Inspiración poética

por | Abr 29, 2021 | Ficción | 6 Comentarios

pareja, Diario de Lucía

Imagen Pixabay

—Lo que he leído hasta ahora me parece sencillamente soberbio, Lucía. Estás haciendo un excelente trabajo —indica entusiasmado Álex en su despacho, invadido por el incienso que a veces pone cuando el estrés amenaza con tragárselo.

—Gracias, pero no me atribuyas a mí todo el mérito —quiero ser justa con mis compañeros—. La mano de Luck con los escenarios es inconmensurable, tanto es así que casi tengo la sensación de haber estado en la Abadía de Newstead —alabo a mi veterano compañero—, y debo reconocer que Jandro es tan bueno como le gusta presumir a su ego —acepto la realidad—. A veces hay que frenar un poco su tendencia a las alharacas, pero tiene buenas ideas y creativamente hablando es muy rápido.

—Me alegra saber que por fin os entendéis —dice y, expresado así, no me gusta, pero me guardo mis reservas con don “disponible”… Si supiera Bond la cantidad de apodos que abandera en mi nombre se quedaría de piedra—. En todo caso, sí quería haceros un apunte.

Me hace gracia que haya lanzado la alabanza en singular, haciéndome responsable de los méritos, y se dirija en plural para las críticas, a pesar de que solo me ha llamado a mí a su despacho. Mi jefe es un encanto.

—El hilo conductor, tal y como lo estáis desarrollando, muestra con claridad ese Byron que necesita escribir para exorcizar sus demonios, su conflicto interno, esos saltos de lo depresivo a lo anárquico, complementados con el personaje de Catherin, son sencillamente inmejorables —hace una buena síntesis de nuestro trabajo—. Pero me falta conocer al poeta lejos de esas tensiones habituales: cotidianidad, aficiones… no sé, algo que dé credibilidad a ambos personajes fuera de su crispada relación.

Al guion todavía le falta recorrido, pero sin duda su apunte es del todo acertado —musito en silencio. Hemos estado tan obcecados en la relación materno-filial que hemos pasado por alto los detalles.

—Claro Álex. Su afición por la natación, por ejemplo, lo hemos abordado como algo anecdótico dentro de su vida, una excentricidad más eso de nadar en mar abierto en aquella época, pero el mar está en muchas de sus obras, La novia de Abydos, Lara, o Beppo, por ejemplo, señalan su simpatía por lo acuático, por los piratas o los viajes.

—¡Exacto! A eso me refería, Lucía, utiliza esa información para vestir al personaje con algo más que demonios y… —se detiene un instante—, bueno, seguirá siendo un demonio, pero más verosímil. Y creo que también falta un poco de sentido del humor… —añade.

Valoro unos segundos sus matizaciones hasta concederle a mi jefe la capacidad de mejorar siempre las cosas.

—Tienes razón —asumo su crítica—. Se me están ocurriendo algunas escenas con el tema de su amor por los animales que pueden ayudarnos a “desengrasar” el clima del guion —pienso en voz alta—. Sí, voy a ponerme con ello inmediatamente —digo levantándome para atrapar en el ordenador las ideas que están revoloteando ya en mi cabeza.

—Hoy no —afirma rotundo Álex.

—¿Cómo dices?

—Digo que es jueves, son las cinco de la tarde y llevas quince días sin parar, Lucía. Si no te das una tregua vas a colapsar. ¡Márchate!

Me quedo un poco a cuadros ante la vehemencia de sus palabras, pero me resisto.

—Me voy enseguida, Álex, pero tengo que anotar lo que se me está ocurriendo o se me olvidará.

—Grábalo en tus notas, lo has hecho otras veces, Lucía. Es una orden, quiero que te vayas, que descanses y que lo pases estupendamente.

¿Qué lo pase estupendamente? Hombre, es verdad que hoy por fin veré a Javi después de ocho largos días, esa parte de mi subconsciente está ahí agazapada esperando a que le dé vía libre, pero Álex no tiene ni idea.

—¿Estás bien? Estás un poco…raro, ¿no? — le pregunto con el olor a sándalo perforando mi cerebro.

—Estoy abrumado por todo lo que tenemos encima, Lucía —confiesa—, pero todos los años es lo mismo antes de Navidad. No hay de qué preocuparse —me dice controlando su tensión. En ese momento empieza a sonar su teléfono móvil.

—Anda, largo de aquí. ¡Vamos, vamos… —me apremia!

—Vale, vale. Tranquilo. Ya me voy — claudico extrañada—. Mañana nos vemos, me despido, pero Álex ya está hablando y no me responde.

Regreso y partida

La moderada temperatura que siento al salir de la oficina, a pesar de que noviembre avanza raudo en el calendario, me invita a perderme un ratito por la ciudad, pero, definitivamente, no es buena idea. Mañana paso a buscarte cuando vuelva, me dijo ayer Javi por teléfono, cuando embarque te mando un mensaje, precisó.

Le pido a mi móvil que cante y ahí está. A las siete te recojo, dice la voz metálica de mi lector de mensajes.  Así que me dirijo a casa directamente. Me doy una ducha y una vez en la habitación mi madre me interrumpe simulando un “toc, toc” con la voz.

—¿Qué haces? —se interesa.

—Preparar cuatro cosas. Me voy a casa de Javi a pasar el resto de la semana —informo con cierta precipitación en la voz. Si por alguna insólita razón tuviera que ocultar mis sentimientos al mundo sería una actriz desastrosa—. Está a punto de llegar.

—Ya veo, y toda esa ansiedad que derrochas me parece fenomenal, hija, pero lo estás poniendo todo perdido.

—¿Qué dices?

—Que vayas a secarte ese pelo, por favor —me riñe—. Estás mojando la ropa, y el suelo —me censura—. ¡Anda, vamos, vamos —me urge a cumplir su orden—, a veces parece que no piensas!

—¡Joder, mamá! ¿No tienes otra cosa que hacer que incordiarme? —me quejo mientras vuelvo al cuarto de baño. Pongo la cabeza hacia abajo y me sumerjo en el atronador zumbido del electrodoméstico. A los pocos minutos se ve que mi madre está muy ociosa, porque vuelve a la carga.

—Lucía, ¡Lucíaaaa —grita por encima del secador!

—¿Qué pasa ahora?

