Y de pronto, mi madre…

por | Abr 2, 2020 | Ficción | 10 Comentarios

Imagen Pixabay

-Disculpe, ¿quién es usted y qué hace en mi casa?

-¡Qué pronto te has levantado, mamá! Aún no son las nueve –dijo mirando su reloj-.  Bueno, nos viene un día largo por delante. ¿Quieres desayunar?

-¿Mamá? ¿Pero tiene luces bajo esa calva o simplemente es usted idiota? –Dijo tocándose la maraña de pelo que solía domar en un moño y que ahora era un homenaje díscolo a la época hippi-. ¿Cómo un señor de su avanzada edad va a ser hijo mío? Ande, váyase a la vendimia y póngase una boina para no churruscarse. ¡Habrase visto, estos forasteros!

Guillermina, una octogenaria con Alzheimer en el final de la Fase 1, o principios de la Fase 2, dependiendo de quién la evaluase, mostraba desde hacía un par de meses un ir y venir constante en su memoria con respecto a su único hijo, Luis.  Unas veces se dirigía a él como al esposo fiel, ya difunto, que durante muchos años atemperó su recio carácter. Otras era uno de sus hermanos, al que habitualmente reñía por travesuras pretéritas; algunas veces reconocía al hijo y otras muchas, como en esta ocasión, era un completo extraño.

-Gracias por lo de avanzada edad, mamá. Ya veo que hoy será un día emocionante. Soy yo, Luisito –le dijo señalando una foto sobre el escritorio, con su marco de plata, en la que madre e hijo miraban al objetivo con treinta años menos y unas cuantas ilusiones de más.

-Esa señora es mi madre, ¿ve?, un poco más gorda, menos lista y más guapa que yo. A mí es que el sarampión me dejó en los huesos, ¿sabe? Pero a cambio gané en sensatez bifurcatoria –dijo con total convencimiento, como si revelara un gran secreto-. Y ese buen mozo debía ser algún admirador que trataba de engatusarla, porque mi padre no es y desde luego a usted ya le gustaría tener esa planta.

Ciertamente, aquel joven de cabello moreno con la raya al lado que sonreía como un bobo a la cámara no tenía nada que ver con el cincuentón actual, divorciado, con una hija a la que casi no conocía y que vivía con su madre desde su separación hace diez años.

-Bueno, mamá. Lo que tú digas. Desayuno o ducha, ¿Qué prefieres que hagamos?

Guillermina lo miró como si le hubiera salido un rabo y unas orejas de burro. Hizo el gesto de cerrarse una bata que no llevaba y, atusándose de nuevo los cabellos alborotados que formaban un velo blanco sobre la espalda, le dijo:

-Desayuno, por supuesto.  Comprendo que usted esté descompuesto ante una niña de mis talentos, pero ¡conténgase, por favor! ¡Ah!  Y no se vaya lejos, porque cuando se lo cuente al tío Genaro –y se acercó al oído de su hijo, con la mano junto a la boca, como para contarle un secreto- lo de la ducha, digo; pues cuando se lo cuente igual descubre usted lo que es padecer de calentura.

-¿Pero quién es el tío Genaro, mamá? Qué calentura ni qué cuerno quemado. Siéntate en tu sillón, por favor.

Guillermina se sentó en la butaca junto a la ventana y se dispuso a ver el despertar de la ciudad, como llevaba haciendo los últimos 15 años, desde la muerte de Alfonso. El ajetreo de las vidas ajenas, que cada día observaba un ratito desde aquella atalaya discreta, era un ejercicio que, por alguna razón que solo ella sabía, le había servido para no entregarse a la apatía, tan tentadora desde la marcha de su  marido. Era como darle al botón de su propia activación. Había automatizado ese hábito hasta tal punto que lo mantuvo incluso después de enfermar. Nadie supo nunca qué pensaba Guillermina en esos pequeños trances tras el cristal, ni cuando razonaba con un pensamiento ordenado y astuto, ni ahora, con la mente atrapada en esa nebulosa cada vez más opaca y espesa.

