Minutos para enamorarse

por | Abr 8, 2021 | Ficción | 4 Comentarios

ballet, minutos para enamorarse

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—Entonces, Lucía, ¿veremos a tu Lord Byron en una serie de televisión? —pregunta Raúl tras conocer de mi boca el proyecto.

—Es lo que pretendemos. El 20 de diciembre entregamos el guion del piloto y sabremos si nos aceptan el proyecto completo. Si no sale bien me van a dar las Navidades…Estoy un poco acojonada, la verdad…—confieso, abrumada.

No nos juntábamos…, ni me acuerdo desde cuándo. Raúl libra este finde ¿por qué no vamos el viernes los cuatro a Lasonata?, sugirió Marta tras nuestra última sesión en el gym. Y aquí estamos, en un restaurante mexicano que me encanta y poniéndonos al día.

—Leí en algún sitio —apunta Raúl—, que coleccionaba monos, loros, y cosas así…

—No me digas que lees a Byron entre servicio y servicio… —me río.

Raúl, el chico de Marta, es un bombero sabiondillo que se mueve cómodamente en cualquier jardín. Los ratos libres que le regala su trabajo entre emergencia y entrenamiento se los pasa leyendo. Lo mismo te habla del glaciar Perito Moreno como la octava maravilla del mundo que te desguaza la biblia para defender su agnosticismo. Pero no resulta presuntuoso, al contrario, tiene ese punto primario que hace que su actitud transmita nobleza. Es como un neandertal bien adaptado al siglo XXI, suele decir Marta. Con Javi congenió desde el principio, y no me extraña; ambos son frikis vocacionales y comparten los mismos gustos trasnochados inclasificables para nosotras.

—¿Qué pasa, es que un bombero no puede leer a Byron? —me echa en cara mis prejuicios.

—No quería decir eso —reculo—, o tal vez me ha patinado el cerebro, Raúl, —me disculpo de aquella manera…—desde luego, si alguien puede romper estereotipos acerca de los bomberos, ese eres tú. Y sí —confirmo—, le encantaban los animales. Dicen las malas lenguas que llegó a tener zorros, monos, loros, incluso un cuervo, un halcón y hasta un oso.

A Marta no le hace mucha gracia contar cómo se conocieron porque fue por uno de esos accidentes absurdos que uno cree que solo pasa en las películas. Ella estaba frente al espejo del baño de su oficina, quitándose el pendiente derecho que le estaba machacando la oreja. Aquel cabroncete del demonio salió disparado y se coló por el sumidero, me contó a mí la primera vez. Y ella se lanzó a su rescate de forma inconsciente ¡Como si me importara mucho aquella baratija, farfullaba, pero era el destino, Lucía! El caso es que metió el dedo meñique como si le fuera la vida en ello. Y el meñique decidió quedarse a vivir allí para siempre. Castigada en aquel baño para toda la eternidad, se decía a sí misma mientras pedían ayuda.

¿Cómo es posible que un dedo tan pequeño precise los servicios de un bombero? Se lamentaba a Raúl cuando llegó con su equipo para solventar la “emergencia” en mitad del cachondeo de toda la oficina, que tuvo cotilleo fresco para el resto del mes. Si te contara lo que he llegado a “salvar”, esto se quedaría en una anécdota de nada, la tranquilizó él. La culpa la tienen estos nuevos diseños, que en vez de agujeros en el sumidero ponen ojos de buey, condescendía él, y me lo imagino atrapado y perdido en los, según dice todo el mundo, preciosos ojos grises de mi amiga Marta.

La hora y media que necesitaron para liberar el dedo sirvió para que la abogada descubriera lo interesante que era el bombero; para que el bombero conociera el alma de la abogada, y para que los dos decidieran averiguar si el encantamiento iba más allá del bochornoso secreto que guardaban aquellas asépticas paredes, con él vestido ya de civil, y ella con todos sus dedos y sus dos manos dejando miles de promesas en el aire. Suelen contar, orgullosos, que tardaron unos minutos en enamorarse, una semana en declararse, y menos de un año en irse a vivir juntos. Y ahí están, derrochando esa clase de felicidad natural que hace que los demás nos sintamos idiotas por incapacidad.

—¡Eres una crack!  Vas a crear el mejor Byron de la historia —me espolea mi fiel amiga—. Y te vas a tener que pagar unas cuantas copas cuando celebremos por todo lo alto tu éxito.

—De momento lo que voy a celebrar es un curro extra de la hostia…—me lamento—. El fin de semana que viene me marcho a vivir a la oficina.

—¡Cómo! —exclama Marta—. ¿Pero, no vais a celebrar tu cumpleaños?

