde donde se dedicó a observar la vida de los demás, cuando la suya era la suma de muchas intenciones retratada en su salón.

Durante siete largos años Elena sintió el pulso de la ciudad a través de la fotografía viva de esa plaza sometida a su escrutinio. Su paisaje, sus gentes y sus rutinas dieron forma al universo al que asistía todas las mañanas para saciar su adicción. Incluso llegó a encariñarse con algunos de sus personajes, agradecida de que coloreasen su precaria existencia en blanco y negro.

No le gustaba mirarse las manos cuando descorría las cortinas. Las tenía agrietadas y enrojecidas; sospechaba que por algún tipo de alergia a la cal del agua, aunque tal vez solo envejecían prematuramente de tanto preservar el sueño de las caricias que allí dormían. Así que cerraba los ojos y, por unos segundos, se dejaba llevar por algo similar al entusiasmo, esperando que los personajes que acechaba respondieran a su curiosidad. Cuando los abría, la tela beige moteada con un otoño de hojas al viento ya descansaba enganchada a la cinta de la persiana, dejando el cristal a merced de su ansioso examen.

Aroma de café

A las ocho llegaba puntual el camarero del bar de abajo, pertrechado siempre con una sonrisa a prueba de lenguas groseras. Mientras preparaba las cinco mesas de la terraza, Elena aspiraba el olor del café bien cargado que se tomaba sin azúcar, sin prisa, y sin permiso para pensar. Solo imaginaba ser una clienta más leyendo los titulares matinales bajo un sol sin sombras. Sabía que aquel embriagador aroma estaría conectado para siempre con aquella ventana.

Media hora después la mujer rubia del portal de enfrente aparecía a bordo de sus tacones despertando, con sus felinas zancadas –y a partes iguales, solía creer ella– apetitos inconfesables y una admiración reverencial. Había especulado con su profesión, y le había adjudicado el título de abogada acostumbrada a llevar el mentón a la altura de sus expectativas. Elena se preguntaba cómo sería caminar con semejante arrojo.

La ruidosa aparición de escolares hacia las nueve menos cuarto, ligados a sus progenitores por la inercia de la celeridad, era un momento que disfrutaba con especial deleite. Desde su puesto de vigía los niños siempre ofrecían interesantes detalles sobre los que renovar su atención: al pelirrojo pecoso nunca le había visto llorar, le hizo gracia ver cómo se detenía y se cruzaba de brazos enfurruñado; la niña de las coletas, con sus saltitos y palmaditas, le hizo imaginar que tal vez aquella tarde iría al cine con su padre, o simplemente quedarían para jugar. Por un instante se sentía contagiada por su euforia. A veces incluso se descubría sonriendo.
Elena ya no tendría hijos.

Aquella obsesión suya por mirar la vida de los demás era patética. Lo sabía. A ella le gustaba pensar que era como los anuncios de publicidad en la película de su vida: el ratito para ir al lavabo y que la cabeza descansara un poco del argumento general.

La ausencia del vigía

Que la vigilancia desde la ventana del cuarto piso se interrumpiera solo significaba que la noche anterior él se había despachado a gusto con ella, dejando la atmósfera empañada con el abominable rastro de su deshumanizada presencia. Entonces Elena solo se levantaba de la cama para hacer la comida y asearse mínimamente. Si podía.

Durante mucho tiempo selló sus labios con un disciplinado pacto de silencio rubricado con las siglas del miedo. Pero una voz insolente preguntaba: Por qué no hacía nada; por qué tanto dolor, por qué tanta violencia; por qué, por qué, por qué…. Sabía que un día su nombre sería pasto de las noticias y llegó a considerar que tal vez la mujer rubia podría ayudarla, pero eran señuelos de su mente cobarde, se torturaba, porque siempre lo dejaba para la semana que viene, para el mes próximo. Para otro día.

La última paliza fue tan salvaje que acabó con su alma desparramada en el hospital y su útero molido a golpes. Tampoco esta vez supo por qué, pero puestos a perder, rumiaba, había perdido la dignidad y casi la vida, así que no le costó tanto perder el miedo.  Denunciarle fue el primer eslabón hacia su libertad.

Ahora él estaba en la cárcel y ella abandonaba ese piso del que solo quería conservar los ratitos de vigía en la ventana y su taza de café favorita.

Separó sus ojos, por fin, del cuarto piso, y cuando se giró se encontró con la exquisita distinción de la mujer rubia, que caminaba con su habitual prestancia. Durante apenas un instante sus miradas se cruzaron y ella le regaló una sonrisa cómplice que la reconfortó. Fue algo extraño, porque ¿qué iba a saber esa mujer?, pero sintió como si el cloc cloc de sus tacones al alejarse reconociera su valor.

Elena inspiró despacio, observó por última vez a los transeúntes de aquella plaza y, levantando la barbilla, se fue a beber el horizonte.