-¡Luisito!, ¿por qué no hay nadie en la calle hoy? –Preguntó la buena mujer cuando vio entrar a su hijo con la bandeja del desayuno-.  Manolo tiene el bar cerrado, y ese viejo lobo desdentado perfumado en fritanga de calamar y pis no cierra nunca, ni en domingo. ¿Es domingo, hoy?

-No mamá. Es lunes –contestó suspirando al ver que su  madre estaba de vuelta.

Jamás había utilizado el diminutivo para dirigirse a él, ni de niño, solo desde que la enfermedad empezó a tejer aquella tela de araña en la que estaba quedando atrapada.  Pero es que la madre que Luis había conocido: seria, inflexible y con un estricto control de sus emociones, no tenía mucho que ver con esta señora dotada de una locuacidad desinhibida y un desparpajo irreconocibles en la hosca señora de antaño  Ahora exhibía un sentido del humor ácido que podía llegar a lo irreverente, provocando situaciones hilarantes en casa de los Salcedo y, desde luego, era  infinitamente más cariñosa de lo que nunca fue. Tal vez, la enfermedad había liberado a la Guillermina que vivía en el sótano de su alma, y se mostraba la mujer que hubiera podido ser, de haber nacido en otros tiempos.

-Resulta que hay un virus muy nocivo, mamá. Muy, muy peligroso con la gente mayor, y no se puede salir a la calle. Estos días yo trabajaré aquí y me ocuparé de ti porque Catalina tiene que quedarse en casa con sus hijos. ¿Te parece bien?

-¿Cómo se llama? –Preguntó por toda respuesta.

-¿Quién?

-¡Quién va a ser, Luisito! ¡A veces creo que tienes escarcha en la sesera….! Pues ese bicho mataviejos…

-¡Mamá, por favor, no digas eso! Tú misma podrías ser una víctima. Lo han llamado Covid19

-¡Pero a qué majadero se le ha ocurrido poner un nombre de refresco a un insecto!

-¡Mamá, que no es un insecto, es un virus!

-Pues eso, hijo, un insecto. Si ya le decía yo a tu padre que cuando te hicimos nos olvidamos de algo, porque no te faltará una uña en el dedo, pero tú estás inacabado, hijo. ¡Mil veces se lo decía a Alfonso, y mira que te quiero con locura Luisito! Anda, acércame el azúcar.

-Bueno, mamá, voy a trabajar un poco. Tú desayuna tranquila y luego te ayudo a ducharte ¿vale?

De momento Guillermina gozaba de una autonomía que era de agradecer. Necesitaba ayuda con el aseo y a la hora de vestirse, más que nada porque lo mismo se ponía tres chaquetas juntas que se olvidaba de la ropa interior; pero en lo que se refería a la alimentación, sencillamente, se comía todo lo que le ponían en el plato.

Luis, técnico de márketing de una compañía automovilística, pensó que era buen momento para avanzar parte del trabajo que se había traído de la oficina. Tras una hora concentrado recibió, vía Skype, la videollamada de su jefe.

-Luis, oye mira he pensado que podríamos hacer una campaña solidaria. Tenemos que reforzar nuestra marca con alguna iniciativa acorde con los tiempos que vivimos.

-Si Ramón. Estoy de acuerdo. Podemos unirnos a alguna de las que ya están o marcha o bien crear la nuestra propia porque…

De pronto su jefe abrió los ojos como platos, se levantó de golpe de su asiento como si le quemara el culo y bramó un sonoro –Pero, ¡qué cojones…. !

De fondo Luis escuchó:

-Luisito, ¿vamos a la ducha?

Cuando Luis se giró muy, muy despacio, pidiendo a todos los dioses del Olimpo que por favor, por favor, no fuera lo que estaba temiendo; ahí estaba su madre, como Dios la trajo al mundo, balanceándose sobre los talones y los dedos de sus pies, y con la sonrisa de Mona Lisa dibujando la felicidad en su cara….

Capítulo 2: Del llanto a la risa y luego a misa
Capítulo 3: Lo que daría por unos huevos…
Capítulo 4: ¿Por qué no te lo pones tú…?
Capítulo 5: El pueblo tras la ventana 
Capítulo 6 Final: Guillermina, siempre tan divina

Imagen Pixabay

-Disculpe, ¿quién es usted y qué hace en mi casa?

