Mis ojos de ciega y mi cara de niña

por | Mar 2, 2021 | Ficción | 8 Comentarios

#Diario de Lucía Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Imagen de Engin Akyurt en Pixabay

—Álex, voy a llegar un poco más tarde esta mañana —informo a mi jefe por teléfono—. Tengo que ir a la residencia de mi abuela. No creo que tarde más de una hora. Besos.

—Ya hemos llegado —avisa Roberto, que se ha ofrecido a acompañarme. Mi madre quería venir pero no la hemos dejado. Demasiada adrenalina, las dos juntas…

El móvil vuelve a vibrar.

—No te preocupes Lucía. Espero que todo esté bien. Luego hablamos. Besos —me responde Álex en otro mensaje.

Cuando bajo del coche el entorno de la residencia me acoge con una pacífica calma, previsible en un lunes a las nueve de la mañana; nada que ver con la agitada actividad del sábado. Me fijo al brazo de Roberto y caminamos hasta el despacho de la directora.

—¿Quieres que entre contigo? —me pregunta cuando anuncian nuestra visita.

—Sí, por supuesto, eres de la familia… —Lo cierto es que no me fío de mí misma.

Se abre una puerta y unos tacones dejan su contundente presencia en el suelo mientras se acercan. Con carácter, pienso, pues ya somos dos, amiga mía. El mareante perfume mefítico que llega con ella me anula el cerebro. Quiere drogarme. Seguro.

—Lucía Rosales ¿verdad? —pregunta sin esperar respuesta—. Pasad, por favor —. Nos tutea—. Ya me han contado el pequeño lío que…

—Es usted la directora, supongo —la interrumpo mientras tomamos asiento. Hemos empezado francamente mal…

—Ah…claro, que tú no…—masculla—. Como es con tu madre con quien suelo hablar… Discúlpame. Efectivamente, soy Alicia Ruiz Estrada, la directora.

—Bien, señora Ruiz Estrada. Le ruego que no se deje engañar por mis ojos de ciega ni por mi cara de niña, porque no me va a temblar el pulso si decido denunciarla.

El carraspeo entra como un terremoto.

—No hay razón para precipitarse… —flaquea la voz de la directora.

—Pues haga el favor de llamar a las cosas por su nombre —la vuelvo a interrumpir—. Ese eufemismo que usted ha utilizado, ¿cómo ha dicho? Pequeño lío… Pequeño lío lo tenemos cuando provocamos una gotera al vecino, o en la peluquería, cuando dudamos entre el alisado japonés o las mechas californianas… —presento mis credenciales en lo que a retórica se refiere—. Lo que presenciamos aquí el sábado, en su residencia, fue un injustificable e intolerable maltrato a una anciana de 84 años enferma de Alzheimer.

 

Habíamos preparado una tarta de manzana para ir a merendar con ella. La falta de memoria no afecta a su sentido gustativo, que mantiene en plenas facultades, la muy golosa. Cuando llegamos al centro no hay rastro de ella en el salón. ¡Qué raro!, dice mi madre, debería estar aquí con todos los internos.

—Señorita, ¿sabe dónde se encuentra la señora Conchi González —trata de averiguar.

—Si no está aquí estará en su habitación —le responden—. Pregunte en admisiones.

Nos apresuramos, temiendo que tal vez se encuentre enferma y, cuando estamos a unos pocos metros de su cuarto, oímos unos gritos que nos ponen la piel de gallina:

—¡Abre la boca vieja estúpida o te meto la compota con un embudo!

Mi madre se desengancha de mí y sale en estampida; yo me arrimo a la pared del pasillo para acelerar el paso sin tropezar. Los gritos de mi madre no se hacen esperar:

—¡Pero quién te crees que eres para tratar así a mi madre. ¡Niñata estúpida! ¿Te pagan más por humillar a los ancianos? ¡Métete la compota por donde te quepa!

Sea quien sea la otra persona, pasa de la furia al llanto por arte de birlibirloque.

—Yo… lo siento… es que no ha comido esta mañana. No se ha movido de aquí en todo el día… Y no quiere merendar…—dice en un hilo de voz.

