Acuerdo de intenciones

por | May 6, 2021 | Ficción | 6 Comentarios

llaves, #DiariodeLucía, acuerdo de intenciones

Imagen PX Here

—¿Ya estás otra vez trayendo a tus amiguitos a casa?

—Me está confundiendo con mi madre —le aclaro a Javi, que hoy ha querido acompañarme a visitar a mi abuela.

Cuando mi padre nos abandonó (o fue invitado a largarse) mi madre pasó una larga temporada sin querer saber nada de hombres, salvo para divertirse con ellos. Era una niña de poco más de veinte años con una responsabilidad abrumadora que se estaba llevando su juventud por delante. Los mil empleos en los que trabajaba apenas le daban cuartel, pero si un día se hacía con un par de horas libres se aseguraba de liberar en ellas toda la frustración y la inmensa carga de obligaciones que soportaba en silencio. Solía llevar a sus “amigos” a casa; normalmente jóvenes imberbes todavía sin emancipar que no desperdiciaban la ocasión que les brindaba una chica “fácil”. A mi madre le importaba una mierda lo que pensaran, no había mucho romanticismo en aquellos encuentros. Luego solo tenía que decir que era madre soltera para que salieran huyendo como alma que lleva el diablo. Si no era así, los echaba directamente.

Mi madre cuenta esta historia una y otra vez reconociendo que fue la abuela quien enmendó su conducta.  Así, literal, con esa frase auto inculpatoria que a mí me produce urticaria solo de pensar en la hipocresía que nos merendamos a diario alrededor del bien y del mal. Pero entiendo a la abuela, que por aquella época hacía de madre por partida doble. ¿Qué piensas decirle a tu hija cuando tenga edad para preguntar quiénes son todos esos desconocidos? Haz con tu vida lo que te dé la gana Elena, pero piensa en Lucía. La opinión de mi abuela sí que le importaba a mi madre, de modo que los “amigos” dejaron de ir a casa, que, supongo, fue sustituida por los asientos traseros de un coche, o vete tú a saber.

—Abuela, soy yo, Lucía —le digo con las manos en su rostro para lograr el milagro de que sus recuerdos afloren. Ella me las cubre con las suyas. La siento suspirar.

—Lucía —repite mi nombre, y lo deja flotando en el aire, tal vez con la intención de que encaje por sí mismo en algún lugar de su conciencia. No me reconoce…. ¡Puta enfermedad!

—Este es Javi, mi novio ¿recuerdas? —insisto—. Ya ha venido a verte otras veces.

—¿Novio? ¿No es muy grande? —dice de forma incoherente, y quiero pensar que tal vez se imagina junto a la niña Lucía.

A Javi, que está sentado junto a nosotras en una de las mesas del salón de la residencia, le sale algo parecido a un chasquido jocoso de la garganta

—Antes apática, y ahora, desde que le han cambiado la medicación, se le ha soltado la lengua y no sabe lo que dice  —le explico.

—Tiene usted razón, señora Concha —se anima Javi—. No sabe el dineral que me gasto en calzado a la medida —bromea.

—¡Ay, hijo, es que lo tuyo no son pies, son trenes de mercancías! —refuta ella sorprendentemente chistosa. Jamás en toda mi vida he escuchado a mi abuela expresiones de ese tipo. No es que no tuviera sentido del humor, pero no era muy dada a este tipo de chascarrillos—. En el pueblo hay un zapatero, el Bartolo: cojo y con la boca tuerta —exclama animada—, creo que nunca le llegaron a salir todas las muelas y por eso habla torcido, así como… gnñññ gnñññ —oigo unas onomatopeyas ininteligibles. ¿Mi abuela trata de imitar a un gangoso? ¡Por Dios!

Mis abuelos dejaron un pueblecito de Soria al poco de casarse por lo mismo que lo hicieron tantos emigrantes en los sesenta, porque pensaron que la ciudad ofrecería un mejor porvenir a sus hijos, que al final fueron hijas, dos. Allí quedó una casa de la que guardo algunos bonitos recuerdos de varios veranos de mi infancia, y que ahora frecuentamos poco. Parece que mi abuela ha decidido regresar y acomodar sus últimos inviernos a aquella intensa época de vida rural.

—¡Qué feo es el condenado! —sigue su perorata con un entusiasmo envidiable—. ¿Y por qué preguntas por el Bartolo, hijo?

—Tengo entendido que me puede hacer unos buenos zapatos —se alía mi novio con ella.

