Diario de Lucía: A contrapié
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—Lucía, ¿ya descansas bien? Tus ojeras están a punto de invadir la acera de enfrente. Pareces Cruella de Vill en estado de gracia…
Aquí mi madre, Elena. Es obvio de quién he heredado mi desollada lengua ¿no?
—¡Gracias mamá! Menos mal que te tengo a ti para darme conversación. No sé qué haría yo sin tu aliento….
—¡Huy huy huy…! ¡Parece que venimos algo estresados del trabajo eh…!
—Tenemos un volumen indecente de curro, así que estoy agotada. Sí —le confirmo—. La buena noticia es que, hoy mismo, Álex nos ha comunicado que ya tiene un nuevo guionista prácticamente apalabrado para empezar la semana que viene —le explico para que deje de darme el turre con lo del descanso—. ¿Qué tal tú? —Me intereso, porque sé que últimamente hay cierta tensión en su trabajo.
—Bien. Aparte de desear una enfermedad venérea a mi jefa que la mantenga fuera de juego por los siglos de los siglos…, nada de particular.
Mi madre es la mujer más fuerte que conozco. Rectifico. La persona más fuerte que conozco. Se quedó embarazada de mí con 19 años y yo, siempre impaciente, nací antes de tiempo, muy antes de tiempo. Eras como un kilito de arroz, suele contar, pero la incubadora te dejó en el punto óptimo de cocción. La retinopatía del prematuro que sufrí me provocó la ceguera y mi madre, en toda una declaración de intenciones, dijo, se llamará Lucía. Mi padre biológico, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivió con nosotras apenas unos meses, más por inercia que por convicción. Su enamoramiento duró hasta que los acontecimientos le sobrepasaron. La tercera vez que lanzó al aire: qué vamos a hacer con una niña ciega, mi madre le envió a él, y a su patético culo cobarde a casa de su santa madre. No debió de importarle mucho. Hasta hoy. Jamás he sabido de él.
—Mamá, estás perdiendo facultades. Tu deseo es imposible porque tu jefa no prueba varón desde los tiempos de la carta de ajuste. Y, me vas a perdonar, pero tal y como la describes no creo que le gusten las señoras, ni los gatos, ni otros animales domésticos para infectarse de nada relativamente importante —me mofo.
—¡Pues algo hay que hacer. Si no, me la cargo… lo juro! Tengo en mente algún tipo de envenenamiento definitivo.
Mi madre trabaja como auxiliar de enfermería en el hospital comarcal
—Te descubrirían enseguida —me opongo—. ¿Qué te parece si la secuestramos y la metemos en un avión rumbo a Tombuctú?
—Mejor secuéstrame a mí y que se quede aquí la resentida esa. Al Timbanchú ese que dices me voy yo con Roberto.
Mi madre y yo vivimos solas hasta que, a los once años, apareció Roberto. Mi padre a todos los efectos. No podría quererle más si tuviera mi sangre. Fue él quien animó a mi madre a sacarse el título de auxiliar, y abandonar los mil empleos a la vez con los que lidiaba antes. Es él quien me ha tratado siempre como a su hija, sin reservas y sin mojigaterías, educándome como un auténtico padre. A diferencia de mí, y de mi madre, Roberto se mueve por la vida con esa serenidad propia de los que están hechos de otra pasta, como si nada fuera con él, pero sin perder nada de vista. Es paciente, comprensivo y con una mano izquierda impropia en un hombre. Perdón, perdón, ya estoy con mis prejuicios sexistas… Nadie en el mundo sabe controlar mi ira mejor que él. Es el mejor.
—Tendría todo el piso para mí, así que compro tu idea… —me burlo.
—De eso nada —me contradice—. El piso lo alquilo y así me pierdo por ahí. Además, me parece a mí que tú te vas a ir con Javi antes de que acabe el año —vaticina.
Durante una milésima de segundo me quedo callada, porque mi madre aún no sabe que Javi me lo pidió el pasado fin de semana.
—No desvaríes, mamá —trato de escaparme enseguida. Pero el fugaz silencio ha sido suficiente para el infalible radar de mi madre.
—¡Vaya, vaya! ¿Hay algo que quieras contarme? —pregunta, pasándoselo en grande.