—Hay un joven en la puerta que no sé qué dice sobre que viene a secuestrarte….

—¿Qué? —Suelto el aparato como si fuera un perro a punto de morderme y me lanzo al pasillo como una posesa, con mi brazo derecho escrutando el aire mientras me retiro el cabello de la cara con la mano izquierda.

—¡Javi!  —Exclamo cuando he caminado los cuatro pasos de rigor y siento su presencia tan clara como el oxígeno que respiro. Esa despiadada colonia que usa ha invadido mis fosas nasales y mi piel responde insinuándose lascivamente. No puedo controlarlo. Es como si apretara el botón de encendido a mis pensamientos más obscenos.

Cuando Javi hace contacto y atrapa mi mano me lanzo a su cuello y me enrosco a su cintura. Parece satisfecho con mi efusividad porque enseguida me planta dos, tres, cuatro, cinco besos de lo más tierno, como si no supiera qué parte de mi rostro cubrir con su afecto, hasta que decidimos que eso es del todo insuficiente y nos regalamos una nueva bienvenida. ¿Dónde te habías metido?, se queja mi boca. Ya estoy aquí, responde la suya mordiéndome los labios y haciendo un exhaustivo examen de mi pericia en el arte de los besos de identificación y reconocimiento.

—¡Hola! —le saludo al fin.

—¡Hola! —me dice sin soltarme—. Estás preciosa con esa melena a lo afro —se ríe de mis pelos electrocutados.

—¡Chicos —rompe la magia mi madre. ¿Qué hace ahí? ¡Ah! estamos en su casa, recuerdo de repente—. Supongo que ocho días es demasiado, incluso para mí —suelta toda graciosa ella—, pero no hay tiempo.

—¿Por qué no hay tiempo, mamá, te vas a algún sitio? —arguyo pacientemente sin dejar de auscultar la mandíbula que tengo entre manos.

Javi me deja en el suelo muy despacio, me retira unos mechones de la cara y me dice al oído:

—Somos nosotros los que nos vamos Lucía, en cuarenta y cinco minutos cogemos un avión —anuncia.

—Cómo que, ¿qué? Que nos vamos, ¿dónde? ¿Por qué? ¿Qué pasa…? —torpedeo confundida—. Pero si hoy es jueves…—me resisto, totalmente descolocada.

—Te dije que celebraríamos tu cumpleaños a mi vuelta, ¿recuerdas? ¿Tiene la maleta hecha, Elena? Le pregunta a mi madre ignorando totalmente mis reticencias.

—Sí. Te he metido tus pantalones favoritos, un par de sudaderas y el mono tan bonito que te compraste por tu cumple. Solo falta el neceser —me informa mi madre, que ha debido fumarse algo esta tarde y ha perdido el juicio…

—¡Que no, Javi, que no! ¡Que yo mañana tengo que trabajar y….! —y entonces me acuerdo de las palabras de Álex: descansa y pásalo estupendamente—. ¿Has hablado con mi jefe? —le interrogo.

—Está todo en orden, Lucía. Tengo, tienes, su beneplácito. ¿Puedes darte un poco de prisa ahora, por favor? —insiste con paciencia.

—Pero ¿adónde? ¿Adónde vamos? —me salen mil gallos en la voz por los nervios, y porque ahora me siento como una niña pequeña a punto de abrir un misterioso regalo.

—Lo sabrás a su debido tiempo —se hace el interesante—. Tres noches. Coge de una vez el cepillo de dientes, ¿quieres? —se desespera.

Está bien, está bien. Mi cerebro empieza a funcionar. Preparo el neceser a toda velocidad y voy a la habitación con mi madre. ¿Has metido…?

—Todo —se adelanta—. Tangas, sujetadores, zapatillas…incluso una gabardina —. Entonces se me ocurre…

—¿Tú sabes dónde voy, mamá? —Trato de sonsacarle.

—Por supuesto, por eso te he hecho yo la maleta. Y no, no voy a decírtelo. ¡Largo de aquí de una vez! —arruina mis pesquisas—. ¡Ah, Lucía…! —me llama.

—¿Qué?

—Yo que tú me haría una coleta. Pareces Diana Ross a punto de cantar el I Will Survive…

Destino impreciso

En menos de media hora hemos superado el control de seguridad y estamos correteando por la terminal del aeropuerto hasta que finalmente nos sentarnos.

—Ya sé dónde vamos —le pincho.

—¿Ah sí? Ilumíname, por favor…—me invita.

—A Santiago —me animo alentada por lo de la gabardina que ha dicho mi madre.

Cuando en agosto viajamos a Galicia nos quedamos con muchas ganas de pasar alguna noche en Santiago de Compostela.

—Estás más desorientada que un calamar en una alcantarilla…—se burla.

—Que sepas que es altamente perjudicial mantener a una chica en este estado de zozobra efervescente. He leído que provoca frigidez —le provoco. Pero lo único que consigo es un paciente y lacónico:

—¡Aha!

Entonces, cuando creo que la ansiedad se me va a desbordar por la boca en forma de planta trepadora invasiva, la megafonía habla:

Próxima salida vuelo 08875 con destino Birmingham, señores pasajeros embarquen por la puerta A67

—¡Vamos! —ordena Javi incorporándose.

—¿A Birmingham? —pregunto fijándome a su hombro mientras él prepara los billetes para embarcar.

—¡Aha! —vuelve a repetir con toda la pachorra del mundo.

—¿Qué hay en Birmingham? —estoy totalmente fuera de juego.

—Mmmmm —hace como que piensa—, dicen que allí nació el tenis —me informa.

Está claro que juega conmigo. Algo trama. Javi no es de los que hace las cosas al azar.

—Tengo que leer unos e-mails y dejar las contestaciones preparadas para su envío —me informa una vez instalados en el avión—. ¿Te importa? No me llevará más de veinte minutos.

—¡Vale! —me conformo—. Me entretendré con las vistas —bromeo sin rechistar. Me pongo los auriculares y le pido información a Google sobre Birmingham. Pero no debe ofrecerme nada de interés porque me quedo dormida. De hecho nos hemos dormido los dos y nos despierta la voz del comandante anunciando la llegada.

Salimos del avión a las once de la noche y Javi me va guiando con premura hasta que enlazamos con un tren, o eso me ha parecido, pero siento algo extraño.

—Estamos en el SkyRail —me informa.