— ¡Eah! ¡Cómo lo sabes! Por el mismo precio que te hace unas botas te cura los callos, que si se enquistan luego no hay Dios quien aguante la peste ¿A ti te huelen los pies?

—Cuando hago deporte y sudo sí, no se lo voy a negar —afirma Javi como si hablara de las abejas en primavera.

—¡Nada, nada! —exclama ella—, un poco de aceite de ricino en agua caliente con hojas de ortiga. ¡Infalible! Si el tufo se corrompe y se agarra al pellejo, amoniaco y listo. ¡Mano de santo! —¡Pero qué dice la pobre!, alucino—. Con los juanetes creo que no se apaña —sigue ella—, porque no tuvo escuela para entender de huesos y le da la risa si le hablan de osamentas y esqueletos. Si te duele mucho, yo pondría harpagofito en tubérculo entero. Tengo la receta por ahí en algún cajón…

—¡Madre del amor hermoso! —murmuro ante tal inenarrable exposición de incongruencias—. Pero, ¿qué te han dado abuela?

Javi suelta una risotada complacida.

—Me ha convencido, tendré que conocer al Bartolo ese —apostilla Javi, divertido.

—¡Total! De algo hay que morir, ¿verdad, hijo? —repone mi abuela—. ¿Y entonces, qué sabes de matanza? —Se lanza a otro tema, toda feliz ella.

—Más bien poco, como mucho algún grillo cuando era pequeño…

Pero bueno, esto que es, ¿nueva temporada de la familia Adams? Javi está en su salsa siguiéndole el rollo a mi abuela.

—¡No hombre, no! Los grillos en la sopa de los condenados o si me apuras en el fondo de los calzones de San Prudencio —divaga a más no poder—. A un cerdo. ¿Has matado alguna vez a un cerdo?

—Ganas no me han faltado —brama, gracioso, Javi—, pero no es fácil…

—¡Hace falta un par de huevos —suelta mi abuela toda efusiva! ¿Por qué no habré grabado esta conversación? Mi madre no va a creerme—. ¿Tú cómo andas de huevos, hijo!

La carcajada, ya no de Javi, de varias de las visitas que hoy nos acompañan en el salón, es más que elocuente.

—¡Uno hace lo que puede, señora Concha, pero es que hay mucha competencia! —se parte Javil.

—¡Qué va a ser una indecencia! —exclama ella, algo sorda—. Dice el Fausto —ni idea de quién es— que si tienes pelos en los huevos tienes edad para matar, y tú ya debes tener buenas pelambreras.

Despiporre de Javi…

—¿Y conejos? ¿Tampoco has matado conejos?

—Suelo comprarlos ya muertos  —se defiende Javi totalmente entregado.

—Ni parecido a uno de campo —gruñe ella—. ¿A ti cómo te gusta el conejo, hijo?

Javi lanza un festivo carraspeo que, por una vez en mi vida, no me desquicia.

—¡Cómo le explico, señora Concha! —brama ya rendido ante semejante escena. Entonces decido intervenir…

—¡A ver abuela! —trato de finiquitar esta conversación de besugos—. Déjate de conejos…Escúchame un momento que quiero contarte una cosa para que me des suerte.

—¿Estás embarazada?

—¿Qué? ¡No! ¿Por qué dices eso?

—Si necesitas suerte y este quiere matar un conejo no hay más pescado que vender…

—¡Ay, abuela, por favor….

—¡Déjala! —se pone de su parte Javi—. Está encantadora….

—Abuela, atiende. La semana que viene, el jueves, presento el proyecto más importante en el que he trabajado hasta ahora en mi carrera. Si sale bien seré la guionista de una serie de televisión muy importante. ¿Qué te parece?

Mi abuela no dice nada. No la siento mover un músculo.

—¿Entiendes lo que te digo, abuela?

—¿Te presentas a una carrera? Vigila, si estás encinta no sé yo….

—No abuela. Presento a Lord Byron —corrijo sin mucho ímpetu.

—¿Ese señor es del pueblo o es un forastero? —pregunta.

—Es un poeta —contesto resignada.

Se hace un pequeño silencio y entonces dice:

—No le conozco. Pero a mi los poetas no me gustan, hablan como empachados de alfalfa…  —sentencia con brío.

—Ayyyy, abuela —emito un suspiro rendido.  Me abrazo a ella, tanteo su rostro con las manos y luego le doy mil besos en la cara—.Tenemos que irnos. Qué dices, ¿quieres que vuelva otro día con Javi? —pregunto a tenor de lo bien que se lo han pasado.

—¡Yo no me fío de estos tunantes, niña! —responde contundente—. Si lo dejas en casa igual luego no te deja entrar! —rechista, recelosa.