—Nada mamá. Nada de nada —Me levanto y hago mutis por el foro—. Voy a preparar un café ¿te apetece?
—Te lo ha pedido ¿no? —ignora completamente mi táctica de distracción mientras me sigue a la cocina—. Y tú no me has dicho nada. ¡Serás mala hija! A ver, cuéntame.
—No hay nada que contar —me resisto, mientras enciendo la cafetera y agito el recipiente para comprobar si le queda agua.
—Si no hubiera nada que contar no estarías tan evasiva —qué pesada por Dios—. Y sí, quiero café. —Abro el armario, cojo las primeras dos tazas que toco y las coloco en la encimera con fuerza, para que quede bien patente mi protesta.
—Déjame, ya lo hago yo —Me aparta.
—Puedo hacerlo solita —Me enervo.
—¡Claro que puedes, pero desearía conservar mi vajilla hasta fin de año, si es posible! —refuta, defendiéndose de mis arranques, vamos a llamarlos, algo efusivos.
Me siento en la silla y me quedo calladita mientras ella prepara los cafés. Se hace un silencio tipo atracón de polvorones.
—Sí, me lo ha pedido —reconozco, por fin—. ¿Contenta?
—¿Y? —Insiste
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Pues nada, mamá. Que no hay tema. Le dije que no era el momento de hablarlo. Acabamos de hacer un año, tampoco creo que haya que precipitarse.
—¿Precipitarse? ¿Vosotros? Llevo meses preguntándome cómo es que no estáis viviendo juntos ya. A tu edad yo no hablaría de precipitación….
—¡Por Dios, mamá! Voy a cumplir 31 años, me haces sentir como si se me estuviera pasando el arroz —me altero de nuevo.
—Lo que quiero decir —relaja el tono para intentar calmarme—, es que una misma decisión no es igual con 25 que con 30 años —argumenta, en una clara e indiscutible referencia a mi pasado sentimental. Y no. No voy a contar ahora la historia de mis fracasos amorosos. Es un tema muy, muy aburrido, y humillante, y doloroso, y patético…
—Pues no sé qué decirte, mamá. Yo sigo siendo la misma y…
—¿De verdad crees que eres la misma que hace cinco años…? —murmura mientras oigo cómo da un sorbo a su café. A mí se me ha cerrado el estómago.
—En lo que respecta a la bondad de mi carácter sigo siendo un derroche de virtudes —ironizo.
—Todos tenemos nuestro carácter, hija, y Javi ya te conoce, es un muchacho muy maduro. En todo caso, la pregunta correcta es ¿te gustaría vivir con él? —me sermonea como si fuera tonta y no me hubiera hecho ya todas las preguntas del mundo.
—Te equivocas, mamá. La pregunta correcta es ¿quiero joder mi relación con Javi? Esa es la pregunta correcta… —Y como no puedo soportar más la conversación me levanto sin probar el café—, estoy cansada mamá y, de verdad, no me apetece seguir hablando de esto —y me escondo en mi habitación.
Mejor estaba dormida
Me pongo el pijama y le pido al móvil que me cante la hora: las 18:45, me dice. Todavía tardará un rato en llamar, pienso. Hoy es jueves. Me pongo los cascos, me tumbo en la cama, y el señor Louis Amstrong comienza su arrullo con esa voz tentadora y brumosa que descubrí un día, con 14 años, en una boda de un amigo de Roberto. Si aprendes a amarle a él amarás la música para siempre, me dijo mientras me enseñaba a bailar un “agarrado” bajo esa voz poderosa. Y así fue.
De pronto me despierta la vibración del móvil en la mano. Me quito los auriculares y oigo, llamada entrante de Javi.
—¿Sí, Javi?
—Lucía, pareces traspuesta —adivina en mi voz.
—Me he quedado dormida. ¿Qué hora es? —pregunto, mientras mi estómago baila la danza del vientre de las ganas que tengo de verle.
—Las ocho menos cuarto. He salido tardísimo del trabajo. ¿Qué tal todo, por qué dormías, no te encuentras bien?
—Ehh, sí, bien. Es que he llegado un poco cansada del curro, me he puesto los cascos y, ni me he enterado…
—Lucía —siempre nos llamamos por el nombre. Nada de cariños, nenas, cielos ni todas esas pasteladas que solo utilizamos cuando estamos de verdadero cachondeo—; mira, que resulta que mi madre viene este sábado a casa —suelta a toda prisa, como si le pesara en la boca.