—Me tengo que ir a Madrid —explica Javi—. Uno de nuestros clientes va a salir a bolsa y estoy en su equipo de asesores. No puedo negarme. Me da mucha rabia, pero no puedo negarme.

—¡Vaya! ¡Qué putada! —bufa mi amiga—. Oye, pues Raúl trabaja, si quieres salimos nosotras y hacemos fiestecita de chicas —propone en un tono muy tentador.

—No Marta, de verdad. Aprovecharé para currar a tope. Me vendrá bien adelantar todo lo que pueda… —expongo sinceramente—. Pero gracias… —le digo sacándole la lengua cariñosamente.

—¿Y cuánto tiempo estarás fuera? —interviene Raúl.

—Una semana, cojo el Ave el miércoles —anuncia Javi—, pero bueno, algo haremos a mi vuelta —dice, descongestionando esa especie de culpa tonta, y me frota el muslo derecho.

—Bueno chicos —me levanto, harta ya del tema NO cumpleaños—. Hemos cenado, y estoy cansada de hablar… Es hora de bailar —anuncio sin posibilidad de discusión.

Me da rabia que no esté en mi cumple. ¡Para qué engañarme! Pero es lo que hay. Tan importante es para Javi el asunto que le lleva a Madrid como para mí Lord Byron. Así que solo me queda aceptarlo y tragar. Me tienta lo de dejarme llevar por mi vena infantil, pero no. No toca, Lucía.

Danzas mareantes…

Nos vamos al “Tétanus”, un nuevo local de copas que han abierto en la ciudad y que está a rebosar. Cuando entramos el golpe de humanidad que recibo es como un tortazo a mis sentidos; el infierno moviendo las caderas en mitad de ese noviembre para el que vamos pertrechadas con botas y medias opresoras que allí pierden toda utilidad. Para mí, tanto ruido, tanta gente, tanto calor y tantos estímulos, es como entrar en una centrifugadora a bailar reguetón.

—¿Qué pasa, regalan algo? —me quejo, desorientada.

—¡Madre mía, vaya decorado! —exclama Marta sorprendida por lo que ve—. A ver si van a acabar todos como en “Abierto al amanecer”.  Es todo muy gótico —me explica—, muy medieval pero al mismo tiempo sugerente…Tiene su gracia —dice, divertida.

—Si quieres vamos a otro sitio —propone Javi apretando mi mano en medio de la jauría humana.

—No hay problema —me conformo. Normalmente no solemos ir a locales tan concurridos, pero tampoco hay que hacer un drama—, la música suena bien… —grito por encima de los decibelios ensordecedores que golpean mis oídos.

Mientras Marta y Javi piden algo en la barra, Raúl y yo nos hacemos un hueco en la pista.

Mi madre me apuntó a danza de niña, como a tantas otras actividades con las que pretendía prepararme para “todo” en la vida. Y no fue lo mío, o tal vez debiera decir que mi profesora, una amiga de mi madre, era más ciega que yo, en sentido figurado, por supuesto. No funcionó. Me sentí tan expuesta y observada que me sacaba de quicio. Escuchaba los murmullos de los demás si no colocaba bien los pies, risitas soslayadas cuando me tocaba hacer algún ejercicio a mí sola, cuchicheos tipo “mira cómo pone los brazos”…  Poco importaba que me gustara más o menos la danza, el hecho es que no tenía referencias porque a mi querida profesora no se le ocurrió que yo necesitaba tocar para “ver”, para comprender. Ella hablaba, y hablaba, y hablaba…como si a fuerza de explicar el movimiento yo pudiera verlo en mi cabeza. Yo imaginaba cosas, pero ¿acaso no funcionamos por imitación? A ella no se le ocurrió colocar mis manos sobre sus brazos para entender la gracia en la elevación, o en el cuello para interpretar el secreto de la elegancia…A la tercera clase me borré; lo hubiera hecho el primer día si no me hubiera obligado mi madre a intentarlo un par de ocasiones más.

—¿Qué hacen esos dos? —pregunto— ¿No vienen?

—Están ahí todavía charlando. Creo que les falta alguna consumición.

Ya adolescente fue Marta, una vez más, quien se prestó a que yo “viera” su forma de bailar. Un día pusimos la radio a tope en casa y practicamos el ejercicio que bautizamos como “bocadillo de achuchón”. Ella se movía y yo, bien pegadita, manoseaba sus hombros, su cintura, sus caderas…realizamos también un divertido trasero con trasero hasta que de un empujón la mandé al suelo. ¡Así pago yo sus entregados servicios a la causa de los ciegos…! Fue genial. Copié algunos de sus movimientos, perfeccioné los míos y aprendí a desinhibirme con la música.