Entonces se me ocurre algo que en realidad es para Javi. Se lo iba a decir hoy igualmente, así que ¿por qué no deslizar la información con la excusa de mi abuela?:

—Pues entonces lo mejor será pedirle unas llaves para poder entrar cuando quiera, ¿no te parece, abuela?

Confidencias

Las tres semanas que han pasado desde que volvimos de Notthingam han sido de locos. Primero por Byron. He, hemos, reconstruido el guion con todas las sugerencias de Álex y la verdad que nos está quedando impecable. Llevo al borde de un ataque de nervios inminente cerca de quince días. Estoy atacada.

Con Javi apenas he encontrado un hueco para hablar sobre el asunto de vivir juntos, que ha planeado para después de Navidad.. El primer finde nos lo repartimos entre su madre y la mía; cero intimidad. El segundo Javi tenía salida de chicos con los del equipo de básquet y la celebración del cumple de Roberto al día siguiente tampoco nos dejó mucho tiempo.

Mi abuela hoy casi me lo ha puesto en bandeja; la noticia, por fin, está dada.

—¿No haces ningún comentario porque te estás haciendo el interesante o porque realmente no te has enterado? —Abordo sin más el tema tras sentarnos a comer en un japonés.

—Tengo unas llaves para ti desde hace mucho tiempo, Lucía, lo sabes, pero… bueno, es que… hay algunos cambios que no te he comentado.

—¿Cambios, qué cambios? ¿Estás reformando el baño, no habrás hecho la oferta a otra…?

Intento que la tensión no se abra paso por dentro. Javi deja escapar una sonrisita apenas audible.

—Veras… —se queda a medias al llegar el camarero con varias bandejas de sushi.

En cuanto percibo que estamos solos de nuevo, ataco. ¡Efectivamente! ¡Estoy acojonada!

—Dispara Javi, ¿qué pasa? Me estoy empezando a preocupar —Le apremio con la angustia en la boca mientras Lucía la insegura ha salido al escenario moviendo las caderas.

—Virginia —dice, nombrando a su jefa— me ha ofrecido ser el responsable de la cuenta de un nuevo cliente muy importante que puede ser trascendental en la proyección de mi carrera.

—¡Wow! Pero eso es genial, Javi. Me alegro mucho por ti —reacciono sinceramente esperando saber, con las uñas clavadas en las mejillas, cuál es la relación causa efecto con lo mío. Los siguientes dos segundos de silencio me parecen insoportables, así que al final me impaciento— ¿Y…?

—El puesto exige el traslado innegociable del responsable a Madrid para dirigir el asesoramiento de una operación de fusión y posterior salida a bolsa. Cuatro meses, a lo sumo seis.

Me da la noticia de la forma más aséptica posible, como si quitando emoción a la frase perdiera su significado. El mundo se me hace pequeño, pequeñito, más pequeñito aún, hago una bola bien prieta con él, lo meto en un tirachinas y lo mando a tomar por culo a la Vía Láctea.

—¡Ya…! —escupo mustiamente—. ¡Vaya…! ¿Y, es un cliente importante? —Pregunto, aunque, qué más da eso.

—Muy importante, Lucía, pero… no puedo hablar sobre el tema, hay un contrato de confidencialidad.

—Ah pero, ¿ya has firmado?

—El jueves pasado.

—¿Y por qué no me lo habías dicho?

—Te lo estoy diciendo ahora, Lucía. Además, estás tan nerviosa con lo de Byron que tampoco sabía si era buena idea.

—Javi, haz el favor de no tratarme como a una niña.

—¿Empatizar con tu situación es tratarte como a una niña?

—Sí, si consideras que no voy a ser capaz de gestionar una decisión que nos afecta a los dos. Tu relato de hechos consumados me hace sentir como si mi opinión no contara para nada —argumento, sobrepasada por la decepción.

—Lucía, me gustaría tener una varita mágica para acertar contigo, de verdad, porque a veces, da igual cómo haga las cosas, siempre me equivoco —se queja de mi exigencia—. ¿Tu opinión es que no debería haberlo aceptado?

—Por supuesto que no, Javi. Mi opinión es que me hubiera gustado que me lo contaras antes de firmar para haberte apoyado. ¿Entiendes la diferencia? De este forma es como si yo no formara parte de tu vida, tus decisiones son tuyas, no nuestras —expongo dolida, y me invade esa sensación, una vez más, de que mis sentimientos están en un nivel completamente diferente a los suyos.