—¿Y crees que a la fuerza vas a conseguir algo más? Como le hayas hecho daño… —bramaba mi madre fuera de sí.

— Le juro que no la he tocado, solo quería que abriera la boca y comiera —lloriquea.

—¡Lárgate de aquí! —grita mi madre otra vez. La chica pasa junto a mí, que acabo de llegar, y sin pensarlo la detengo por el brazo.

—Tu nombre —le exijo.

—¿Qué? —balbucea ella.

—Que me digas tu nombre —le digo con toda la autoridad que puedo imprimir a mis casi 31 años.

—Jessica Prado —musita. La suelto y se escabulle como una comadreja asustada.

Tuve que tranquilizar primero a mi madre para no alterar más el acongojado estado de mi abuela, que respiraba con ese hipo entrecortado que queda cuando uno se ha hartado de llorar.

—Señorita Rosales —me dice ahora la directora—. Quiero que sepa que en 18 años que llevo aquí nunca se ha producido ningún “episodio” —decide utilizar una palabra nueva— de esa naturaleza. Lamento muchísimo lo sucedido el sábado —se disculpa. Su tono mantiene la compostura institucional, pero ahora me gusta mucho más.

—La joven que atendía a su abuela, —continúa—, la señorita Prado, está en un contrato de prácticas y desde luego…

—No necesito saber en qué condiciones laborales están sus empleadas, señora Ruiz. Lo único que exijo, que exigimos —rectifico, en nombre de la familia— es que usted asuma la responsabilidad que tiene, que es garantizar la seguridad y bienestar de mi abuela. Con el dinero que pagamos debería sentirse como la mismísima emperatriz de Roma.  —Me concedo la licencia del cinismo de nuevo. Hago una pausa. Escucho otro carraspeo, este de cierta impaciencia, mi doctorado en carraspeos me dice que la directora está de mí hasta el moño—. Si no la hemos denunciado es porque hasta ahora no teníamos queja y el trato había sido exquisito.

—Y seguirá siéndolo —se apresura a convencerme—. Iba a decirle que la joven ha sido expedientada y yo, por supuesto, me encargaré personalmente de que no vuelva a suceder nada parecido. Le agradecería que dejáramos el incidente en el ámbito privado. Tiene mi palabra de que no se volverá a repetir.

Cuando sacamos la tarta de manzana mi abuela deja de hipar, y después del primer trozo conseguimos que se tranquilice. Antes de marcharnos me siento junto a ella. Le cojo una mano y llevo su calor a mi mejilla…

—Abuela —le digo besándole los dedos.

Mientras mi madre trabajaba a destajo mi abuela fue la luz de mi infancia. La falda en la que me entretenía con mil juegos y donde me refugiaba de todo. Mi referente, mi apoyo, mi segunda madre. Lucía, con esa intuición que tienes no habrá sombras en tu vida, siempre irás un paso por delante, solía decirme, pero vigila ese temperamento, niña, o serás presa de tus propias trampas.

Abuela… —la añoro tanto—. Entonces es ella quien coge mis manos y me las lleva a su rostro, como hacíamos cuando era niña, como si reconociera el reencuentro. Recorro, despacio, los trazos de vida manuscritos en su piel, mido los surcos de su frente y la caída de sus párpados. Pestañea y cosquillea en mis dedos. Dibujo la nariz achatada que dicen he heredado de ella, y cuando perfilo sus labios me echo a llorar como una tonta porque me doy cuenta de que está sonriendo.

Cuando salimos de la residencia son las diez menos cuarto de la mañana.

—¿Qué no le engañen mis ojos de ciega ni mi cara de niña…? —se chotea Roberto en el coche.

— He estado a punto de comérmela con esa actitud paternalista…—bromeo—. ¿No me decís siempre que tengo cara de niña…? —comparto su buen humor.

—La tienes —confirma—. ¡Esa es mi niña…—proclama orgulloso.

Roberto me deja en el trabajo. Envío un mensaje a Javi antes de entrar: Hola, cuéntame cómo ha ido la visita al médico con tu madre. Luego hablamos. Besos  No digo nada jocoso, ni fuera de lugar, como haría en otras circunstancias, porque es un audio y puede que su madre esté cerca. Mejor no tentar a la suerte.