Óscar, mi segundo novio, también fue un punto de inflexión. El baile con él adquirió un matiz mucho más sensual, pero también divertido y salvaje…Rock, salsa, bachata, disco, me atrevía con cualquier ritmo junto a él…Tu forma de bailar es muy sugerente, Lucía, solía decirme. Me da igual lo que sea. Solo sé que me encanta bailar.

Así que tengo a Raúl a menos de un metro de mí pegando buenos aullidos con su animoso inglés al ritmo de Can’t Stop The Feeling de Justin Timberlake. De vez en cuando le toco el brazo, o él a mí el hombro, o nos arrancamos a bailar juntos… una especie de código que me sirve para mantener el contacto y establecer las coordenadas de mi espacio y el suyo. Justo está empezando a sonar Happy de Pharrell Williams cuando oigo a Raúl lanzar un alarido que me pone los pelos de punta: ¡Marta!, exclama, y siento de forma inequívoca que desaparece en estampida. Yo grito, casi al mismo tiempo: ¡Raúl!, pero ya no está. Para salir así ha tenido que ver algo importante. A Marta le ha pasado algo y a mí se me ha revuelto el estómago con una náusea que mando a paseo porque tengo que reaccionar. Al menos está con Javi, pienso, tratando de no perder la cabeza.

A ver Lucía, piensa. Lugar nuevo, grande y atestado de gente, desorientada, con la música a toda pastilla…Mi única referencia es que Raúl se ha marchado por la izquierda. ¡Bien, vamos allá! Extiendo mis brazos, me animo a mí misma y comienzo a caminar. Lo primero es salir de la pista de baile, que sospecho enorme, y conseguir ayuda.

—Disculpen, soy ciega. Paso, por favor, por favor…

No me escucha ni Dios. ¡Cómo para oír! Voy chocando contra espaldas sudadas, con bíceps de gimnasio y pelos engominados, con extraños de la noche que me ofrecen pieles pegajosas y voces estridentes, incluso con pechos de los que no quiero saber nada.

—¡Eh…¿tú… de qué vas? —balbucea una chica audiblemente perjudicada.

—Lo siento, soy ciega. Lo siento. ¿Puedes decirme si voy bien hacia la barra? —Intento averiguar. Pero solo escucho una carcajada estúpida que se columpia en el aire de arriba abajo, como si la susodicha se estuviera doblando desternillada de la risa, hasta que la percibo en el suelo ¡Borrachera del quince! ¡Joder!

Arranco de nuevo, más acelerada si cabe porque empiezo a impacientarme. La gente me insulta, me engancho en algunos cabellos, araño sin querer un cuello ¿o era una mejilla? ¡Joder….!

—Paso, por favor. ¡Soy ciega, tengo que llegar a la barra! —pido auxilio. Alguien me coge de la muñeca y me rodea por la cintura. ¡Ya estamos…! ¿En serio me tengo que topar con un sobón?

—Si quieres te llevo, guapa —me dice el desconocido haciendo el típico gesto del parabrisas con su mano delante de mis ojos para cerciorarse de que realmente no veo.

—¿Puedes dejar de abanicarme el entrecejo y soltarme, por favor? —contengo mi furia para seguir mi camino.

—¿Qué me das a cambio? —Se pone estupendo, el imbécil.

—¿Qué te parece una patada en los huevos? Porque, aunque no vea, sé perfectamente dónde los tienes. Así que sueltamente de una PUTA VEZ, gilipollas. Y no sé si es el grito o la amenaza, pero funciona, porque me libera ipso facto.

—¡Qué carácter! —dice el muy ganso— ¿Estás amargada o qué? —murmura cuando sigo avanzando, desorientada ya del todo.

—¡Eh!, —me detiene otra voz femenina por el codo.

—¡Qué joder! ¡Qué pasa! —grito lastimosamente. Estoy al borde del llanto de impotencia. No sé qué le está pasando a Marta,  no soy capaz de llegar junto a ella, la gente me está agobiando y empiezo a desesperarme.

—¿Necesitas ayuda? —me dice amablemente.

—Por favor, ¿puedes guiarme hasta la barra? Le ha pasado algo a mi amiga y..

Ella me coge del brazo y tira de mí.

—¡Espera! –Corrijo su intención. Suelto su brazo y me fijo a su hombro.

—Tú camina normalmente. Es mucho más fácil así.

La chica me saca de la pista de baile en menos de diez segundos.

—¿Pregunto por alguien? —sondea mi nueva amiga—. Veo un corrillo de gente al final de la barra ¿puede tener algo que ver con tu amiga?