¡Mierda! Es lo primero que se me viene a la cabeza. Su madre vive en un pueblo a hora y media de la ciudad. Es viuda desde hace 15 años y a veces viene “a médicos” o “de compras” y aprovecha para pasar el fin de semana con su único hijo.
—¡Ah! —es lo máximo que se me ocurre.
—Parece que tenía una visita programada con el neurólogo este lunes, pero me ha avisado esta mañana —aclara al notar mi desencanto.
Su madre se encuentra perfectamente, sus 61 años rebosan de salud y placidez, pero es un poco hipocondríaca.
—¿Qué te parece si el sábado nos vamos a un japo los tres? —me propone… Silencio— ¿Lucía? —reclama mi atención pues me he quedado en blanco.
—Ehh, mira Javi —improviso—. Voy a aprovechar para ir a ver a mi abuela.
Mi abuela Conchi sufre Alzheimer ya en fase avanzada. Se vino a vivir con nosotros cuando descubrimos la enfermedad, hasta que se hizo imperativo que tuviera vigilancia las 24 horas del día. Desde hace seis meses está en una residencia.
Javi también se queda un segundo callado.
—¿Te has enfadado? —Me pregunta, por el tono apagado que utilizo.
—No, Javi. ¿Por qué me voy a enfadar? Lo entiendo —le digo con la voz plana. Solo estoy decepcionada, pero eso me lo callo.
—Lucía, lo siento. Ya le he dicho a mi madre que procure avisarme con tiempo, que los demás también hacemos nuestros planes —se justifica—. Pues vente a comer a casa con nosotros el domingo —insiste.
A su madre no le caigo bien. No es que no le guste yo, es que no le gusto para su hijo. Ella siempre es súper correcta conmigo. Muy educada. Muy dulce. Muy considerada. Nos hemos “visto” tres veces, pero la forma en la que pierde el dominio de su cuerpo cada vez que estoy cerca de Javi es inequívoca; puedo sentir la rigidez de sus hombros y la tensión en su nuca sencillamente por cómo contiene la respiración. Si hablamos de planes, por nimios que sean, inspira profundamente como si algo le obstruyera el pecho; si Javi se muestra cariñoso conmigo emite un sutil carraspeo que me hace sentir como una niña pillada en una travesura; y si nos reímos o exhibimos complicidad mueve los pies por debajo de la mesa o tintinea los dedos sobre ella, en un delator tic nervioso. La comunicación no verbal, por muy ciega que sea, es tan elocuente para el resto de mis sentidos que no necesito más pistas. Tu fortaleza es admirable Lucia, me dijo la segunda vez que coincidimos, no sé qué haría yo en tus circunstancias. No sería capaz de nada sin mis ojos… Discutir con mi suegra tan pronto no me pareció buena idea, pero me quedó claro que no soy, desde luego, la mujer con la que había soñado para su hijo.
No le he dicho nada a Javi. Estoy segura de que no tiene ni idea. Y tampoco vale la pena. No la culpo.
—No. Mira —le esquivo— yo también aprovecharé para comer con mamá y Roberto, que hace tiempo que no lo hacemos. Tu disfruta de tu madre —le digo sinceramente—. Ya nos veremos el próximo finde.
—¿Cómo el próximo finde? Lucía, que mañana es viernes; podemos salir a cenar. De hecho, quería llevarte a un mexicano nuevo del que me han hablado —propone, sabiendo que me encanta la comida mexicana.
—Es que mañana ya había quedado con Marta —mi mejor amiga—, para cenar —miento.
—Ah —exclama, y ahora la decepción es suya. No sé por qué lo he hecho. Como si quisiera castigarle por venderme por su madre. Eso es horrible Lucía, me digo a mí misma. Estás portándote como una niña pequeña… Ya está dicho.
—Estás muy escurridiza —dice algo contenido—. No tratarás de deshacerte de mí.
—Escurridiza es mi segundo nombre —juego al despiste.
—Oye —apela ahora con el tono más cercano—. Prefiero tu versión volcán. Cuando te pones así me preocupas.
—¿Así, cómo?
—Alicaída. Mustia. ¿Seguro que todo va bien?