Chico nuevo en la oficina

Al salir del ascensor me freno instintivamente porque oigo mi nombre.

—¡Huy… Lord Byron es terreno de Lucía, Jandro! —escucho en referencia al nuevo proyecto que ha asumido la productora para presentar a un inversor. El tal Jandro debe ser el nuevo fichaje de la plantilla—. Cuando ella llegue haremos la reunión para planificar el trabajo pero ya te digo que el personaje principal lo asumirá Lucía, entre otras cosas, porque lo domina a la perfección —dice mi jefe. ¡Bien Álex, buen chico!  ¡Así que recién llegado y ya quieres mear fuera de tiesto!, me pongo en plan quisquilloso y malpensado. Decido que es hora de entrar.

—Buenos días a todos. Siento el retraso Álex.

—Ah Lucía. Estábamos hablando de Lord Byron. ¿Todo bien? ¿Tu abuela bien?

—Sí. Todo arreglado. Ya te contaré. ¿Pasa algo con Lord Byron?

Entonces siento una presencia a mi lado y una voz muy varonil, muy radiofónica, que suena como a veinte centímetros por encima de mi cabeza, y que me dice con toda la pachorra del mundo:

—Hola, ¿qué tal? Tú debes ser la ciega… —¿En serio? ¿Tienes esa voz y no se te ocurre otra cosa? Me enciendo mentalmente, qué derroche de atributos… Espero que tu ingenio sea capaz de algo más como guionista. Me parloteo a mí misma.

—En realidad —le digo con una mala hostia que no me aguanto—, ese es mi apellido. Mi verdadero nombre es “la borde” —vengo entrenada de mi entrevista previa. ¡Tú te lo has buscado…!

—Ehh, Lucía —intercede mi jefe viendo que la cosa pinta mal—. Este es Jandro, el nuevo guionista. Jandro, se llama Lucía —dice, recalcando el nombre como…, pues eso, como si fuera imbécil—. Eh… Lucía, es su primer día, vamos a intentar ponerle las cosas fáciles por el bien de todos, ¿de acuerdo?

—Lo siento —se disculpa él—. He estado muy poco afortunado. Como me han estado hablando de lo bien que llevas el tema de tu discapacidad yo…

Respiro profundamente. Ignoro el grado de estupidez supina del nuevo, valoro la sensatez de mi jefe y me relajo:

—Jandro, vamos a empezar de nuevo como si no hubiera pasado nada ¿de acuerdo? —propongo sinceramente—. Dime, ¿tienes alguna especialidad? —Pregunto para desengrasar.

—Sí, la ficción y la dramatización. Ya me han dicho que es un poco tu terreno. Pero me adapto a todo. Valgo para todo y me atrevo con todo —se ufana con ese tono tipo ¡nena, Bond, soy James Bond! Pues chico, me has caído como el culo.

—¡Bien! Ahora en la reunión de planificación miramos a ver cómo nos dividimos el trabajo. Hay mucho, de todo, y para todos —le digo riéndome de él ¿se ha notado? No, creo que no.

El día, aunque pasa volando, ha sido intenso. Así que cuando salgo del trabajo solo pienso en coger la bolsa de deporte y marcharme a nadar. De pronto me acuerdo que no he tenido noticias de Javi. Saco el móvil antes de coger el ascensor y le digo que me cante, pero no canta nada, ni mensajes ni llamadas. ¡Qué raro! Espero que esté todo en orden.

Por el dobladillo de mis entretelas

Salgo del ascensor y escucho a Carlos, el portero:

—Adiós Lucía, buenas tardes —¡Hummm ¿se está riendo…? Percibo. No sé… Y en ese momento otra voz irrumpe y se cuela por el dobladillo de todas mis entretelas, se engancha a mis vísceras y me pega un meneo de cuidado.

—Viene usted muy elegante a trabajar, señorita, tendré que comparecer más a menudo en su puerta —dice Javi, me coge de la mano y me pone a punto de caramelo.

—¡Javi! —grito, y mi voz sale emitiendo un gallo ridículo. Me lanzo a su boca como un náufrago muerto de sed. Él no se queda atrás, me recibe con todo su comité de bienvenida. Es un beso devora bocas, atrapa lenguas y enciende sentidos. Todo en uno. ¡De oferta! Llevamos ochos días sin vernos ¡Por Dios, mi cuerpo se estaba necrosando!