-¡Qué pronto te has levantado, mamá! Aún no son las nueve –dijo mirando su reloj-.  Bueno, nos viene un día largo por delante. ¿Quieres desayunar?

-¿Mamá? ¿Pero tiene luces bajo esa calva o simplemente es usted idiota? –Dijo tocándose la maraña de pelo que solía domar en un moño y que ahora era un homenaje díscolo a la época hippi-. ¿Cómo un señor de su avanzada edad va a ser hijo mío? Ande, váyase a la vendimia y póngase una boina para no churruscarse. ¡Habrase visto, estos forasteros!

Guillermina, una octogenaria con Alzheimer en el final de la Fase 1, o principios de la Fase 2, dependiendo de quién la evaluase, mostraba desde hacía un par de meses un ir y venir constante en su memoria con respecto a su único hijo, Luis.  Unas veces se dirigía a él como al esposo fiel, ya difunto, que durante muchos años atemperó su recio carácter. Otras era uno de sus hermanos, al que habitualmente reñía por travesuras pretéritas; algunas veces reconocía al hijo y otras muchas, como en esta ocasión, era un completo extraño.

-Gracias por lo de avanzada edad, mamá. Ya veo que hoy será un día emocionante. Soy yo, Luisito –le dijo señalando una foto sobre el escritorio, con su marco de plata, en la que madre e hijo miraban al objetivo con treinta años menos y unas cuantas ilusiones de más.

-Esa señora es mi madre, ¿ve?, un poco más gorda, menos lista y más guapa que yo. A mí es que el sarampión me dejó en los huesos, ¿sabe? Pero a cambio gané en sensatez bifurcatoria –dijo con total convencimiento, como si revelara un gran secreto-. Y ese buen mozo debía ser algún admirador que trataba de engatusarla, porque mi padre no es y desde luego a usted ya le gustaría tener esa planta.

Ciertamente, aquel joven de cabello moreno con la raya al lado que sonreía como un bobo a la cámara no tenía nada que ver con el cincuentón actual, divorciado, con una hija a la que casi no conocía y que vivía con su madre desde su separación hace diez años.

-Bueno, mamá. Lo que tú digas. Desayuno o ducha, ¿Qué prefieres que hagamos?

Guillermina lo miró como si le hubiera salido un rabo y unas orejas de burro. Hizo el gesto de cerrarse una bata que no llevaba y, atusándose de nuevo los cabellos alborotados que formaban un velo blanco sobre la espalda, le dijo:

-Desayuno, por supuesto.  Comprendo que usted esté descompuesto ante una niña de mis talentos, pero ¡conténgase, por favor! ¡Ah!  Y no se vaya lejos, porque cuando se lo cuente al tío Genaro –y se acercó al oído de su hijo, con la mano junto a la boca, como para contarle un secreto- lo de la ducha, digo; pues cuando se lo cuente igual descubre usted lo que es padecer de calentura.

-¿Pero quién es el tío Genaro, mamá? Qué calentura ni qué cuerno quemado. Siéntate en tu sillón, por favor.

Guillermina se sentó en la butaca junto a la ventana y se dispuso a ver el despertar de la ciudad, como llevaba haciendo los últimos 15 años, desde la muerte de Alfonso. El ajetreo de las vidas ajenas, que cada día observaba un ratito desde aquella atalaya discreta, era un ejercicio que, por alguna razón que solo ella sabía, le había servido para no entregarse a la apatía, tan tentadora desde la marcha de su  marido. Era como darle al botón de su propia activación. Había automatizado ese hábito hasta tal punto que lo mantuvo incluso después de enfermar. Nadie supo nunca qué pensaba Guillermina en esos pequeños trances tras el cristal, ni cuando razonaba con un pensamiento ordenado y astuto, ni ahora, con la mente atrapada en esa nebulosa cada vez más opaca y espesa.