—¿SkyRail? ¿Quieres decir que vamos volando? —me empiezan a temblar las piernas.

—Quiere decir que la vía está sobreelevada. No exageres, Lucía, apenas hay altura. Es un transporte limpio y muy práctico…y gratis —explica entusiasmado.

Llegamos enseguida a lo que, a tenor de la megafonía, parece ser otra estación.

—¿Entonces Birmingham no es nuestro destino? —pregunto con la curiosidad matándome las neuronas.

—Nunca dije que lo fuera —se divierte—, solo era una escala. Pero tranquila, ya no podré ocultártelo por mucho tiempo. Vamos a comer unos bocatas, anda, me muero de hambre.

Poco rato después, y a pesar de haber llenado el estómago, me estoy comiendo las uñas de impaciencia mientras Javi a mi lado se lo pasa en grande. Es entonces cuando escucho en inglés. Próxima salida, tren con destino a Nottingham….

—¡Dios! ¡Cómo no lo he imaginado! ¡Cómo he podido ser tan tonta y no verlo! —me indigno conmigo misma—. ¿Vamos a Notthingam? ¿En serio me estás llevando a la casa de Byron? —Grito como loca dando saltitos sin soltar su mano hasta que vuelvo a colgarme de su cuello y le estampo ciento setenta besos por toda la cara.

—Mañana a primera hora tenemos una visita guiada en exclusiva —me dice satisfecho, otra vez, por mi reacción.

—¡Wowwwwwwww! —grito muerta de placer.

Abadía de Newstead

El planeta se alía con mis ilusiones y manda al traste las previsiones de lluvia. Noto la humedad en la piel, pesada, pero menos hiriente que en Barcelona. Eso sí, la temperatura resquebraja el cutis a cuchillo. Hace un frío del demonio. ¡Lástima de gorro!, me lamento en silencio.

En el bus hasta la Abadía, unos treinta minutos, escucho un mensaje de Marta.

—Espero que Nottingham te resulte una ciudad inspiradora. Diviértete mucho con tu “poeta maldito” —me desea.

—¿Todo el mundo estaba al corriente de este viaje menos yo? —recrimino a mi novio.

—Si todo el mundo es tu jefe, tu madre y Marta; pues sí, todo el mundo. Necesitaba aliados para que fuera una sorpresa. De hecho fue Marta quien me dio la idea. El día que se desmayó en el “Tétanus” estábamos hablando precisamente de esto.

—Por cierto —se me viene a la cabeza—. ¿Recuerdas la chica que me ayudó? Estefanía, dijo que se llamaba.

—Sí, ¿por qué?

—¿Cómo era?

—¿Cómo era? Pues no sé; bajita, delgadita, parecía una niña.

—¿Morena?

—Sí, morena,  con el pelo corto y los ojos claros.

—¿Unos increíbles ojos azules? —repito la expresión de Jandro.

—Diría que sí, sí. ¿Cómo lo sabes?

—El otro día en el bar de la oficina parece que una chica con esas características me estuvo observando, según me dijo mi compañero. Pero luego se fue sin decir nada.

—¡Qué raro! Igual vive por la zona y te reconoció —conjetura.

—Sí, tal vez sea eso —acepto y olvidamos el tema.

A las nueve de la mañana recalamos en la abadía y contactamos con el guía.

—Originariamente fue un monasterio fundado por Enrique II en torno al año 1163  —explica en perfecto castellano. Como ya estaba al corriente de mi ceguera me va invitando a palpar las fachadas, a probar el agua helada de los lagos y aspirar el olor de los jardines mientras recorremos el exterior de la mansión. ¡Es genial! Javi me ayuda con las descripciones pero se nota que está realmente deslumbrado. Él también disfruta.

—Ojalá pudieras ver lo hermoso que es esto —advierto pena en su tono—. Es increíble…

—Lo estoy viendo con tus ojos, Javi. Puedo sentir la magnificencia y la quietud que transmiten este lugar, eso ya me pertenece para siempre —trato de reconfortarlo, porque cuando alguien sufre como propias tus limitaciones es sencillamente conmovedor.

—Sir John Byron de Colwick —continúa mi guía exclusivo—, recibió la propiedad de Enrique VIII de Inglaterra el 26 de mayo de 1540 y desde entonces la estirpe Byron cometió todo tipo de excesos en ella. William, quinto barón Byron, por ejemplo, organizó batallas navales en el lago para divertirse y la despojó de sus tesoros artísticos acuciado por las deudas

—Vamos a hacernos una foto antes de entrar, Lucía —señala Javi, y le pide el favor al guía.

Una vez en el interior de la abadía mi nariz se deleita en el museo que recoge una selección de manuscritos, recuerdos y retratos de Lord Byron. El vetusto olor de tiempos pretéritos impregna la sala. Es como saltar en el tiempo. Me permite tocarlo prácticamente todo, incluso un busto del que escudriño cada rasgo de mi afamado poeta. Ya en los aposentos repaso los grandes ventanales góticos, los dinteles de la cama donde durmió y los diferentes muebles decimonónicos.

—Es sobrecogedor, diría que sobrenatural el ambiente que se respira —murmuro.

—Me sorprende su intuición, señorita —interviene el guía— y no se equivoca. Esta residencia está llena de historias de fantasmas. Dicen que al tío del poeta se le ve deambulando por las estancias con la cabeza gacha como si estuviera atribulado.

—Será por todas las cargas que dejó a sus herederos… —apunto, jocosa.

—También se rumorea de un señor que suele aparecer en un espejo y no falta la típica dama vestida de blanco. No obstante, el más famoso de todos los fantasmas que tenemos es Fray Goblin; cuentan que si se aparece augura una muerte próxima y que inspiró a Byron para su poema “El monje negro”.

—¡Wow! Esto es muy apetitoso para mi serie, si finalmente sale adelante —le confío a Javi.

—Salgamos de nuevo —nos invita el guía—. Aquí tenemos 120 hectáreas de exuberantes jardines.

Javi casi enloquece con el denominado jardín japonés que me describe como algo extraordinariamente creativo y finalmente llegamos a la zona donde se erige un monumento en honor al poeta y su perro Boatswain.

—Byron adoraba a su terranova —digo en voz alta palpando las paredes del monumento.

—Así es —coincide el guía—. Tanto es así que cuando murió de rabia en 1808 le dedicó el hermoso epitafio que tenéis aquí.