—Todo bien, Javi. Un mal día, nada más.
—Voy a buscarte ahora mismo, tengo ganas de verte —se desvive mi novio casi perfecto.
—No. No pasa nada, de verdad —contesto en automático. ¿Cómo que no pasa nada, pienso, si lo estoy deseando ¿soy idiota o qué?—. Ya te he dicho que estoy muy cansada —dice mi boca sin mi permiso—. Ya hablaremos. Te llamo estos días a ver qué tal estáis ¿Vale?
—Lucía… —Mi nombre ahora suena a promesa y la danza del vientre se convierte en un erótico tango. Se produce uno de esos silencios que debería llenarse con palabras que todavía no somos capaces de decirnos —… nada, que si cambias de opinión te estaremos esperando —termina.
—Vale.
—Vale.
Y colgamos. Me he prometido a mí misma no enfadarme con Javi por su madre. No puedo hacerle eso. ¡Este es un bonito final de mierda para un día de mierda!, me compadezco. Y la sensación de tener tantas conversaciones pendientes, tantas palabras atragantadas, no la soporto.
Le pongo los cuernos a Amstrong con Lenny Kravitz, porque necesito una voz enérgica que se trague mis pensamientos….
Capítulo siguiente: Mis ojos de ciega y mi cara de niña
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—Lucía, ¿ya descansas bien? Tus ojeras están a punto de invadir la acera de enfrente. Pareces Cruella de Vill en estado de gracia…
Aquí mi madre, Elena. Es obvio de quién he heredado mi desollada lengua ¿no?
—¡Gracias mamá! Menos mal que te tengo a ti para darme conversación. No sé qué haría yo sin tu aliento….
—¡Huy huy huy…! ¡Parece que venimos algo estresados del trabajo eh…!
—Tenemos un volumen indecente de curro, así que estoy agotada. Sí —le confirmo—. La buena noticia es que, hoy mismo, Álex nos ha comunicado que ya tiene un nuevo guionista prácticamente apalabrado para empezar la semana que viene —le explico para que deje de darme el turre con lo del descanso—. ¿Qué tal tú? —Me intereso, porque sé que últimamente hay cierta tensión en su trabajo.
—Bien. Aparte de desear una enfermedad venérea a mi jefa que la mantenga fuera de juego por los siglos de los siglos…, nada de particular.
Mi madre es la mujer más fuerte que conozco. Rectifico. La persona más fuerte que conozco. Se quedó embarazada de mí con 19 años y yo, siempre impaciente, nací antes de tiempo, muy antes de tiempo. Eras como un kilito de arroz, suele contar, pero la incubadora te dejó en el punto óptimo de cocción. La retinopatía del prematuro que sufrí me provocó la ceguera y mi madre, en toda una declaración de intenciones, dijo, se llamará Lucía. Mi padre biológico, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivió con nosotras apenas unos meses, más por inercia que por convicción. Su enamoramiento duró hasta que los acontecimientos le sobrepasaron. La tercera vez que lanzó al aire: qué vamos a hacer con una niña ciega, mi madre le envió a él, y a su patético culo cobarde a casa de su santa madre. No debió de importarle mucho. Hasta hoy. Jamás he sabido de él.
—Mamá, estás perdiendo facultades. Tu deseo es imposible porque tu jefa no prueba varón desde los tiempos de la carta de ajuste. Y, me vas a perdonar, pero tal y como la describes no creo que le gusten las señoras, ni los gatos, ni otros animales domésticos para infectarse de nada relativamente importante —me mofo.
—¡Pues algo hay que hacer. Si no, me la cargo… lo juro! Tengo en mente algún tipo de envenenamiento definitivo.
Mi madre trabaja como auxiliar de enfermería en el hospital comarcal
—Te descubrirían enseguida —me opongo—. ¿Qué te parece si la secuestramos y la metemos en un avión rumbo a Tombuctú?
—Mejor secuéstrame a mí y que se quede aquí la resentida esa. Al Timbanchú ese que dices me voy yo con Roberto.