-¡Luisito!, ¿por qué no hay nadie en la calle hoy? –Preguntó la buena mujer cuando vio entrar a su hijo con la bandeja del desayuno-.  Manolo tiene el bar cerrado, y ese viejo lobo desdentado perfumado en fritanga de calamar y pis no cierra nunca, ni en domingo. ¿Es domingo, hoy?

-No mamá. Es lunes –contestó suspirando al ver que su  madre estaba de vuelta.

Jamás había utilizado el diminutivo para dirigirse a él, ni de niño, solo desde que la enfermedad empezó a tejer aquella tela de araña en la que estaba quedando atrapada.  Pero es que la madre que Luis había conocido: seria, inflexible y con un estricto control de sus emociones, no tenía mucho que ver con esta señora dotada de una locuacidad desinhibida y un desparpajo irreconocibles en la hosca señora de antaño  Ahora exhibía un sentido del humor ácido que podía llegar a lo irreverente, provocando situaciones hilarantes en casa de los Salcedo y, desde luego, era  infinitamente más cariñosa de lo que nunca fue. Tal vez, la enfermedad había liberado a la Guillermina que vivía en el sótano de su alma, y se mostraba la mujer que hubiera podido ser, de haber nacido en otros tiempos.

-Resulta que hay un virus muy nocivo, mamá. Muy, muy peligroso con la gente mayor, y no se puede salir a la calle. Estos días yo trabajaré aquí y me ocuparé de ti porque Catalina tiene que quedarse en casa con sus hijos. ¿Te parece bien?

-¿Cómo se llama? –Preguntó por toda respuesta.

-¿Quién?

-¡Quién va a ser, Luisito! ¡A veces creo que tienes escarcha en la sesera….! Pues ese bicho mataviejos…

-¡Mamá, por favor, no digas eso! Tú misma podrías ser una víctima. Lo han llamado Covid19

-¡Pero a qué majadero se le ha ocurrido poner un nombre de refresco a un insecto!

-¡Mamá, que no es un insecto, es un virus!

-Pues eso, hijo, un insecto. Si ya le decía yo a tu padre que cuando te hicimos nos olvidamos de algo, porque no te faltará una uña en el dedo, pero tú estás inacabado, hijo. ¡Mil veces se lo decía a Alfonso, y mira que te quiero con locura Luisito! Anda, acércame el azúcar.

-Bueno, mamá, voy a trabajar un poco. Tú desayuna tranquila y luego te ayudo a ducharte ¿vale?

De momento Guillermina gozaba de una autonomía que era de agradecer. Necesitaba ayuda con el aseo y a la hora de vestirse, más que nada porque lo mismo se ponía tres chaquetas juntas que se olvidaba de la ropa interior; pero en lo que se refería a la alimentación, sencillamente, se comía todo lo que le ponían en el plato.

Luis, técnico de márketing de una compañía automovilística, pensó que era buen momento para avanzar parte del trabajo que se había traído de la oficina. Tras una hora concentrado recibió, vía Skype, la videollamada de su jefe.

-Luis, oye mira he pensado que podríamos hacer una campaña solidaria. Tenemos que reforzar nuestra marca con alguna iniciativa acorde con los tiempos que vivimos.

-Si Ramón. Estoy de acuerdo. Podemos unirnos a alguna de las que ya están o marcha o bien crear la nuestra propia porque…

De pronto su jefe abrió los ojos como platos, se levantó de golpe de su asiento como si le quemara el culo y bramó un sonoro –Pero, ¡qué cojones…. !

De fondo Luis escuchó:

-Luisito, ¿vamos a la ducha?

Cuando Luis se giró muy, muy despacio, pidiendo a todos los dioses del Olimpo que por favor, por favor, no fuera lo que estaba temiendo; ahí estaba su madre, como Dios la trajo al mundo, balanceándose sobre los talones y los dedos de sus pies, y con la sonrisa de Mona Lisa dibujando la felicidad en su cara….

Capítulo 2: Del llanto a la risa y luego a misa
Capítulo 3: Lo que daría por unos huevos…
Capítulo 4: ¿Por qué no te lo pones tú…?
Capítulo 5: El pueblo tras la ventana 
Capítulo 6 Final: Guillermina, siempre tan divina

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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