Javi hace los honores y traduce el texto: «Aquí yacen los restos de quien poseía belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad, y todas las virtudes del Hombre sin sus vicios».

—¿Seguro que el epitafio es suyo? —pregunto recordando alguna de mis informaciones.

—Veo que está usted muy bien informada, señorita. Algunas fuentes consideran que en realidad lo escribió su amigo y condiscípulo John Cam Hobhouse. Pero eso nunca lo sabremos ¿no?

Los románticos de Nottingham

Estoy tan satisfecha con la visita que el resto del día lo dedicamos a callejear sin prisa como dos turistas más por la ciudad de Robin Hood. Me siento increíblemente agradecida y aturdidamente enamorada. Más, si cabe. El regalo de Javi es impagable.

Por la noche jugamos a amarnos sin tregua, con pasión, con indecencia y devoción. Los protagonistas de todos esos grandes relatos incendiarios que mis manos leyeron siendo universitaria se asoman con atrevimiento a mi cabeza: Heathcliff y Catherine Earnshaw; Darcy y  Elizabeth Bennet; Anna Karenina y el Conde Vronski… Mis personajes favoritos se confabulan para que me lance a la conquista del romanticismo; ¿tal vez nosotros somos los románticos de Nottingham? Fantasea mi calenturienta mente. Todos ellos me instan a despojarme de unas palabras que no me pertenecen, apátridas instaladas de prestado en mi garganta, buscando el modo de encontrarse con su dueño. Me azuzan para que sea valiente. De hecho, me siento valiente. Y entonces, justo después de ese momento mágico en que la conciencia  usurpa una parte del Universo, mi boca libera lo que ya no puedo guardar dentro.

—Te quiero —pronuncio bajito en su oído, mientras le acaricio la espalda y degusto su propia relajación.

Javi se queda un segundo paralizado. La cama quieta tras el festín. Aprecio una leve tensión en sus hombros. Creo que no se esperaba otro asedio de ese tipo. Me abraza. No dice nada. Me abraza más fuerte, tanto que casi no puedo respirar. No sé qué debo entender de ese gesto. ¿No sabes qué decir? ¿No sabes cómo decirlo? ¿No puedes decirlo? ¿No lo sientes? Se quedan todas las preguntas dando vueltas en círculos como pájaros sin rumbo. No quiero pensar. Suspira. Me abraza de nuevo. Casi siento que se disculpa. Pero no dice nada.

Mi te quero vuelve a morir de soledad.

El sábado presentamos nuestros respetos al roble de más de 800 años que habita en el bosque de Sherwood, recorro su perímetro impresionada y buceo en el hueco interior; escuchamos nuevas y truculentas historias de fantasmas en la ciudad de las cuevas y por la tarde regresamos a tiempo para visitar el Castillo de Notthingham. Finalizamos el día cenando en la taberna más vieja del país, el Ye Olde Trip to Jerusalemm Inn donde incluso jugamos al “Ringing the Bull” que consiste en meter una anilla en un cuerno con un lanzamiento.

—¡Vigila tu fuerza no vayas a dejarme tuerto! —me encomienda Javi mientras toca el cuerno sonoramente con una cuchara para que yo me oriente sobre dónde está.

—¡Una ciega y un tuerto!, bonita pareja —me río. El personal me jalea. Les ha hecho gracia que una chica “como yo” se anime a lanzar la anilla.

No lo consigo, por supuesto. Pero tampoco Javi, ni nadie que aquella noche lo intentara junto a nosotros, por mucho que vieran. Tal vez tengamos que regresar para volver a intentarlo, pienso saboreando la intensidad del momento.

Ya es domingo. Me cuesta pensar que en apenas unas horas volveremos a la rutina.  Ha sido todo tan increíble… Javi duerme plácidamente en la enorme cama cómplice de nuestros apetitos, de la urgencia de nuestros atropellos y la ternura entregada a manos llenas. Yo llevo un rato despierta.

Me levanto. Voy al baño, alivio me vejiga, me lavo los dientes, las manos y la cara. Salgo un instante a la terracita que tiene la habitación. Respiro profundamente el aire de esa gélida mañana, llenándome de todo lo que me ha inspirado esa ciudad. Memorizo las sensaciones y las tatúo en el alma. No aguanto mucho. Hace un frío del carajo. Vuelvo con el mismo sigilo a la cama, tanteo a Javi y compruebo que su 1,85 se ha desparramado invadiendo el hueco que había sido mío. Me escabullo bajo su brazo izquierdo e incrusto mi 1,68 a su vera. Llevo el frío amanecer de Notthingam en la piel así que pega un respingo cuando me arrimo, pero enseguida se enreda en mis piernas. Apoyo la cabeza en su pecho y detecto un pam pam vigoroso latiendo a los cuatro vientos. ¡Estás hecho un toro!, pienso divertida. Me reconforto en su calor y cuando ya tengo atemperado el cuerpo me acerco a su cuello y le dejo una promesa en la yugular. Sé que ha despertado. Su respiración ya no fluye armoniosa, ahora la contiene. Sus músculos están a la expectativa.

Perfilo un sinuoso mapa de los deseos bajo la clavícula y tanteo la cavidad donde resuena el tambor que cantaba en mi oreja; con su corazón latiendo en las yemas de mis dedos desciendo suavemente. Dibujo el esternón en vertical con mi dedo corazón, luego me muevo en zigzag por las costillas dejando el rastro de una caricia interminable y tentadora. Un estremecimiento responde de forma inequívoca a mi estímulo. Me animo con el estómago, pinto una circunferencia sin fin. Sus músculos se contraen. Creo que se le ha olvidado respirar. Rodeo el ombligo proclamando mis intenciones y entonces me coge la mano, se gira sobre mí y me atrapa debajo. Se pierde en mi boca. No decimos una sola palabra. Se hace de día…

Capítulo siguiente: Contrato de intenciones

 

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Capítulo 5: Silencio catatónico

Capítulo 6: Mi melodrama y yo

Capítulo 7: Reencuentro atraganta ambientes

Capítulo 8: Mi te quiero errante

Capítulo 9: Minutos para enamorarse

Capítulo 10: Mi No Cumpleaños

Capítulo 11: Cuestión de disponibilidad

pareja, Diario de Lucía

Imagen Pixabay

—Lo que he leído hasta ahora me parece sencillamente soberbio, Lucía. Estás haciendo un excelente trabajo —indica entusiasmado Álex en su despacho, invadido por el incienso que a veces pone cuando el estrés amenaza con tragárselo.