Mi madre y yo vivimos solas hasta que, a los once años, apareció Roberto. Mi padre a todos los efectos. No podría quererle más si tuviera mi sangre. Fue él quien animó a mi madre a sacarse el título de auxiliar, y abandonar los mil empleos a la vez con los que lidiaba antes. Es él quien me ha tratado siempre como a su hija, sin reservas y sin mojigaterías, educándome como un auténtico padre. A diferencia de mí, y de mi madre, Roberto se mueve por la vida con esa serenidad propia de los que están hechos de otra pasta, como si nada fuera con él, pero sin perder nada de vista. Es paciente, comprensivo y con una mano izquierda impropia en un hombre. Perdón, perdón, ya estoy con mis prejuicios sexistas… Nadie en el mundo sabe controlar mi ira mejor que él. Es el mejor.
—Tendría todo el piso para mí, así que compro tu idea… —me burlo.
—De eso nada —me contradice—. El piso lo alquilo y así me pierdo por ahí. Además, me parece a mí que tú te vas a ir con Javi antes de que acabe el año —vaticina.
Durante una milésima de segundo me quedo callada, porque mi madre aún no sabe que Javi me lo pidió el pasado fin de semana.
—No desvaríes, mamá —trato de escaparme enseguida. Pero el fugaz silencio ha sido suficiente para el infalible radar de mi madre.
—¡Vaya, vaya! ¿Hay algo que quieras contarme? —pregunta, pasándoselo en grande.
—Nada mamá. Nada de nada —Me levanto y hago mutis por el foro—. Voy a preparar un café ¿te apetece?
—Te lo ha pedido ¿no? —ignora completamente mi táctica de distracción mientras me sigue a la cocina—. Y tú no me has dicho nada. ¡Serás mala hija! A ver, cuéntame.
—No hay nada que contar —me resisto, mientras enciendo la cafetera y agito el recipiente para comprobar si le queda agua.
—Si no hubiera nada que contar no estarías tan evasiva —qué pesada por Dios—. Y sí, quiero café. —Abro el armario, cojo las primeras dos tazas que toco y las coloco en la encimera con fuerza, para que quede bien patente mi protesta.
—Déjame, ya lo hago yo —Me aparta.
—Puedo hacerlo solita —Me enervo.
—¡Claro que puedes, pero desearía conservar mi vajilla hasta fin de año, si es posible! —refuta, defendiéndose de mis arranques, vamos a llamarlos, algo efusivos.
Me siento en la silla y me quedo calladita mientras ella prepara los cafés. Se hace un silencio tipo atracón de polvorones
—Sí, me lo ha pedido —reconozco, por fin—. ¿Contenta?
—¿Y? —Insiste
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Pues nada, mamá. Que no hay tema. Le dije que no era el momento de hablarlo. Acabamos de hacer un año, tampoco creo que haya que precipitarse.
—¿Precipitarse? ¿Vosotros? Llevo meses preguntándome cómo es que no estáis viviendo juntos ya. A tu edad yo no hablaría de precipitación….
—¡Por Dios, mamá! Voy a cumplir 31 años, me haces sentir como si se me estuviera pasando el arroz —me altero de nuevo.
—Lo que quiero decir —relaja el tono para intentar calmarme—, es que una misma decisión no es igual con 25 que con 30 años —argumenta, en una clara e indiscutible referencia a mi pasado sentimental. Y no. No voy a contar ahora la historia de mis fracasos amorosos. Es un tema muy, muy aburrido, y humillante, y doloroso, y patético…
—Pues no sé qué decirte, mamá. Yo sigo siendo la misma y…
—¿De verdad crees que eres la misma que hace cinco años…? —murmura mientras oigo cómo da un sorbo a su café. A mí se me ha cerrado el estómago.
—En lo que respecta a la bondad de mi carácter sigo siendo un derroche de virtudes —ironizo.
—Todos tenemos nuestro carácter, hija, y Javi ya te conoce, es un muchacho muy maduro. En todo caso, la pregunta correcta es ¿te gustaría vivir con él? —me sermonea como si fuera tonta y no me hubiera hecho ya todas las preguntas del mundo.
—Te equivocas, mamá. La pregunta correcta es ¿quiero joder mi relación con Javi? Esa es la pregunta correcta… —Y como no puedo soportar más la conversación me levanto sin probar el café—, estoy cansada mamá y, de verdad, no me apetece seguir hablando de esto —y me escondo en mi habitación.