—¿Qué haces aquí? —pregunto, después del colocón endorfínico.

—Al final decidí cogerme el día libre. Después del médico…

—¿Está bien? —Aludo a su madre.

—Sí, perfectamente. La he llevado al pueblo, he comido con ella y he venido directamente a secuestrarte.

—Has hecho bien. Ya tardabas… —le digo mimosa.

—No. Lo digo en serio. Quédate hoy conmigo. —Ese “lo digo en serio” es porque entre semana nunca me quedo en su casa. A dormir, a pasar la noche, quiero decir.

—Ahhhh, —me lo pienso medio segundo—. ¡Vale! —Está claro que los dos estamos necesitados. Muy necesitados. —Pero vamos primero a coger algo de ropa para mañana ¿vale?

En el coche rumbo a mi casa nos ponemos al día. Le cuento mis impresiones con James Bond y el emocionante nuevo proyecto que tengo entre manos con Lord Byron. Él me da los pormenores del fin de semana con su madre, te manda recuerdos, me dice y entonces me pregunta:

—¿Qué tal con Marta?

—¿Con Marta? —respondo en automático.

—Sí. ¿No saliste a cenar con ella el viernes?

¡Hostia! La mentira absurda que dije para no salir con él, por plantarme por su madre. Mi cabeza empieza a hervir. Ni siquiera me acordaba de eso. Javi odia que le mientan. ¡Vaya una chorrada! Todos odiamos que nos mientan. Pero cierta experiencia en su pasado le hace ser especialmente “intolerante” a las mentiras. ¿Qué le digo? ¿Qué se puso enferma ella, que me puse enferma yo?

—Te mentí —suelto, porque no quiero hacer más grande la bola. Al fin y al cabo fue una estupidez.

—¿Cómo que me mentiste?

—Bueno, Javi, estaba decepcionada por lo de tu madre, por no verte, porque se jodía el fin de semana… Fue una chiquillada que hice sin pensar….La verdad es que no sé por qué lo hice…yo… lo siento —confieso, tratando de que no estalle la tormenta.

—¡¿Qué?…! —exclama, y ese “qué” lleva tanta indignación que me pongo en alerta—. ¿Estabas decepcionada por no verme y me castigas con no verte? ¿Es eso? ¿Me estás diciendo que te enfadas conmigo por algo ajeno a mi voluntad, me condenas por ello y encima me mientes? —suelta en un tono que no admite dudas. Está enfadado.

—Te estoy diciendo que lo siento, Javi —insisto, sabiendo que soy culpable. A esto debía referirse mi abuela cuando me decía que podía caer en mis propias trampas.

—Pues me parece cojonudo que lo sientas… —Bufa. Me he equivocado. Si Javi suelta tacos es que está ¡MUY enfadado! La de los tacos suelo ser yo.

El coche se detiene.

Silencio… Silencio… Silencio.

—Estás en la plazoleta, junto a la marquesina de tu casa —informa, con voz de hielo, para que me ubique. ¡Vamos! Que me está mandando a la mierda con una educación exquisita.

—¿Tanto te cuesta perdonar? —le reprocho airada. No vayas por ahí Lucía.

—¡Lo que me cuesta es entender, Lucía —refuta cabreado y muy serio—. ¡Y si no entiendo resulta complicado perdonar!

—A veces se hacen cosas impulsivamente que no se pueden entender —me defiendo alterada.

—¡Pues llámame friki, pero yo necesito entender! —chilla él.

Esto está finiquitado. Me rindo. Y como me rindo, me cabreo. Y cuando me cabreo aparece Lucía la fantástica.

—¡Bien, pues cuando el señor tenga a bien exculparme de mis pecados —tiro de cinismo— y convenir que soy digna de su presencia, ya avisará —salgo del coche, doy un portazo, y tras cinco segundos de agónico y expectante silencio, él arranca y se va.

—¡Joder! —Me desahogo a todo pulmón—. ¡Joder, joder, joder!

Alguien que ronda por allí carraspea

—¡Joder! —grito más fuerte.