—Gracias, pero no me atribuyas a mí todo el mérito —quiero ser justa con mis compañeros—. La mano de Luck con los escenarios es inconmensurable, tanto es así que casi tengo la sensación de haber estado en la Abadía de Newstead —alabo a mi veterano compañero—, y debo reconocer que Jandro es tan bueno como le gusta presumir a su ego —acepto la realidad—. A veces hay que frenar un poco su tendencia a las alharacas, pero tiene buenas ideas y creativamente hablando es muy rápido.

—Me alegra saber que por fin os entendéis —dice y, expresado así, no me gusta, pero me guardo mis reservas con don “disponible”… Si supiera Bond la cantidad de apodos que abandera en mi nombre se quedaría de piedra—. En todo caso, sí quería haceros un apunte.

Me hace gracia que haya lanzado la alabanza en singular, haciéndome responsable de los méritos, y se dirija en plural para las críticas, a pesar de que solo me ha llamado a mí a su despacho. Mi jefe es un encanto.

—El hilo conductor, tal y como lo estáis desarrollando, muestra con claridad ese Byron que necesita escribir para exorcizar sus demonios, su conflicto interno, esos saltos de lo depresivo a lo anárquico, complementados con el personaje de Catherin, son sencillamente inmejorables —hace una buena síntesis de nuestro trabajo—. Pero me falta conocer al poeta lejos de esas tensiones habituales: cotidianidad, aficiones… no sé, algo que dé credibilidad a ambos personajes fuera de su crispada relación.

Al guion todavía le falta recorrido, pero sin duda su apunte es del todo acertado —musito en silencio. Hemos estado tan obcecados en la relación materno-filial que hemos pasado por alto los detalles.

—Claro Álex. Su afición por la natación, por ejemplo, lo hemos abordado como algo anecdótico dentro de su vida, una excentricidad más eso de nadar en mar abierto en aquella época, pero el mar está en muchas de sus obras, La novia de Abydos, Lara, o Beppo, por ejemplo, señalan su simpatía por lo acuático, por los piratas o los viajes.

—¡Exacto! A eso me refería, Lucía, utiliza esa información para vestir al personaje con algo más que demonios y… —se detiene un instante—, bueno, seguirá siendo un demonio, pero más verosímil. Y creo que también falta un poco de sentido del humor… —añade.

Valoro unos segundos sus matizaciones hasta concederle a mi jefe la capacidad de mejorar siempre las cosas.

—Tienes razón —asumo su crítica—. Se me están ocurriendo algunas escenas con el tema de su amor por los animales que pueden ayudarnos a “desengrasar” el clima del guion —pienso en voz alta—. Sí, voy a ponerme con ello inmediatamente —digo levantándome para atrapar en el ordenador las ideas que están revoloteando ya en mi cabeza.

—Hoy no —afirma rotundo Álex.

—¿Cómo dices?

—Digo que es jueves, son las cinco de la tarde y llevas quince días sin parar, Lucía. Si no te das una tregua vas a colapsar. ¡Márchate!

Me quedo un poco a cuadros ante la vehemencia de sus palabras, pero me resisto.

—Me voy enseguida, Álex, pero tengo que anotar lo que se me está ocurriendo o se me olvidará.

—Grábalo en tus notas, lo has hecho otras veces, Lucía. Es una orden, quiero que te vayas, que descanses y que lo pases estupendamente.

¿Qué lo pase estupendamente? Hombre, es verdad que hoy por fin veré a Javi después de ocho largos días, esa parte de mi subconsciente está ahí agazapada esperando a que le dé vía libre, pero Álex no tiene ni idea.

—¿Estás bien? Estás un poco…raro, ¿no? — le pregunto con el olor a sándalo perforando mi cerebro.

—Estoy abrumado por todo lo que tenemos encima, Lucía —confiesa—, pero todos los años es lo mismo antes de Navidad. No hay de qué preocuparse —me dice controlando su tensión. En ese momento empieza a sonar su teléfono móvil.

—Anda, largo de aquí. ¡Vamos, vamos… —me apremia!

—Vale, vale. Tranquilo. Ya me voy — claudico extrañada—. Mañana nos vemos, me despido, pero Álex ya está hablando y no me responde.

Regreso y partida

La moderada temperatura que siento al salir de la oficina, a pesar de que noviembre avanza raudo en el calendario, me invita a perderme un ratito por la ciudad, pero, definitivamente, no es buena idea. Mañana paso a buscarte cuando vuelva, me dijo ayer Javi por teléfono, cuando embarque te mando un mensaje, precisó.

Le pido a mi móvil que cante y ahí está. A las siete te recojo, dice la voz metálica de mi lector de mensajes.  Así que me dirijo a casa directamente. Me doy una ducha y una vez en la habitación mi madre me interrumpe simulando un “toc, toc” con la voz.

—¿Qué haces? —se interesa.

—Preparar cuatro cosas. Me voy a casa de Javi a pasar el resto de la semana —informo con cierta precipitación en la voz. Si por alguna insólita razón tuviera que ocultar mis sentimientos al mundo sería una actriz desastrosa—. Está a punto de llegar.

—Ya veo, y toda esa ansiedad que derrochas me parece fenomenal, hija, pero lo estás poniendo todo perdido.

—¿Qué dices?

—Que vayas a secarte ese pelo, por favor —me riñe—. Estás mojando la ropa, y el suelo —me censura—. ¡Anda, vamos, vamos —me urge a cumplir su orden—, a veces parece que no piensas!

—¡Joder, mamá! ¿No tienes otra cosa que hacer que incordiarme? —me quejo mientras vuelvo al cuarto de baño. Pongo la cabeza hacia abajo y me sumerjo en el atronador zumbido del electrodoméstico. A los pocos minutos se ve que mi madre está muy ociosa, porque vuelve a la carga.

—Lucía, ¡Lucíaaaa —grita por encima del secador!

—¿Qué pasa ahora?

—Hay un joven en la puerta que no sé qué dice sobre que viene a secuestrarte….

