Sigo aquí

por | Nov 23, 2020 | Ficción | 14 Comentarios

Sigo aquí

Foto: Pixabay

Capítulo I Últimas palabras

—¿Continúa con vida? —Le pregunto desde el fondo de mi voz.

—Sí señora —me dice tratando de acomodar su expresión corporal al embarazoso momento—.  Se produce una pausa infinita.  No le queda mucho tiempo —añade al fin buscando una reacción por mi parte—. ¿Quiere que la acompañe?

Hace casi dos años que no veo al hombre que ahora agoniza de un cáncer de páncreas galopante. ¿Quiere que la acompañe? Me repito, como si fuera un tentador salvavidas con luces de neón al que agarrarme.

—No, gracias. —Le digo al policía con una falsa convicción antes de cruzar la puerta 8022.

No necesito ayuda para esparcir el perfume de “puta barata” que despierte a la bestia.
Me deshago del abrigo y paseo por la habitación despacio, muy despacio, con la absoluta certeza de que sabe que estoy allí. El monitor que hay a su lado indica una leve alteración en su ritmo cardíaco.

Abre los ojos. El oxígeno de su respiración renquea como si fuera un motor gripado. ¡Qué ingenua! Creí que la cárcel habría abierto alguna espita por donde asomara el ser humano que una vez fue. Alguien a quien una vez quise. Pero no. Allí solo está su odio, tan violento que olvido que se está muriendo, tan infame que me intimida. Me sigue con la mirada como un lobo a su presa, satisfecho porque huele mi miedo, igual que la última vez que nos vimos. Él con los ojos en llamas, enajenado, acorralándome hasta descargar toda su furia sobre mi estéril resistencia. Yo doblegada y moribunda…

No funcionó. Sobreviví. Sigo aquí. Los pensamientos de ambos espesan el ambiente y lo dejan tan turbio que resulta irrespirable. Me observa con una perversión animal, culpándome, ¡cómo no! de su decadencia; dejándome bien claro la irracional repugnancia que le inspiro.

Vuelve a sonar un chasquido de su sistema de ventilación y aprovecho para liberarme de su amenazante vigilancia. Inspiro profundamente.

No tienes por qué ir  me había dicho mi psicóloga, pero si decides hacerlo, que sea porque necesitas cerrar esa etapa de tu vida, que sea solo para salir de allí más fuerte.

Me centro en su vulnerabilidad y domino mi pánico. Me sorprende la oleada de patética lástima que siento por él.

—¿Sabes qué venía a decirte? —Susurro en su oído mientras le limpio un reguero baboso que aflora por su mandíbula—. Que te ibas a perder lo bien que me sienta tu muerte. Pero acabo de darme cuenta de que no necesito que mueras, —afirmo mientras algo parecido a un gruñido sale de su garganta— porque lo que siento por ti ni siquiera me llega para el desprecio. Soy libre. Hasta siempre.

No espero a que suene el pitido lúgubre. Salgo del hospital buscando la lluvia, pero ha cesado. El silencio ligero de la noche solo me deja el rotundo sonido de mis zapatos de tacón.

 

Sigo aquí

Foto: Pixabay

Capítulo I Últimas palabras

—¿Continúa con vida? —Le pregunto desde el fondo de mi voz.

—Sí señora —me dice tratando de acomodar su expresión corporal al embarazoso momento—.  Se produce una pausa infinita.  No le queda mucho tiempo —añade al fin buscando una reacción por mi parte—. ¿Quiere que la acompañe?

Hace casi dos años que no veo al hombre que ahora agoniza de un cáncer de páncreas galopante. ¿Quiere que la acompañe? Me repito, como si fuera un tentador salvavidas con luces de neón al que agarrarme.

—No, gracias. —Le digo al policía con una falsa convicción antes de cruzar la puerta 8022.

No necesito ayuda para esparcir el perfume de “puta barata” que despierte a la bestia.
Me deshago del abrigo y paseo por la habitación despacio, muy despacio, con la absoluta certeza de que sabe que estoy allí. El monitor que hay a su lado indica una leve alteración en su ritmo cardíaco.

Abre los ojos. El oxígeno de su respiración renquea como si fuera un motor gripado. ¡Qué ingenua! Creí que la cárcel habría abierto alguna espita por donde asomara el ser humano que una vez fue. Alguien a quien una vez quise. Pero no. Allí solo está su odio, tan violento que olvido que se está muriendo, tan infame que me intimida. Me sigue con la mirada como un lobo a su presa, satisfecho porque huele mi miedo, igual que la última vez que nos vimos. Él con los ojos en llamas, enajenado, acorralándome hasta descargar toda su furia sobre mi estéril resistencia. Yo doblegada y moribunda…

No funcionó. Sobreviví. Sigo aquí. Los pensamientos de ambos espesan el ambiente y lo dejan tan turbio que resulta irrespirable. Me observa con una perversión animal, culpándome, ¡cómo no! de su decadencia; dejándome bien claro la irracional repugnancia que le inspiro.

Vuelve a sonar un chasquido de su sistema de ventilación y aprovecho para liberarme de su amenazante vigilancia. Inspiro profundamente.

No tienes por qué ir  me había dicho mi psicóloga, pero si decides hacerlo, que sea porque necesitas cerrar esa etapa de tu vida, que sea solo para salir de allí más fuerte.

Me centro en su vulnerabilidad y domino mi pánico. Me sorprende la oleada de patética lástima que siento por él.

—¿Sabes qué venía a decirte? —Susurro en su oído mientras le limpio un reguero baboso que aflora por su mandíbula—. Que te ibas a perder lo bien que me sienta tu muerte. Pero acabo de darme cuenta de que no necesito que mueras, —afirmo mientras algo parecido a un gruñido sale de su garganta— porque lo que siento por ti ni siquiera me llega para el desprecio. Soy libre. Hasta siempre.

No espero a que suene el pitido lúgubre. Salgo del hospital buscando la lluvia, pero ha cesado. El silencio ligero de la noche solo me deja el rotundo sonido de mis zapatos de tacón.

 

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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