Capítulo siguiente: Silencio catatónico

 

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

 

#Diario de Lucía Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Imagen de Engin Akyurt en Pixabay

—Álex, voy a llegar un poco más tarde esta mañana —informo a mi jefe por teléfono—. Tengo que ir a la residencia de mi abuela. No creo que tarde más de una hora. Besos.

—Ya hemos llegado —avisa Roberto, que se ha ofrecido a acompañarme. Mi madre quería venir pero no la hemos dejado. Demasiada adrenalina, las dos juntas…

El móvil vuelve a vibrar.

—No te preocupes Lucía. Espero que todo esté bien. Luego hablamos. Besos —me responde Álex en otro mensaje.

Cuando bajo del coche el entorno de la residencia me acoge con una pacífica calma, previsible en un lunes a las nueve de la mañana; nada que ver con la agitada actividad del sábado. Me fijo al brazo de Roberto y caminamos hasta el despacho de la directora.

—¿Quieres que entre contigo? —me pregunta cuando anuncian nuestra visita.

—Sí, por supuesto, eres de la familia… —Lo cierto es que no me fío de mí misma.

Se abre una puerta y unos tacones dejan su contundente presencia en el suelo mientras se acercan. Con carácter, pienso, pues ya somos dos, amiga mía. El mareante perfume mefítico que llega con ella me anula el cerebro. Quiere drogarme. Seguro.

—Lucía Rosales ¿verdad? —pregunta sin esperar respuesta—. Pasad, por favor —. Nos tutea—. Ya me han contado el pequeño lío que…

—Es usted la directora, supongo —la interrumpo mientras tomamos asiento. Hemos empezado francamente mal…

—Ah…claro, que tú no…—masculla—. Como es con tu madre con quien suelo hablar… Discúlpame. Efectivamente, soy Alicia Ruiz Estrada, la directora.

—Bien, señora Ruiz Estrada. Le ruego que no se deje engañar por mis ojos de ciega ni por mi cara de niña, porque no me va a temblar el pulso si decido denunciarla.

El carraspeo entra como un terremoto.

—No hay razón para precipitarse… —flaquea la voz de la directora.

—Pues haga el favor de llamar a las cosas por su nombre —la vuelvo a interrumpir—. Ese eufemismo que usted ha utilizado, ¿cómo ha dicho? Pequeño lío… Pequeño lío lo tenemos cuando provocamos una gotera al vecino, o en la peluquería, cuando dudamos entre el alisado japonés o las mechas californianas… —presento mis credenciales en lo que a retórica se refiere—. Lo que presenciamos aquí el sábado, en su residencia, fue un injustificable e intolerable maltrato a una anciana de 84 años enferma de Alzheimer.

 

Habíamos preparado una tarta de manzana para ir a merendar con ella. La falta de memoria no afecta a su sentido gustativo, que mantiene en plenas facultades, la muy golosa. Cuando llegamos al centro no hay rastro de ella en el salón. ¡Qué raro!, dice mi madre, debería estar aquí con todos los internos.

—Señorita, ¿sabe dónde se encuentra la señora Conchi González —trata de averiguar.

—Si no está aquí estará en su habitación —le responden—. Pregunte en admisiones.

Nos apresuramos, temiendo que tal vez se encuentre enferma y, cuando estamos a unos pocos metros de su cuarto, oímos unos gritos que nos ponen la piel de gallina:

—¡Abre la boca vieja estúpida o te meto la compota con un embudo!

Mi madre se desengancha de mí y sale en estampida; yo me arrimo a la pared del pasillo para acelerar el paso sin tropezar. Los gritos de mi madre no se hacen esperar:

—¡Pero quién te crees que eres para tratar así a mi madre. ¡Niñata estúpida! ¿Te pagan más por humillar a los ancianos? ¡Métete la compota por donde te quepa!

Sea quien sea la otra persona, pasa de la furia al llanto por arte de birlibirloque.

—Yo… lo siento… es que no ha comido esta mañana. No se ha movido de aquí en todo el día… Y no quiere merendar…—dice en un hilo de voz.

—¿Y crees que a la fuerza vas a conseguir algo más? Como le hayas hecho daño… —bramaba mi madre fuera de sí.