Mejor estaba dormida
Me pongo el pijama y le pido al móvil que me cante la hora: las 18:45, me dice. Todavía tardará un rato en llamar, pienso. Hoy es jueves. Me pongo los cascos, me tumbo en la cama, y el señor Louis Amstrong comienza su arrullo con esa voz tentadora y brumosa que descubrí un día, con 14 años, en una boda de un amigo de Roberto. Si aprendes a amarle a él amarás la música para siempre, me dijo mientras me enseñaba a bailar un “agarrado” bajo esa voz poderosa. Y así fue.
De pronto me despierta la vibración del móvil en la mano. Me quito los auriculares y oigo, llamada entrante de Javi.
—¿Sí, Javi?
—Lucía, pareces traspuesta —adivina en mi voz.
—Me he quedado dormida. ¿Qué hora es? —pregunto, mientras mi estómago baila la danza del vientre de las ganas que tengo de verle.
—Las ocho menos cuarto. He salido tardísimo del trabajo. ¿Qué tal todo, por qué dormías, no te encuentras bien?
—Ehh, sí, bien. Es que he llegado un poco cansada del curro, me he puesto los cascos y, ni me he enterado…
—Lucía —siempre nos llamamos por el nombre. Nada de cariños, nenas, cielos ni todas esas pasteladas que solo utilizamos cuando estamos de verdadero cachondeo—; mira, que resulta que mi madre viene este sábado a casa —suelta a toda prisa, como si le pesara en la boca.
¡Mierda! Es lo primero que se me viene a la cabeza. Su madre vive en un pueblo a hora y media de la ciudad. Es viuda desde hace 15 años y a veces viene “a médicos” o “de compras” y aprovecha para pasar el fin de semana con su único hijo.
—¡Ah! —es lo máximo que se me ocurre.
—Parece que tenía una visita programada con el neurólogo este lunes, pero me ha avisado esta mañana —aclara al notar mi desencanto.
Su madre se encuentra perfectamente, sus 61 años rebosan de salud y placidez, pero es un poco hipocondríaca.
—¿Qué te parece si el sábado nos vamos a un japo los tres? —me propone… Silencio— ¿Lucía? —reclama mi atención pues me he quedado en blanco.
—Ehh, mira Javi —improviso—. Voy a aprovechar para ir a ver a mi abuela.
Mi abuela Conchi sufre Alzheimer ya en fase avanzada. Se vino a vivir con nosotros cuando descubrimos la enfermedad, hasta que se hizo imperativo que tuviera vigilancia las 24 horas del día. Desde hace seis meses está en una residencia.
Javi también se queda un segundo callado.
—¿Te has enfadado? —Me pregunta, por el tono apagado que utilizo.
—No, Javi. ¿Por qué me voy a enfadar? Lo entiendo —le digo con la voz plana. Solo estoy decepcionada, pero eso me lo callo.
—Lucía, lo siento. Ya le he dicho a mi madre que procure avisarme con tiempo, que los demás también hacemos nuestros planes —se justifica—. Pues vente a comer a casa con nosotros el domingo —insiste.
A su madre no le caigo bien. No es que no le guste yo, es que no le gusto para su hijo. Ella siempre es súper correcta conmigo. Muy educada. Muy dulce. Muy considerada. Nos hemos “visto” tres veces, pero la forma en la que pierde el dominio de su cuerpo cada vez que estoy cerca de Javi es inequívoca; puedo sentir la rigidez de sus hombros y la tensión en su nuca sencillamente por cómo contiene la respiración. Si hablamos de planes, por nimios que sean, inspira profundamente como si algo le obstruyera el pecho; si Javi se muestra cariñoso conmigo emite un sutil carraspeo que me hace sentir como una niña pillada en una travesura; y si nos reímos o exhibimos complicidad mueve los pies por debajo de la mesa o tintinea los dedos sobre ella, en un delator tic nervioso. La comunicación no verbal, por muy ciega que sea, es tan elocuente para el resto de mis sentidos que no necesito más pistas. Tu fortaleza es admirable Lucia, me dijo la segunda vez que coincidimos, no sé qué haría yo en tus circunstancias. No sería capaz de nada sin mis ojos… Discutir con mi suegra tan pronto no me pareció buena idea, pero me quedó claro que no soy, desde luego, la mujer con la que había soñado para su hijo.