—¡Vamos, vamos…! —la apremio.

—Hay una chica en el suelo —me informa.

¿Qué…? Me desprendo de ella en cuanto escucho la voz de Raúl. Pensará que soy una maleducada. Pero no hay tiempo ahora para eso.

—¡Toma un poco de coca cola Marta, te animará! —dice cariñosamente.

—Marta, Marta… —reclamo con la mano extendida, en cuclillas y avanzando con cuidado para no pisarla—, ¡Marta! —digo al sentir por fin un bulto—. ¿Estás bien?

—Sí… —responde con un hilillo de voz que me preocupa aún más—. Solo me he mareado, pero ya se me está pasando…

Busco su mano y cuando la localizo es un témpano de hielo.

—¿Seguro que estás bien? —insisto— ¡Javi —le busco en el infinito porque no sé dónde está y este puto local es un infierno—, ¿puedes pedir un taxi? Hay que marcharse de aquí.

—Javi ha ido a buscarte —me informa Raúl—. Lo siento Lucía, ni siquiera he pensado que te dejaba sola.

—¡Por favor, Raúl, has hecho lo que tenías que hacer. No pasa nada. ¿Puedes pedir tú el taxi? Ya me ocupo yo de ella.

Enseguida llega Javi que, al parecer, se ha recorrido tres veces la pista de baile

—Estaba a punto de usar la megafonía. No te encontraba —me dice Javi, preocupado.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto, todavía inquieta por Marta.

—Estábamos hablando y de pronto se ha desvanecido. Por los pelos la he podido sujetar antes de caerse. Será este calor sofocante. No teníamos que habernos quedado —va enumerando la voz de la conciencia de mi novio—. Parece que se va recuperando ¿no?

Al fin vuelve Raúl y nos avisa de que el taxi está en la puerta.

—No hace falta que me cojas en brazos —oigo resistirse a Marta, que odia llamar la atención. ¡Buen chico!, pienso yo.

—¡Ya lo creo que sí —la contradigo—, hay que aprovechar que tenemos un bombero en casa —aplaudo la iniciativa de mi amigo—. Si no te tienes en pie…. Venga, vámonos —ordeno.

Busco la mano de Javi, me la coge y nos disponemos ya a abandonar aquel infierno cuando la voz amable que me había ayudado nos interrumpe.

—¡Espero que tu amiga esté bien! —susurra en mi oreja por encima de la música.

—¡Oh, Dios! Lo siento —me disculp—. Ni siquiera te he dado las gracias. Perdona, de verdad. Con todo el lío de…—me atasco—. Sí, está bien. Vamos a llevarla a casa enseguida.

—Me llamo Estefanía —se presenta.

—Lucía —pronuncio mi nombre con cierta prisa en la voz. El taxi nos está esperando.

—Lucía, te está ofreciendo la mano —dice Javi.

—¡Oh, lo siento! —extiendo mi mano derecha. La izquierda está con Javi. Ella me la coge y se la guarda entre las suyas con una atención que me sorprende. Me deja una caricia en la palma, muy sutil, apenas un roce con los dedos, pero un roce cálido, muy afectuoso. Creo. No sabría decir.

—No. Lo siento yo…. —se disculpa reteniéndome unos segundos que se me hacen eternos—. Bueno, me ha gustado conocerte, Lucía. Marta es una chica con suerte —dice algo críptica—.Ya nos veremos por ahí…—vaticina antes de soltarme.

En el taxi me coloco atrás con Marta y Raúl. Le froto las manos, porque sigue estando helada. ¿Estás bien? Le pregunto bajito. Ella asiente con un aha. Solo ha sido una bajada de tensión. Me quedo más tranquila cuando paramos frente a su casa y a los pocos minutos recibo un mensaje de Raúl diciendo que duerme plácidamente.

—¿Quién era esa chica? —Me pregunta Javi viniéndose a la parte de atrás del taxi conmigo.

—La única alma solidaria que ha querido ayudarme cuando me he visto sola en mitad del infierno —murmuro, de repente agotada y con el cuerpo lánguido, sin fuerzas.

—¡Ah! —susurra besándome la sien y acercándome a su pecho—. Pues diría que esa alma solidaria se ha enamorado de ti.

Y el sueño me atrapa con una última frase a traición del subconsciente que no sé si en realidad llego a pronunciar:

—Al parecer algunos solo necesitan unos minutos para enamorarse…

Capítulo siguiente: Mi No Cumpleaños

 

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Capítulo 5: Silencio catatónico

Capítulo 6: Mi melodrama y yo

Capítulo 7: Reencuentro atraganta ambientes

Capítulo 8: Mi te quiero errante

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—Entonces, Lucía, ¿veremos a tu Lord Byron en una serie de televisión? —pregunta Raúl tras conocer de mi boca el proyecto.