— Le juro que no la he tocado, solo quería que abriera la boca y comiera —lloriquea.

—¡Lárgate de aquí! —grita mi madre otra vez. La chica pasa junto a mí, que acabo de llegar, y sin pensarlo la detengo por el brazo.

—Tu nombre —le exijo.

—¿Qué? —balbucea ella.

—Que me digas tu nombre —le digo con toda la autoridad que puedo imprimir a mis casi 31 años.

—Jessica Prado —musita. La suelto y se escabulle como una comadreja asustada.

Tuve que tranquilizar primero a mi madre para no alterar más el acongojado estado de mi abuela, que respiraba con ese hipo entrecortado que queda cuando uno se ha hartado de llorar.

—Señorita Rosales —me dice ahora la directora—. Quiero que sepa que en 18 años que llevo aquí nunca se ha producido ningún “episodio” —decide utilizar una palabra nueva— de esa naturaleza. Lamento muchísimo lo sucedido el sábado —se disculpa. Su tono mantiene la compostura institucional, pero ahora me gusta mucho más.

—La joven que atendía a su abuela, —continúa—, la señorita Prado, está en un contrato de prácticas y desde luego…

—No necesito saber en qué condiciones laborales están sus empleadas, señora Ruiz. Lo único que exijo, que exigimos —rectifico, en nombre de la familia— es que usted asuma la responsabilidad que tiene, que es garantizar la seguridad y bienestar de mi abuela. Con el dinero que pagamos debería sentirse como la mismísima emperatriz de Roma.  —Me concedo la licencia del cinismo de nuevo. Hago una pausa. Escucho otro carraspeo, este de cierta impaciencia, mi doctorado en carraspeos me dice que la directora está de mí hasta el moño—. Si no la hemos denunciado es porque hasta ahora no teníamos queja y el trato había sido exquisito.

—Y seguirá siéndolo —se apresura a convencerme—. Iba a decirle que la joven ha sido expedientada y yo, por supuesto, me encargaré personalmente de que no vuelva a suceder nada parecido. Le agradecería que dejáramos el incidente en el ámbito privado. Tiene mi palabra de que no se volverá a repetir.

Cuando sacamos la tarta de manzana mi abuela deja de hipar, y después del primer trozo conseguimos que se tranquilice. Antes de marcharnos me siento junto a ella. Le cojo una mano y llevo su calor a mi mejilla…

—Abuela —le digo besándole los dedos.

Mientras mi madre trabajaba a destajo mi abuela fue la luz de mi infancia. La falda en la que me entretenía con mil juegos y donde me refugiaba de todo. Mi referente, mi apoyo, mi segunda madre. Lucía, con esa intuición que tienes no habrá sombras en tu vida, siempre irás un paso por delante, solía decirme, pero vigila ese temperamento, niña, o serás presa de tus propias trampas.

Abuela… —la añoro tanto—. Entonces es ella quien coge mis manos y me las lleva a su rostro, como hacíamos cuando era niña, como si reconociera el reencuentro. Recorro, despacio, los trazos de vida manuscritos en su piel, mido los surcos de su frente y la caída de sus párpados. Pestañea y cosquillea en mis dedos. Dibujo la nariz achatada que dicen he heredado de ella, y cuando perfilo sus labios me echo a llorar como una tonta porque me doy cuenta de que está sonriendo.

Cuando salimos de la residencia son las diez menos cuarto de la mañana.

—¿Qué no le engañen mis ojos de ciega ni mi cara de niña…? —se chotea Roberto en el coche.

— He estado a punto de comérmela con esa actitud paternalista…—bromeo—. ¿No me decís siempre que tengo cara de niña…? —comparto su buen humor.

—La tienes —confirma—. ¡Esa es mi niña…—proclama orgulloso.

Roberto me deja en el trabajo. Envío un mensaje a Javi antes de entrar: Hola, cuéntame cómo ha ido la visita al médico con tu madre. Luego hablamos. Besos  No digo nada jocoso, ni fuera de lugar, como haría en otras circunstancias, porque es un audio y puede que su madre esté cerca. Mejor no tentar a la suerte.