—¿Qué? —Suelto el aparato como si fuera un perro a punto de morderme y me lanzo al pasillo como una posesa, con mi brazo derecho escrutando el aire mientras me retiro el cabello de la cara con la mano izquierda.

—¡Javi!  —Exclamo cuando he caminado los cuatro pasos de rigor y siento su presencia tan clara como el oxígeno que respiro. Esa despiadada colonia que usa ha invadido mis fosas nasales y mi piel responde insinuándose lascivamente. No puedo controlarlo. Es como si apretara el botón de encendido a mis pensamientos más obscenos.

Cuando Javi hace contacto y atrapa mi mano me lanzo a su cuello y me enrosco a su cintura. Parece satisfecho con mi efusividad porque enseguida me planta dos, tres, cuatro, cinco besos de lo más tierno, como si no supiera qué parte de mi rostro cubrir con su afecto, hasta que decidimos que eso es del todo insuficiente y nos regalamos una nueva bienvenida. ¿Dónde te habías metido?, se queja mi boca. Ya estoy aquí, responde la suya mordiéndome los labios y haciendo un exhaustivo examen de mi pericia en el arte de los besos de identificación y reconocimiento.

—¡Hola! —le saludo al fin.

—¡Hola! —me dice sin soltarme—. Estás preciosa con esa melena a lo afro —se ríe de mis pelos electrocutados.

—¡Chicos —rompe la magia mi madre. ¿Qué hace ahí? ¡Ah! estamos en su casa, recuerdo de repente—. Supongo que ocho días es demasiado, incluso para mí —suelta toda graciosa ella—, pero no hay tiempo.

—¿Por qué no hay tiempo, mamá, te vas a algún sitio? —arguyo pacientemente sin dejar de auscultar la mandíbula que tengo entre manos.

Javi me deja en el suelo muy despacio, me retira unos mechones de la cara y me dice al oído:

—Somos nosotros los que nos vamos Lucía, en cuarenta y cinco minutos cogemos un avión —anuncia.

—Cómo que, ¿qué? Que nos vamos, ¿dónde? ¿Por qué? ¿Qué pasa…? —torpedeo confundida—. Pero si hoy es jueves…—me resisto, totalmente descolocada.

—Te dije que celebraríamos tu cumpleaños a mi vuelta, ¿recuerdas? ¿Tiene la maleta hecha, Elena? Le pregunta a mi madre ignorando totalmente mis reticencias.

—Sí. Te he metido tus pantalones favoritos, un par de sudaderas y el mono tan bonito que te compraste por tu cumple. Solo falta el neceser —me informa mi madre, que ha debido fumarse algo esta tarde y ha perdido el juicio…

—¡Que no, Javi, que no! ¡Que yo mañana tengo que trabajar y….! —y entonces me acuerdo de las palabras de Álex: descansa y pásalo estupendamente—. ¿Has hablado con mi jefe? —le interrogo.

—Está todo en orden, Lucía. Tengo, tienes, su beneplácito. ¿Puedes darte un poco de prisa ahora, por favor? —insiste con paciencia.

—Pero ¿adónde? ¿Adónde vamos? —me salen mil gallos en la voz por los nervios, y porque ahora me siento como una niña pequeña a punto de abrir un misterioso regalo.

—Lo sabrás a su debido tiempo —se hace el interesante—. Tres noches. Coge de una vez el cepillo de dientes, ¿quieres? —se desespera.

Está bien, está bien. Mi cerebro empieza a funcionar. Preparo el neceser a toda velocidad y voy a la habitación con mi madre. ¿Has metido…?

—Todo —se adelanta—. Tangas, sujetadores, zapatillas…incluso una gabardina —. Entonces se me ocurre…

—¿Tú sabes dónde voy, mamá? —Trato de sonsacarle.

—Por supuesto, por eso te he hecho yo la maleta. Y no, no voy a decírtelo. ¡Largo de aquí de una vez! —arruina mis pesquisas—. ¡Ah, Lucía…! —me llama.

—¿Qué?

—Yo que tú me haría una coleta. Pareces Diana Ross a punto de cantar el I Will Survive…

Destino impreciso

En menos de media hora hemos superado el control de seguridad y estamos correteando por la terminal del aeropuerto hasta que finalmente nos sentarnos.

—Ya sé dónde vamos —le pincho.

—¿Ah sí? Ilumíname, por favor…—me invita.

—A Santiago —me animo alentada por lo de la gabardina que ha dicho mi madre.

Cuando en agosto viajamos a Galicia nos quedamos con muchas ganas de pasar alguna noche en Santiago de Compostela.

—Estás más desorientada que un calamar en una alcantarilla…—se burla.

—Que sepas que es altamente perjudicial mantener a una chica en este estado de zozobra efervescente. He leído que provoca frigidez —le provoco. Pero lo único que consigo es un paciente y lacónico:

—¡Aha!

Entonces, cuando creo que la ansiedad se me va a desbordar por la boca en forma de planta trepadora invasiva, la megafonía habla:

Próxima salida vuelo 08875 con destino Birmingham, señores pasajeros embarquen por la puerta A67

—¡Vamos! —ordena Javi incorporándose.

—¿A Birmingham? —pregunto fijándome a su hombro mientras él prepara los billetes para embarcar.

—¡Aha! —vuelve a repetir con toda la pachorra del mundo.

—¿Qué hay en Birmingham? —estoy totalmente fuera de juego.

—Mmmmm —hace como que piensa—, dicen que allí nació el tenis —me informa.

Está claro que juega conmigo. Algo trama. Javi no es de los que hace las cosas al azar.

—Tengo que leer unos e-mails y dejar las contestaciones preparadas para su envío —me informa una vez instalados en el avión—. ¿Te importa? No me llevará más de veinte minutos.

—¡Vale! —me conformo—. Me entretendré con las vistas —bromeo sin rechistar. Me pongo los auriculares y le pido información a Google sobre Birmingham. Pero no debe ofrecerme nada de interés porque me quedo dormida. De hecho nos hemos dormido los dos y nos despierta la voz del comandante anunciando la llegada.

Salimos del avión a las once de la noche y Javi me va guiando con premura hasta que enlazamos con un tren, o eso me ha parecido, pero siento algo extraño.

—Estamos en el SkyRail —me informa.

—¿SkyRail? ¿Quieres decir que vamos volando? —me empiezan a temblar las piernas.