No le he dicho nada a Javi. Estoy segura de que no tiene ni idea. Y tampoco vale la pena. No la culpo.
—No. Mira —le esquivo— yo también aprovecharé para comer con mamá y Roberto, que hace tiempo que no lo hacemos. Tu disfruta de tu madre —le digo sinceramente—. Ya nos veremos el próximo finde.
—¿Cómo el próximo finde? Lucía, mañana podemos salir a cenar. De hecho, quería llevarte a un mexicano nuevo del que me han hablado —propone, sabiendo que me encanta la comida mexicana.
—Es que mañana ya había quedado con Marta —mi mejor amiga—, para cenar —miento.
—Ah —exclama, y ahora la decepción es suya. No sé por qué lo he hecho. Como si quisiera castigarle por venderme por su madre. Eso es horrible Lucía, me digo a mí misma. Estás portándote como una niña pequeña… Ya está dicho.
—Estás muy escurridiza —dice algo contenido—. No tratarás de deshacerte de mí.
—Escurridiza es mi segundo nombre —juego al despiste.
—Oye —apela ahora con el tono más cercano—. Prefiero tu versión volcán. Cuando te pones así me preocupas.
—¿Así, cómo?
—Alicaída. Mustia. ¿Seguro que todo va bien?
—Todo bien, Javi. Un mal día, nada más.
—Voy a buscarte ahora mismo, tengo ganas de verte —se desvive mi novio casi perfecto.
—No. No pasa nada, de verdad —contesto en automático. ¿Cómo que no pasa nada, pienso, si lo estoy deseando ¿soy idiota o qué?—. Ya te he dicho que estoy muy cansada —dice mi boca sin mi permiso—. Ya hablaremos. Te llamo estos días a ver qué tal estáis ¿Vale?
—Lucía… —Mi nombre ahora suena a promesa y la danza del vientre se convierte en un erótico tango. Se produce uno de esos silencios que debería llenarse con palabras que todavía no somos capaces de decirnos —… nada, que si cambias de opinión te estaremos esperando —termina.
—Vale.
—Vale.
Y colgamos. Me he prometido a mí misma no enfadarme con Javi por su madre. No puedo hacerle eso. ¡Este es un bonito final de mierda para un día de mierda!, me compadezco. Y la sensación de tener tantas conversaciones pendientes, tantas palabras atragantadas, no la soporto.
Le pongo los cuernos a Amstrong con Lenny Kravitz, porque necesito una voz enérgica que se trague mis pensamientos….
Capítulo siguiente: Mis ojos de ciega y mi cara de niña
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¡Hola, Matilde! ¡Con la suegra hemos topado! Ja, ja, ja… Continuamos descubriendo a Lucía, en esta ocasión su pasado y el origen de su ceguera. Pero también a su madre, de tal palo tal astilla, y a Alberto, el verdadero padre. Pero sin duda nos dejas expectantes ante ese encuentro entre la futura suegra y Lucía en el que sin duda saltaran chispas. Un abrazo!
Vamos a ver qué consecuencias tiene la entrada en escena de la suegra. Y cómo discurren las cosas entre la pareja… El otro día una seguidora en Facebook me preguntó si Lucía existía de verdad, je, je…
Bueno, Matilde, genial relato a base de diálogo casi puro y muy bien realizado y con los incisos perfectos para que visualicemos a los personajes. Menuda liada se avecina, duelo de suegras y yernos, ¿quién ganará? Porque aquí participar no es lo importante y además es lo más duro.
Me está gustando mucho esta saga de lucía, aunque no te perdono ese change que ha hecho Lucía a última hora; y no porque Luis sea mucho Luís, es que sin él probablemente nunca habría existido ni Lenin ni muchas otras cosas jajaj.
Un abrazo.
Hola Pepe,
En primer lugar quiero agradecerte la visita. Siempre es un placer ver a amigos que he conocido en el Tintero por aquí.
Lucía está resultando un personaje muy gratificante, la verdad. Construirlo, vestirlo con esos atributos de «bruta y ciega» al mismo tiempo es todo un reto y lo cierto es que Lucía empieza a emanciparse de mi pluma. A veces me riñe porque quiere ser más transgresora, más radical, y aunque de momento la mantengo «domesticada» me temo que es cuestión de tiempo que vuele libre.