Chico nuevo en la oficina

Al salir del ascensor me freno instintivamente porque oigo mi nombre.

—¡Huy… Lord Byron es terreno de Lucía, Jandro! —escucho en referencia al nuevo proyecto que ha asumido la productora para presentar a un inversor. El tal Jandro debe ser el nuevo fichaje de la plantilla—. Cuando ella llegue haremos la reunión para planificar el trabajo pero ya te digo que el personaje principal lo asumirá Lucía, entre otras cosas, porque lo domina a la perfección —dice mi jefe. ¡Bien Álex, buen chico!  ¡Así que recién llegado y ya quieres mear fuera de tiesto!, me pongo en plan quisquilloso y malpensado. Decido que es hora de entrar.

—Buenos días a todos. Siento el retraso Álex.

—Ah Lucía. Estábamos hablando de Lord Byron. ¿Todo bien? ¿Tu abuela bien?

—Sí. Todo arreglado. Ya te contaré. ¿Pasa algo con Lord Byron?

Entonces siento una presencia a mi lado y una voz muy varonil, muy radiofónica, que suena como a veinte centímetros por encima de mi cabeza, y que me dice con toda la pachorra del mundo:

—Hola, ¿qué tal? Tú debes ser la ciega… —¿En serio? ¿Tienes esa voz y no se te ocurre otra cosa? Me enciendo mentalmente, qué derroche de atributos… Espero que tu ingenio sea capaz de algo más como guionista. Me parloteo a mí misma.

—En realidad —le digo con una mala hostia que no me aguanto—, ese es mi apellido. Mi verdadero nombre es “la borde” —vengo entrenada de mi entrevista previa. ¡Tú te lo has buscado…!

—Ehh, Lucía —intercede mi jefe viendo que la cosa pinta mal—. Este es Jandro, el nuevo guionista. Jandro, se llama Lucía —dice, recalcando el nombre como…, pues eso, como si fuera imbécil—. Eh… Lucía, es su primer día, vamos a intentar ponerle las cosas fáciles por el bien de todos, ¿de acuerdo?

—Lo siento —se disculpa él—. He estado muy poco afortunado. Como me han estado hablando de lo bien que llevas el tema de tu discapacidad yo…

Respiro profundamente. Ignoro el grado de estupidez supina del nuevo, valoro la sensatez de mi jefe y me relajo:

—Jandro, vamos a empezar de nuevo como si no hubiera pasado nada ¿de acuerdo? —propongo sinceramente—. Dime, ¿tienes alguna especialidad? —Pregunto para desengrasar.

—Sí, la ficción y la dramatización. Ya me han dicho que es un poco tu terreno. Pero me adapto a todo. Valgo para todo y me atrevo con todo —se ufana con ese tono tipo ¡nena, Bond, soy James Bond! Pues chico, me has caído como el culo.

—¡Bien! Ahora en la reunión de planificación miramos a ver cómo nos dividimos el trabajo. Hay mucho, de todo, y para todos —le digo riéndome de él ¿se ha notado? No, creo que no.

El día, aunque pasa volando, ha sido intenso. Así que cuando salgo del trabajo solo pienso en coger la bolsa de deporte y marcharme a nadar. De pronto me acuerdo que no he tenido noticias de Javi. Saco el móvil antes de coger el ascensor y le digo que me cante, pero no canta nada, ni mensajes ni llamadas. ¡Qué raro! Espero que esté todo en orden.

Por el dobladillo de mis entretelas

Salgo del ascensor y escucho a Carlos, el portero:

—Adiós Lucía, buenas tardes —¡Hummm ¿se está riendo…? Percibo. No sé… Y en ese momento otra voz irrumpe y se cuela por el dobladillo de todas mis entretelas, se engancha a mis vísceras y me pega un meneo de cuidado.

—Viene usted muy elegante a trabajar, señorita, tendré que comparecer más a menudo en su puerta —dice Javi, me coge de la mano y me pone a punto de caramelo.

—¡Javi! —grito, y mi voz sale emitiendo un gallo ridículo. Me lanzo a su boca como un náufrago muerto de sed. Él no se queda atrás, me recibe con todo su comité de bienvenida. Es un beso devora bocas, atrapa lenguas y enciende sentidos. Todo en uno. ¡De oferta! Llevamos ochos días sin vernos ¡Por Dios, mi cuerpo se estaba necrosando!