—Quiere decir que la vía está sobreelevada. No exageres, Lucía, apenas hay altura. Es un transporte limpio y muy práctico…y gratis —explica entusiasmado.

Llegamos enseguida a lo que, a tenor de la megafonía, parece ser otra estación.

—¿Entonces Birmingham no es nuestro destino? —pregunto con la curiosidad matándome las neuronas.

—Nunca dije que lo fuera —se divierte—, solo era una escala. Pero tranquila, ya no podré ocultártelo por mucho tiempo. Vamos a comer unos bocatas, anda, me muero de hambre.

Poco rato después, y a pesar de haber llenado el estómago, me estoy comiendo las uñas de impaciencia mientras Javi a mi lado se lo pasa en grande. Es entonces cuando escucho en inglés. Próxima salida, tren con destino a Nottingham….

—¡Dios! ¡Cómo no lo he imaginado! ¡Cómo he podido ser tan tonta y no verlo! —me indigno conmigo misma—. ¿Vamos a Notthingam? ¿En serio me estás llevando a la casa de Byron? —Grito como loca dando saltitos sin soltar su mano hasta que vuelvo a colgarme de su cuello y le estampo ciento setenta besos por toda la cara.

—Mañana a primera hora tenemos una visita guiada en exclusiva —me dice satisfecho, otra vez, por mi reacción.

—¡Wowwwwwwww! —grito muerta de placer.

Abadía de Newstead

El planeta se alía con mis ilusiones y manda al traste las previsiones de lluvia. Noto la humedad en la piel, pesada, pero menos hiriente que en Barcelona. Eso sí, la temperatura resquebraja el cutis a cuchillo. Hace un frío del demonio. ¡Lástima de gorro!, me lamento en silencio.

En el bus hasta la Abadía, unos treinta minutos, escucho un mensaje de Marta.

—Espero que Nottingham te resulte una ciudad inspiradora. Diviértete mucho con tu “poeta maldito” —me desea.

—¿Todo el mundo estaba al corriente de este viaje menos yo? —recrimino a mi novio.

—Si todo el mundo es tu jefe, tu madre y Marta; pues sí, todo el mundo. Necesitaba aliados para que fuera una sorpresa. De hecho fue Marta quien me dio la idea. El día que se desmayó en el “Tétanus” estábamos hablando precisamente de esto.

—Por cierto —se me viene a la cabeza—. ¿Recuerdas la chica que me ayudó? Estefanía, dijo que se llamaba.

—Sí, ¿por qué?

—¿Cómo era?

—¿Cómo era? Pues no sé; bajita, delgadita, parecía una niña.

—¿Morena?

—Sí, morena,  con el pelo corto y los ojos claros.

—¿Unos increíbles ojos azules? —repito la expresión de Jandro.

—Diría que sí, sí. ¿Cómo lo sabes?

—El otro día en el bar de la oficina parece que una chica con esas características me estuvo observando, según me dijo mi compañero. Pero luego se fue sin decir nada.

—¡Qué raro! Igual vive por la zona y te reconoció —conjetura.

—Sí, tal vez sea eso —acepto y olvidamos el tema.

A las nueve de la mañana recalamos en la abadía y contactamos con el guía.

—Originariamente fue un monasterio fundado por Enrique II en torno al año 1163  —explica en perfecto castellano. Como ya estaba al corriente de mi ceguera me va invitando a palpar las fachadas, a probar el agua helada de los lagos y aspirar el olor de los jardines mientras recorremos el exterior de la mansión. ¡Es genial! Javi me ayuda con las descripciones pero se nota que está realmente deslumbrado. Él también disfruta.

—Ojalá pudieras ver lo hermoso que es esto —advierto pena en su tono—. Es increíble…

—Lo estoy viendo con tus ojos, Javi. Puedo sentir la magnificencia y la quietud que transmiten este lugar, eso ya me pertenece para siempre —trato de reconfortarlo, porque cuando alguien sufre como propias tus limitaciones es sencillamente conmovedor.

—Sir John Byron de Colwick —continúa mi guía exclusivo—, recibió la propiedad de Enrique VIII de Inglaterra el 26 de mayo de 1540 y desde entonces la estirpe Byron cometió todo tipo de excesos en ella. William, quinto barón Byron, por ejemplo, organizó batallas navales en el lago para divertirse y la despojó de sus tesoros artísticos acuciado por las deudas

—Vamos a hacernos una foto antes de entrar, Lucía —señala Javi, y le pide el favor al guía.

Una vez en el interior de la abadía mi nariz se deleita en el museo que recoge una selección de manuscritos, recuerdos y retratos de Lord Byron. El vetusto olor de tiempos pretéritos impregna la sala. Es como saltar en el tiempo. Me permite tocarlo prácticamente todo, incluso un busto del que escudriño cada rasgo de mi afamado poeta. Ya en los aposentos repaso los grandes ventanales góticos, los dinteles de la cama donde durmió y los diferentes muebles decimonónicos.

—Es sobrecogedor, diría que sobrenatural el ambiente que se respira —murmuro.

—Me sorprende su intuición, señorita —interviene el guía— y no se equivoca. Esta residencia está llena de historias de fantasmas. Dicen que al tío del poeta se le ve deambulando por las estancias con la cabeza gacha como si estuviera atribulado.

—Será por todas las cargas que dejó a sus herederos… —apunto, jocosa.

—También se rumorea de un señor que suele aparecer en un espejo y no falta la típica dama vestida de blanco. No obstante, el más famoso de todos los fantasmas que tenemos es Fray Goblin; cuentan que si se aparece augura una muerte próxima y que inspiró a Byron para su poema “El monje negro”.

—¡Wow! Esto es muy apetitoso para mi serie, si finalmente sale adelante —le confío a Javi.

—Salgamos de nuevo —nos invita el guía—. Aquí tenemos 120 hectáreas de exuberantes jardines.

Javi casi enloquece con el denominado jardín japonés que me describe como algo extraordinariamente creativo y finalmente llegamos a la zona donde se erige un monumento en honor al poeta y su perro Boatswain.

—Byron adoraba a su terranova —digo en voz alta palpando las paredes del monumento.

—Así es —coincide el guía—. Tanto es así que cuando murió de rabia en 1808 le dedicó el hermoso epitafio que tenéis aquí.