—Es lo que pretendemos. El 20 de diciembre entregamos el guion del piloto y sabremos si nos aceptan el proyecto completo. Si no sale bien me van a dar las Navidades…Estoy un poco acojonada, la verdad…—confieso, abrumada.

No nos juntábamos…, ni me acuerdo desde cuándo. Raúl libra este finde ¿por qué no vamos el viernes los cuatro a Lasonata?, sugirió Marta tras nuestra última sesión en el gym. Y aquí estamos, en un restaurante mexicano que me encanta y poniéndonos al día.

—Leí en algún sitio —apunta Raúl—, que coleccionaba monos, loros, y cosas así…

—No me digas que lees a Byron entre servicio y servicio… —me río.

Raúl, el chico de Marta, es un bombero sabiondillo que se mueve cómodamente en cualquier jardín. Los ratos libres que le regala su trabajo entre emergencia y entrenamiento se los pasa leyendo. Lo mismo te habla del glaciar Perito Moreno como la octava maravilla del mundo que te desguaza la biblia para defender su agnosticismo. Pero no resulta presuntuoso, al contrario, tiene ese punto primario que hace que su actitud transmita nobleza. Es como un neandertal bien adaptado al siglo XXI, suele decir Marta. Con Javi congenió desde el principio, y no me extraña; ambos son frikis vocacionales y comparten los mismos gustos trasnochados inclasificables para nosotras.

—¿Qué pasa, es que un bombero no puede leer a Byron? —me echa en cara mis prejuicios.

—No quería decir eso —reculo—, o tal vez me ha patinado el cerebro, Raúl, —me disculpo de aquella manera…—desde luego, si alguien puede romper estereotipos acerca de los bomberos, ese eres tú. Y sí —confirmo—, le encantaban los animales. Dicen las malas lenguas que llegó a tener zorros, monos, loros, incluso un cuervo, un halcón y hasta un oso.

A Marta no le hace mucha gracia contar cómo se conocieron porque fue por uno de esos accidentes absurdos que uno cree que solo pasa en las películas. Ella estaba frente al espejo del baño de su oficina, quitándose el pendiente derecho que le estaba machacando la oreja. Aquel cabroncete del demonio salió disparado y se coló por el sumidero, me contó a mí la primera vez. Y ella se lanzó a su rescate de forma inconsciente ¡Como si me importara mucho aquella baratija, farfullaba, pero era el destino, Lucía! El caso es que metió el dedo meñique como si le fuera la vida en ello. Y el meñique decidió quedarse a vivir allí para siempre. Castigada en aquel baño para toda la eternidad, se decía a sí misma mientras pedían ayuda.

¿Cómo es posible que un dedo tan pequeño precise los servicios de un bombero? Se lamentaba a Raúl cuando llegó con su equipo para solventar la “emergencia” en mitad del cachondeo de toda la oficina, que tuvo cotilleo fresco para el resto del mes. Si te contara lo que he llegado a “salvar”, esto se quedaría en una anécdota de nada, la tranquilizó él. La culpa la tienen estos nuevos diseños, que en vez de agujeros en el sumidero ponen ojos de buey, condescendía él, y me lo imagino atrapado y perdido en los, según dice todo el mundo, preciosos ojos grises de mi amiga Marta.

La hora y media que necesitaron para liberar el dedo sirvió para que la abogada descubriera lo interesante que era el bombero; para que el bombero conociera el alma de la abogada, y para que los dos decidieran averiguar si el encantamiento iba más allá del bochornoso secreto que guardaban aquellas asépticas paredes, con él vestido ya de civil, y ella con todos sus dedos y sus dos manos dejando miles de promesas en el aire. Suelen contar, orgullosos, que tardaron unos minutos en enamorarse, una semana en declararse, y menos de un año en irse a vivir juntos. Y ahí están, derrochando esa clase de felicidad natural que hace que los demás nos sintamos idiotas por incapacidad.

—¡Eres una crack!  Vas a crear el mejor Byron de la historia —me espolea mi fiel amiga—. Y te vas a tener que pagar unas cuantas copas cuando celebremos por todo lo alto tu éxito.

—De momento lo que voy a celebrar es un curro extra de la hostia…—me lamento—. El fin de semana que viene me marcho a vivir a la oficina.

—¡Cómo! —exclama Marta—. ¿Pero, no vais a celebrar tu cumpleaños?