—¿Qué haces aquí? —pregunto, después del colocón endorfínico.

—Al final decidí cogerme el día libre. Después del médico…

—¿Está bien? —Aludo a su madre.

—Sí, perfectamente. La he llevado al pueblo, he comido con ella y he venido directamente a secuestrarte.

—Has hecho bien. Ya tardabas… —le digo mimosa.

—No. Lo digo en serio. Quédate hoy conmigo. —Ese “lo digo en serio” es porque entre semana nunca me quedo en su casa. A dormir, a pasar la noche, quiero decir.

—Ahhhh, —me lo pienso medio segundo—. ¡Vale! —Está claro que los dos estamos necesitados. Muy necesitados. —Pero vamos primero a coger algo de ropa para mañana ¿vale?

En el coche rumbo a mi casa nos ponemos al día. Le cuento mis impresiones con James Bond y el emocionante nuevo proyecto que tengo entre manos con Lord Byron. Él me da los pormenores del fin de semana con su madre, te manda recuerdos, me dice y entonces me pregunta:

—¿Qué tal con Marta?

—¿Con Marta? —respondo en automático.

—Sí. ¿No saliste a cenar con ella el viernes?

¡Hostia! La mentira absurda que dije para no salir con él, por plantarme por su madre. Mi cabeza empieza a hervir. Ni siquiera me acordaba de eso. Javi odia que le mientan. ¡Vaya una chorrada! Todos odiamos que nos mientan. Pero cierta experiencia en su pasado le hace ser especialmente “intolerante” a las mentiras. ¿Qué le digo? ¿Qué se puso enferma ella, que me puse enferma yo?

—Te mentí —suelto, porque no quiero hacer más grande la bola. Al fin y al cabo fue una estupidez.

—¿Cómo que me mentiste?

—Bueno, Javi, estaba decepcionada por lo de tu madre, por no verte, porque se jodía el fin de semana… Fue una chiquillada que hice sin pensar….La verdad es que no sé por qué lo hice…yo… lo siento —confieso, tratando de que no estalle la tormenta.

—¡¿Qué?…! —exclama, y ese “qué” lleva tanta indignación que me pongo en alerta—. ¿Estabas decepcionada por no verme y me castigas con no verte? ¿Es eso? ¿Me estás diciendo que te enfadas conmigo por algo ajeno a mi voluntad, me condenas por ello y encima me mientes? —suelta en un tono que no admite dudas. Está enfadado.

—Te estoy diciendo que lo siento, Javi —insisto, sabiendo que soy culpable. A esto debía referirse mi abuela cuando me decía que podía caer en mis propias trampas.

—Pues me parece cojonudo que lo sientas… —Bufa. Me he equivocado. Si Javi suelta tacos es que está ¡MUY enfadado! La de los tacos suelo ser yo.

El coche se detiene.

Silencio… Silencio… Silencio.

—Estás en la plazoleta, junto a la marquesina de tu casa —informa, con voz de hielo, para que me ubique. ¡Vamos! Que me está mandando a la mierda con una educación exquisita.

—¿Tanto te cuesta perdonar? —le reprocho airada. No vayas por ahí Lucía.

—¡Lo que me cuesta es entender, Lucía —refuta cabreado y muy serio—. ¡Y si no entiendo resulta complicado perdonar!

—A veces se hacen cosas impulsivamente que no se pueden entender —me defiendo alterada.

—¡Pues llámame friki, pero yo necesito entender! —chilla él.

Esto está finiquitado. Me rindo. Y como me rindo, me cabreo. Y cuando me cabreo aparece Lucía la fantástica.

—¡Bien, pues cuando el señor tenga a bien exculparme de mis pecados —tiro de cinismo— y convenir que soy digna de su presencia, ya avisará —salgo del coche, doy un portazo, y tras cinco segundos de agónico y expectante silencio, él arranca y se va.

—¡Joder! —Me desahogo a todo pulmón—. ¡Joder, joder, joder!

Alguien que ronda por allí carraspea

—¡Joder! —grito más fuerte.

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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