Javi hace los honores y traduce el texto: «Aquí yacen los restos de quien poseía belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad, y todas las virtudes del Hombre sin sus vicios».

—¿Seguro que el epitafio es suyo? —pregunto recordando alguna de mis informaciones.

—Veo que está usted muy bien informada, señorita. Algunas fuentes consideran que en realidad lo escribió su amigo y condiscípulo John Cam Hobhouse. Pero eso nunca lo sabremos ¿no?

Los románticos de Nottingham

Estoy tan satisfecha con la visita que el resto del día lo dedicamos a callejear sin prisa como dos turistas más por la ciudad de Robin Hood. Me siento increíblemente agradecida y aturdidamente enamorada. Más, si cabe. El regalo de Javi es impagable.

Por la noche jugamos a amarnos sin tregua, con pasión, con indecencia y devoción. Los protagonistas de todos esos grandes relatos incendiarios que mis manos leyeron siendo universitaria se asoman con atrevimiento a mi cabeza: Heathcliff y Catherine Earnshaw; Darcy y  Elizabeth Bennet; Anna Karenina y el Conde Vronski… Mis personajes favoritos se confabulan para que me lance a la conquista del romanticismo; ¿tal vez nosotros somos los románticos de Nottingham? Fantasea mi calenturienta mente. Todos ellos me instan a despojarme de unas palabras que no me pertenecen, apátridas instaladas de prestado en mi garganta, buscando el modo de encontrarse con su dueño. Me azuzan para que sea valiente. De hecho, me siento valiente. Y entonces, justo después de ese momento mágico en que la conciencia  usurpa una parte del Universo, mi boca libera lo que ya no puedo guardar dentro.

—Te quiero —pronuncio bajito en su oído, mientras le acaricio la espalda y degusto su propia relajación.

Javi se queda un segundo paralizado. La cama quieta tras el festín. Aprecio una leve tensión en sus hombros. Creo que no se esperaba otro asedio de ese tipo. Me abraza. No dice nada. Me abraza más fuerte, tanto que casi no puedo respirar. No sé qué debo entender de ese gesto. ¿No sabes qué decir? ¿No sabes cómo decirlo? ¿No puedes decirlo? ¿No lo sientes? Se quedan todas las preguntas dando vueltas en círculos como pájaros sin rumbo. No quiero pensar. Suspira. Me abraza de nuevo. Casi siento que se disculpa. Pero no dice nada.

Mi te quero vuelve a morir de soledad.

El sábado presentamos nuestros respetos al roble de más de 800 años que habita en el bosque de Sherwood, recorro su perímetro impresionada y buceo en el hueco interior; escuchamos nuevas y truculentas historias de fantasmas en la ciudad de las cuevas y por la tarde regresamos a tiempo para visitar el Castillo de Notthingham. Finalizamos el día cenando en la taberna más vieja del país, el Ye Olde Trip to Jerusalemm Inn donde incluso jugamos al “Ringing the Bull” que consiste en meter una anilla en un cuerno con un lanzamiento.

—¡Vigila tu fuerza no vayas a dejarme tuerto! —me encomienda Javi mientras toca el cuerno sonoramente con una cuchara para que yo me oriente sobre dónde está.

—¡Una ciega y un tuerto!, bonita pareja —me río. El personal me jalea. Les ha hecho gracia que una chica “como yo” se anime a lanzar la anilla.

No lo consigo, por supuesto. Pero tampoco Javi, ni nadie que aquella noche lo intentara junto a nosotros, por mucho que vieran. Tal vez tengamos que regresar para volver a intentarlo, pienso saboreando la intensidad del momento.

Ya es domingo. Me cuesta pensar que en apenas unas horas volveremos a la rutina.  Ha sido todo tan increíble… Javi duerme plácidamente en la enorme cama cómplice de nuestros apetitos, de la urgencia de nuestros atropellos y la ternura entregada a manos llenas. Yo llevo un rato despierta.

Me levanto. Voy al baño, alivio me vejiga, me lavo los dientes, las manos y la cara. Salgo un instante a la terracita que tiene la habitación. Respiro profundamente el aire de esa gélida mañana, llenándome de todo lo que me ha inspirado esa ciudad. Memorizo las sensaciones y las tatúo en el alma. No aguanto mucho. Hace un frío del carajo. Vuelvo con el mismo sigilo a la cama, tanteo a Javi y compruebo que su 1,85 se ha desparramado invadiendo el hueco que había sido mío. Me escabullo bajo su brazo izquierdo e incrusto mi 1,68 a su vera. Llevo el frío amanecer de Notthingam en la piel así que pega un respingo cuando me arrimo, pero enseguida se enreda en mis piernas. Apoyo la cabeza en su pecho y detecto un pam pam vigoroso latiendo a los cuatro vientos. ¡Estás hecho un toro!, pienso divertida. Me reconforto en su calor y cuando ya tengo atemperado el cuerpo me acerco a su cuello y le dejo una promesa en la yugular. Sé que ha despertado. Su respiración ya no fluye armoniosa, ahora la contiene. Sus músculos están a la expectativa.

Perfilo un sinuoso mapa de los deseos bajo la clavícula y tanteo la cavidad donde resuena el tambor que cantaba en mi oreja; con su corazón latiendo en las yemas de mis dedos desciendo suavemente. Dibujo el esternón en vertical con mi dedo corazón, luego me muevo en zigzag por las costillas dejando el rastro de una caricia interminable y tentadora. Un estremecimiento responde de forma inequívoca a mi estímulo. Me animo con el estómago, pinto una circunferencia sin fin. Sus músculos se contraen. Creo que se le ha olvidado respirar. Rodeo el ombligo proclamando mis intenciones y entonces me coge la mano, se gira sobre mí y me atrapa debajo. Se pierde en mi boca. No decimos una sola palabra. Se hace de día…

Capítulo siguiente: Contrato de intenciones

 

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Capítulo 5: Silencio catatónico

Capítulo 6: Mi melodrama y yo

Capítulo 7: Reencuentro atraganta ambientes

Capítulo 8: Mi te quiero errante

Capítulo 9: Minutos para enamorarse

Capítulo 10: Mi No Cumpleaños

Capítulo 11: Cuestión de disponibilidad

Puedes hacer una consulta por Whatsapp

¡Hola! Haga clic en mi foto para iniciar un chat por Whatsapp

Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

online

Pin It on Pinterest

Share This