—Me tengo que ir a Madrid —explica Javi—. Uno de nuestros clientes va a salir a bolsa y estoy en su equipo de asesores. No puedo negarme. Me da mucha rabia, pero no puedo negarme.

—¡Vaya! ¡Qué putada! —bufa mi amiga—. Oye, pues Raúl trabaja, si quieres salimos nosotras y hacemos fiestecita de chicas —propone en un tono muy tentador.

—No Marta, de verdad. Aprovecharé para currar a tope. Me vendrá bien adelantar todo lo que pueda… —expongo sinceramente—. Pero gracias… —le digo sacándole la lengua cariñosamente.

—¿Y cuánto tiempo estarás fuera? —interviene Raúl.

—Una semana, cojo el Ave el miércoles —anuncia Javi—, pero bueno, algo haremos a mi vuelta —dice, descongestionando esa especie de culpa tonta, y me frota el muslo derecho.

—Bueno chicos —me levanto, harta ya del tema NO cumpleaños—. Hemos cenado, y estoy cansada de hablar… Es hora de bailar —anuncio sin posibilidad de discusión.

Me da rabia que no esté en mi cumple. ¡Para qué engañarme! Pero es lo que hay. Tan importante es para Javi el asunto que le lleva a Madrid como para mí Lord Byron. Así que solo me queda aceptarlo y tragar. Me tienta lo de dejarme llevar por mi vena infantil, pero no. No toca, Lucía.

Danzas mareantes…

Nos vamos al “Tétanus”, un nuevo local de copas que han abierto en la ciudad y que está a rebosar. Cuando entramos el golpe de humanidad que recibo es como un tortazo a mis sentidos; el infierno moviendo las caderas en mitad de ese noviembre para el que vamos pertrechadas con botas y medias opresoras que allí pierden toda utilidad. Para mí, tanto ruido, tanta gente, tanto calor y tantos estímulos, es como entrar en una centrifugadora a bailar reguetón.

—¿Qué pasa, regalan algo? —me quejo, desorientada.

—¡Madre mía, vaya decorado! —exclama Marta sorprendida por lo que ve—. A ver si van a acabar todos como en “Abierto al amanecer”.  Es todo muy gótico —me explica—, muy medieval pero al mismo tiempo sugerente…Tiene su gracia —dice, divertida.

—Si quieres vamos a otro sitio —propone Javi apretando mi mano en medio de la jauría humana.

—No hay problema —me conformo. Normalmente no solemos ir a locales tan concurridos, pero tampoco hay que hacer un drama—, la música suena bien… —grito por encima de los decibelios ensordecedores que golpean mis oídos.

Mientras Marta y Javi piden algo en la barra, Raúl y yo nos hacemos un hueco en la pista.

Mi madre me apuntó a danza de niña, como a tantas otras actividades con las que pretendía prepararme para “todo” en la vida. Y no fue lo mío, o tal vez debiera decir que mi profesora, una amiga de mi madre, era más ciega que yo, en sentido figurado, por supuesto. No funcionó. Me sentí tan expuesta y observada que me sacaba de quicio. Escuchaba los murmullos de los demás si no colocaba bien los pies, risitas soslayadas cuando me tocaba hacer algún ejercicio a mí sola, cuchicheos tipo “mira cómo pone los brazos”…  Poco importaba que me gustara más o menos la danza, el hecho es que no tenía referencias porque a mi querida profesora no se le ocurrió que yo necesitaba tocar para “ver”, para comprender. Ella hablaba, y hablaba, y hablaba…como si a fuerza de explicar el movimiento yo pudiera verlo en mi cabeza. Yo imaginaba cosas, pero ¿acaso no funcionamos por imitación? A ella no se le ocurrió colocar mis manos sobre sus brazos para entender la gracia en la elevación, o en el cuello para interpretar el secreto de la elegancia…A la tercera clase me borré; lo hubiera hecho el primer día si no me hubiera obligado mi madre a intentarlo un par de ocasiones más.

—¿Qué hacen esos dos? —pregunto— ¿No vienen?

—Están ahí todavía charlando. Creo que les falta alguna consumición.

Ya adolescente fue Marta, una vez más, quien se prestó a que yo “viera” su forma de bailar. Un día pusimos la radio a tope en casa y practicamos el ejercicio que bautizamos como “bocadillo de achuchón”. Ella se movía y yo, bien pegadita, manoseaba sus hombros, su cintura, sus caderas…realizamos también un divertido trasero con trasero hasta que de un empujón la mandé al suelo. ¡Así pago yo sus entregados servicios a la causa de los ciegos…! Fue genial. Copié algunos de sus movimientos, perfeccioné los míos y aprendí a desinhibirme con la música.