Tras la ventana

Imagen Pixabay

Salió del portal y echó un último vistazo hacia arriba, a la ventana del cuarto piso desde donde se dedicó a observar la vida de los demás, cuando la suya era la suma de muchas intenciones retratada en su salón.

Durante siete largos años Elena sintió el pulso de la ciudad a través de la fotografía viva de esa plaza sometida a su escrutinio. Su paisaje, sus gentes y sus rutinas dieron forma al universo al que asistía todas las mañanas para saciar su adicción. Incluso llegó a encariñarse con algunos de sus personajes, agradecida de que coloreasen su precaria existencia en blanco y negro.

No le gustaba mirarse las manos cuando descorría las cortinas. Las tenía agrietadas y enrojecidas; sospechaba que por algún tipo de alergia a la cal del agua, aunque tal vez solo envejecían prematuramente de tanto preservar el sueño de las caricias que allí dormían. Así que cerraba los ojos y, por unos segundos, se dejaba llevar por algo similar al entusiasmo, esperando que los personajes que acechaba respondieran a su curiosidad. Cuando los abría, la tela beige moteada con un otoño de hojas al viento ya descansaba enganchada a la cinta de la persiana, dejando el cristal a merced de su ansioso examen.

Aroma de café

A las ocho llegaba puntual el camarero del bar de abajo, pertrechado siempre con una sonrisa a prueba de lenguas groseras. Mientras preparaba las cinco mesas de la terraza, Elena aspiraba el olor del café bien cargado que se tomaba sin azúcar, sin prisa, y sin permiso para pensar. Solo imaginaba ser una clienta más leyendo los titulares matinales bajo un sol sin sombras. Sabía que aquel embriagador aroma estaría conectado para siempre con aquella ventana.

Media hora después la mujer rubia del portal de enfrente aparecía a bordo de sus tacones despertando, con sus felinas zancadas –y a partes iguales, solía creer ella– apetitos inconfesables y una admiración reverencial. Había especulado con su profesión, y le había adjudicado el título de abogada acostumbrada a llevar el mentón a la altura de sus expectativas. Elena se preguntaba cómo sería caminar con semejante arrojo.

La ruidosa aparición de escolares hacia las nueve menos cuarto, ligados a sus progenitores por la inercia de la celeridad, era un momento que disfrutaba con especial deleite. Desde su puesto de vigía los niños siempre ofrecían interesantes detalles sobre los que renovar su atención: al pelirrojo pecoso nunca le había visto llorar, le hizo gracia ver cómo se detenía y se cruzaba de brazos enfurruñado; la niña de las coletas, con sus saltitos y palmaditas, le hizo imaginar que tal vez aquella tarde iría al cine con su padre, o simplemente quedarían para jugar. Por un instante se sentía contagiada por su euforia. A veces incluso se descubría sonriendo.
Elena ya no tendría hijos.

Aquella obsesión suya por mirar la vida de los demás era patética. Lo sabía. A ella le gustaba pensar que era como los anuncios de publicidad en la película de su vida: el ratito para ir al lavabo y que la cabeza descansara un poco del argumento general.

La ausencia del vigía

Que la vigilancia desde la ventana del cuarto piso se interrumpiera solo significaba que la noche anterior él se había despachado a gusto con ella, dejando la atmósfera empañada con el abominable rastro de su deshumanizada presencia. Entonces Elena solo se levantaba de la cama para hacer la comida y asearse mínimamente. Si podía.

Durante mucho tiempo selló sus labios con un disciplinado pacto de silencio rubricado con las siglas del miedo. Pero una voz insolente preguntaba: Por qué no hacía nada; por qué tanto dolor, por qué tanta violencia; por qué, por qué, por qué…. Sabía que un día su nombre sería pasto de las noticias y llegó a considerar que tal vez la mujer rubia podría ayudarla, pero eran señuelos de su mente cobarde, se torturaba, porque siempre lo dejaba para la semana que viene, para el mes próximo. Para otro día.

La última paliza fue tan salvaje que acabó con su alma desparramada en el hospital y su útero molido a golpes. Tampoco esta vez supo por qué, pero puestos a perder, rumiaba, había perdido la dignidad y casi la vida, así que no le costó tanto perder el miedo.  Denunciarle fue el primer eslabón hacia su libertad.

Ahora él estaba en la cárcel y ella abandonaba ese piso del que solo quería conservar los ratitos de vigía en la ventana y su taza de café favorita.

Separó sus ojos, por fin, del cuarto piso, y cuando se giró se encontró con la exquisita distinción de la mujer rubia, que caminaba con su habitual prestancia. Durante apenas un instante sus miradas se cruzaron y ella le regaló una sonrisa cómplice que la reconfortó. Fue algo extraño, porque ¿qué iba a saber esa mujer?, pero sintió como si el cloc cloc de sus tacones al alejarse reconociera su valor.

Elena inspiró despacio, observó por última vez a los transeúntes de aquella plaza y, levantando la barbilla, se fue a beber el horizonte.

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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