El matiz que haces sobre Louis Amstrong… completamente de acuerdo como autora. El personaje es bastante melómano y de gustos eclécticos.
Lo dicho, un placer tenerte por aquí.
Un abrazo
Sigo pensando que Lucía tiene mucha suerte pese a la ceguera, y me sigue gustando, ese carácter tan rebelde y a la vez sincero aunque «escurridizo» ja,ja,ja (es tremenda), tiene una madre que la entiende, será por eso de la sangre, y a Roberto, que la quiere como a una hija, y bueno, que Javi me sigue gustando para ella. Aparte de un humor exquisito, dejas notar muy bien la ceguera de Lucía, en esos toques con el café, las tazas, y con el recuerdo de la suegra, eso me ha encantado, como reconoce por la forma del cuerpo cuando pierde el dominio…,la rigidez de los hombros…Ahora también sabemos porque se llama Lucía.
A veces no se le da la importancia merecedora a estas personas ciegas, que de tontas no suelen tener ni un pelo. Y aquí estás demostrando que pueden hacer una vida tan normal como cualquiera. Me gusta mucho el relato, Matilde, y no tengo nada que objetar a la buena forma con la que estás desarrollando esta novela. Además a mi, hasta me está resultando creíble. Mi suegra que en paz descansa, perdió la vista con 55, y hacía cosas que, ver para creer.
He disfrutado también con esta entrega.
Un fuerte abrazo, y muy feliz fin de semana;)
Hola Mila,
Por supuesto, Lucía y su madre mantienen una gran complicidad. Primero porque durante muchos años vivieron solas; segundo porque la diferencia de edad entre ellas es de 19 años, por lo tanto no hay demasiada «brecha» generacional y tercero porque, siendo muy parecidas, han aprendido a respetarse; por razones obvias la madre es mucho más paciente que su hija.
La reflexión que haces sobre la ceguera y las personas ciegas me la hice yo también cuando David propuso el reto. Tendemos a ser un poco «paternalistas» en nuestra percepción de los ciegos. Tienen una minusvalía, pero son personas con vidas plenas. Tengo la suerte de conocer a una y te aseguro que su vida es tan «normal» como la de cualquier persona. Entrecomillo lo de normal porque es un término demasiado ambiguo.
En cuanto al desarrollo de la trama creo que se va a complicar algo más, aparte de lo previsible con la suegra.
En fin Mila, un placer, como siempre, verte por aquí y escuchar lo que tienes que aportar.
Un abrazo
Y ese final con los cuernos…,quedó genial, ja,ja.
Veremos como sale el desenlace con la suegra y todo lo que Lucía tiene en mente.
Ejemplo magistral de todo lo que no se dice por el maldito teléfono. No me gustan, nunca me han gustado. Pero tienen ese don de la ceguera del otro y de eso sabe mucho Lucía. Me ha encantado el dialogo.
Estoy de acuerdo contigo Ángel, el teléfono invita al «yo me lo callo yo me lo como» y a las malas interpretaciones que tantas veces comprendemos a posteriori.
Me alegra mucho verte por aquí y que te hayas entretenido un rato con la vida de Lucía.
Un abrazo
Ya estoy enganchada, a Lucía…me encanta como es.
Lucía y los demás personajes q van apareciendo me atrapan. Y por un momento me transportan a la vida de Lucía.
De verdad q es un placer leerte..así q espero tu próximo capítulo.
De verdad que es un placer tener lectoras como tú. Tan fieles, tan incondicionales….
Lucía sigue creciendo, y que te atrape es la mejor forma de expresar que ya tiene naturaliza propia.
Te veo en el siguiente capítulo,
Un abrazo
Conociendo a los otros personajes tu historia pasa a ser un llamativo árbol de Navidad con los adornos en su sitio y bien iluminado. Lucía sigue dando, con su especial carácter, palos de ciego con mucho tino. A ver que nos depara la siguiente entrega, hoy aprovecho a ponerme al día y así no me quedo con la intriga.
Saludos, Matilde ?
Hola JM
Sí, en este capítulo nacieron los personajes como si me hubiera tocado un premio. Lo has descrito bastante bien, Lucía de pronto tuvo su árbol de Navidad con todo tipo de adornos estelares….
Gracias por pasar