Óscar, mi segundo novio, también fue un punto de inflexión. El baile con él adquirió un matiz mucho más sensual, pero también divertido y salvaje…Rock, salsa, bachata, disco, me atrevía con cualquier ritmo junto a él…Tu forma de bailar es muy sugerente, Lucía, solía decirme. Me da igual lo que sea. Solo sé que me encanta bailar.

Así que tengo a Raúl a menos de un metro de mí pegando buenos aullidos con su animoso inglés al ritmo de Can’t Stop The Feeling de Justin Timberlake. De vez en cuando le toco el brazo, o él a mí el hombro, o nos arrancamos a bailar juntos… una especie de código que me sirve para mantener el contacto y establecer las coordenadas de mi espacio y el suyo. Justo está empezando a sonar Happy de Pharrell Williams cuando oigo a Raúl lanzar un alarido que me pone los pelos de punta: ¡Marta!, exclama, y siento de forma inequívoca que desaparece en estampida. Yo grito, casi al mismo tiempo: ¡Raúl!, pero ya no está. Para salir así ha tenido que ver algo importante. A Marta le ha pasado algo y a mí se me ha revuelto el estómago con una náusea que mando a paseo porque tengo que reaccionar. Al menos está con Javi, pienso, tratando de no perder la cabeza.

A ver Lucía, piensa. Lugar nuevo, grande y atestado de gente, desorientada, con la música a toda pastilla…Mi única referencia es que Raúl se ha marchado por la izquierda. ¡Bien, vamos allá! Extiendo mis brazos, me animo a mí misma y comienzo a caminar. Lo primero es salir de la pista de baile, que sospecho enorme, y conseguir ayuda.

—Disculpen, soy ciega. Paso, por favor, por favor…

No me escucha ni Dios. ¡Cómo para oír! Voy chocando contra espaldas sudadas, con bíceps de gimnasio y pelos engominados, con extraños de la noche que me ofrecen pieles pegajosas y voces estridentes, incluso con pechos de los que no quiero saber nada.

—¡Eh…¿tú… de qué vas? —balbucea una chica audiblemente perjudicada.

—Lo siento, soy ciega. Lo siento. ¿Puedes decirme si voy bien hacia la barra? —Intento averiguar. Pero solo escucho una carcajada estúpida que se columpia en el aire de arriba abajo, como si la susodicha se estuviera doblando desternillada de la risa, hasta que la percibo en el suelo ¡Borrachera del quince! ¡Joder!

Arranco de nuevo, más acelerada si cabe porque empiezo a impacientarme. La gente me insulta, me engancho en algunos cabellos, araño sin querer un cuello ¿o era una mejilla? ¡Joder….!

—Paso, por favor. ¡Soy ciega, tengo que llegar a la barra! —pido auxilio. Alguien me coge de la muñeca y me rodea por la cintura. ¡Ya estamos…! ¿En serio me tengo que topar con un sobón?

—Si quieres te llevo, guapa —me dice el desconocido haciendo el típico gesto del parabrisas con su mano delante de mis ojos para cerciorarse de que realmente no veo.

—¿Puedes dejar de abanicarme el entrecejo y soltarme, por favor? —contengo mi furia para seguir mi camino.

—¿Qué me das a cambio? —Se pone estupendo, el imbécil.

—¿Qué te parece una patada en los huevos? Porque, aunque no vea, sé perfectamente dónde los tienes. Así que sueltamente de una PUTA VEZ, gilipollas. Y no sé si es el grito o la amenaza, pero funciona, porque me libera ipso facto.

—¡Qué carácter! —dice el muy ganso— ¿Estás amargada o qué? —murmura cuando sigo avanzando, desorientada ya del todo.

—¡Eh!, —me detiene otra voz femenina por el codo.

—¡Qué joder! ¡Qué pasa! —grito lastimosamente. Estoy al borde del llanto de impotencia. No sé qué le está pasando a Marta,  no soy capaz de llegar junto a ella, la gente me está agobiando y empiezo a desesperarme.

—¿Necesitas ayuda? —me dice amablemente.

—Por favor, ¿puedes guiarme hasta la barra? Le ha pasado algo a mi amiga y..

Ella me coge del brazo y tira de mí.

—¡Espera! –Corrijo su intención. Suelto su brazo y me fijo a su hombro.

—Tú camina normalmente. Es mucho más fácil así.

La chica me saca de la pista de baile en menos de diez segundos.

—¿Pregunto por alguien? —sondea mi nueva amiga—. Veo un corrillo de gente al final de la barra ¿puede tener algo que ver con tu amiga?

—¡Vamos, vamos…! —la apremio.

—Hay una chica en el suelo —me informa.

¿Qué…? Me desprendo de ella en cuanto escucho la voz de Raúl. Pensará que soy una maleducada. Pero no hay tiempo ahora para eso.

—¡Toma un poco de coca cola Marta, te animará! —dice cariñosamente.

—Marta, Marta… —reclamo con la mano extendida, en cuclillas y avanzando con cuidado para no pisarla—, ¡Marta! —digo al sentir por fin un bulto—. ¿Estás bien?

—Sí… —responde con un hilillo de voz que me preocupa aún más—. Solo me he mareado, pero ya se me está pasando…

Busco su mano y cuando la localizo es un témpano de hielo.

—¿Seguro que estás bien? —insisto— ¡Javi —le busco en el infinito porque no sé dónde está y este puto local es un infierno—, ¿puedes pedir un taxi? Hay que marcharse de aquí.

—Javi ha ido a buscarte —me informa Raúl—. Lo siento Lucía, ni siquiera he pensado que te dejaba sola.

—¡Por favor, Raúl, has hecho lo que tenías que hacer. No pasa nada. ¿Puedes pedir tú el taxi? Ya me ocupo yo de ella.

Enseguida llega Javi que, al parecer, se ha recorrido tres veces la pista de baile

—Estaba a punto de usar la megafonía. No te encontraba —me dice Javi, preocupado.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto, todavía inquieta por Marta.

—Estábamos hablando y de pronto se ha desvanecido. Por los pelos la he podido sujetar antes de caerse. Será este calor sofocante. No teníamos que habernos quedado —va enumerando la voz de la conciencia de mi novio—. Parece que se va recuperando ¿no?

Al fin vuelve Raúl y nos avisa de que el taxi está en la puerta.

—No hace falta que me cojas en brazos —oigo resistirse a Marta, que odia llamar la atención. ¡Buen chico!, pienso yo.

—¡Ya lo creo que sí —la contradigo—, hay que aprovechar que tenemos un bombero en casa —aplaudo la iniciativa de mi amigo—. Si no te tienes en pie…. Venga, vámonos —ordeno.

Busco la mano de Javi, me la coge y nos disponemos ya a abandonar aquel infierno cuando la voz amable que me había ayudado nos interrumpe.

—¡Espero que tu amiga esté bien! —susurra en mi oreja por encima de la música.

—¡Oh, Dios! Lo siento —me disculp—. Ni siquiera te he dado las gracias. Perdona, de verdad. Con todo el lío de…—me atasco—. Sí, está bien. Vamos a llevarla a casa enseguida.

—Me llamo Estefanía —se presenta.

—Lucía —pronuncio mi nombre con cierta prisa en la voz. El taxi nos está esperando.

—Lucía, te está ofreciendo la mano —dice Javi.

—¡Oh, lo siento! —extiendo mi mano derecha. La izquierda está con Javi. Ella me la coge y se la guarda entre las suyas con una atención que me sorprende. Me deja una caricia en la palma, muy sutil, apenas un roce con los dedos, pero un roce cálido, muy afectuoso. Creo. No sabría decir.

—No. Lo siento yo…. —se disculpa reteniéndome unos segundos que se me hacen eternos—. Bueno, me ha gustado conocerte, Lucía. Marta es una chica con suerte —dice algo críptica—.Ya nos veremos por ahí…—vaticina antes de soltarme.

En el taxi me coloco atrás con Marta y Raúl. Le froto las manos, porque sigue estando helada. ¿Estás bien? Le pregunto bajito. Ella asiente con un aha. Solo ha sido una bajada de tensión. Me quedo más tranquila cuando paramos frente a su casa y a los pocos minutos recibo un mensaje de Raúl diciendo que duerme plácidamente.

—¿Quién era esa chica? —Me pregunta Javi viniéndose a la parte de atrás del taxi conmigo.

—La única alma solidaria que ha querido ayudarme cuando me he visto sola en mitad del infierno —murmuro, de repente agotada y con el cuerpo lánguido, sin fuerzas.

—¡Ah! —susurra besándome la sien y acercándome a su pecho—. Pues diría que esa alma solidaria se ha enamorado de ti.

Y el sueño me atrapa con una última frase a traición del subconsciente que no sé si en realidad llego a pronunciar:

—Al parecer algunos solo necesitan unos minutos para enamorarse…

Capítulo siguiente: Mi No Cumpleaños

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Capítulo 5: Silencio catatónico

Capítulo 6: Mi melodrama y yo

Capítulo 7: Reencuentro atraganta ambientes

Capítulo 8: Mi te quiero errante

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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