Nos quedamos callados un instante. Solo oigo el tintineo nervioso de sus dedos sobre la mesa. A mí se me ha quitado el hambre; él tampoco parece prestar atención al sushi que debe estar muerto de risa en las bandejas, languideciendo ante nuestra repentina tensión.

—No era mi intención que te sintieras al margen, de verdad. Tal vez he pecado de paternalista… Estaba tan emocionado que no he pensado en…. Lucía, lo siento —recula.

Se está disculpando. No hay que darle más vueltas, Lucía, me digo a mí misma. No puedo mantenerme enfurruñada porque entonces sí actuaría como una niña. Ya tendré tiempo de liberar mi frustración con incisivos mordiscos en mi almohada. Necesito información

—¿Cuándo te vas? —pregunto con un nudo en el estómago.

—Oye. No va a cambiar nada entre nosotros —ignora mi pregunta tratando de reconfortarme—. Esto solo será un paréntesis. Unos pocos meses de viajar mucho porque vendré cada fin de semana; y tú también puedes ir a Madrid de vez en cuando.

—Sí supongo que sí —convengo—. Ya buscaremos soluciones. ¿Cuándo te vas? —insisto.

—Después de Navidad. Ya me han buscado un piso. El 9 de enero tengo que estar allí.

—El 9 de enero —repito—. ¡Buf…! Eso es menos de un mes —resoplo resignada.

—¡Eh! —me anima él—, ¿por qué no te vienes al piso igualmente? Instálate ya y luego ya veremos. Te quedas o vuelves con tu madre, lo que quieras, al fin y al cabo voy a tener que pagar el alquiler igualmente si no quiero perderlo.

—No Javi. Instalarme para tres semanas, con las fiestas en medio; tú tendrás que irte al pueblo con tu madre en Nochebuena…. No, no es buena idea. Además, sabes perfectamente que si tú no estás no voy a ir…

—¿Por qué?

—Porque no me apetece, porque es muy grande; porque está muy alto y porque estaría sola…

—Vale —acepta Javi porque sabe que no quiero estar sola allí. Entonces arranca a hablar con un ímpetu nuevo—. Vamos a arreglar esto inmediatamente para que ya no haya vuelta atrás —resuelve con firmeza en la voz, tratando de anular mi apatía. Le oigo extraer una servilleta de papel del servilletero y el característico click click de la punta de un bolígrafo suena en sus manos—. ¡Vamos a firmar un contrato de intenciones!

—¿Un qué?

—Un acuerdo para designar la fecha de inicio de nuestra convivencia.

—¿Qué dices? —me dejo llevar ahora por su entusiasmo.

—Que lo vamos a formalizar —confirma, y me deja un beso en los labios que se lleva el sabor amargo de la boca, aunque permanece el nudo en las tripas.

—¡Vale! No iré a la cárcel si no lo cumplo, ¿no? —refuto, algo más animada.

—¡Por supuesto que sí! Es una carta de intenciones con carácter vinculante —me advierte.

—Está bien —concedo—. ¿Qué tengo que hacer? —y entonces escucho los trazos sobre el papel mientras enuncia en voz alta:

—Reunidos en el restaurante “Akiko”  la inteligente, tentadora, volcánica y sensual señorita Lucía Rosales y el sumiso, friki  y a veces lerdo Javier Crespo…

—Además de inteligente  y virtuoso amante —añado.

—Gracias por su generosidad señorita —sigue de coña—; …inteligente y virtuoso amante señor Javier Crespo, acuerdan de voluntad propia formalizar su convivencia para el…—se lo piensa un segundo, creo que está consultando el móvil—, para el 20 de junio del año entrante como plazo máximo de inicio —apunta—. Y aquí van las firmas para que ninguno de los dos se eche atrás.

Oigo un ruido perfilado enérgicamente y luego me pone el boli en la mano.

—Te toca —me dice. Mira tienes hueco aquí y me señala un punto en la servilleta con la yema de mi índice.

Lo firmo solemnemente y me guardo ese trozo de papel arrugado sabiendo que, en más de una ocasión, cuando las visitas de fin de semana no sean posibles, y la distancia se convierta en un territorio implacable de turbios pensamientos, ese papel será el salvavidas al que se sujetará mi nostalgia, un amuleto al que encomendar mi suerte cuando el tiempo se haga irrespirable.

Capítulo siguiente: Navidad sin tiempo

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Capítulo 5: Silencio catatónico

Capítulo 6: Mi melodrama y yo

Capítulo 7: Reencuentro atraganta ambientes

Capítulo 8: Mi te quiero errante

Capítulo 9: Minutos para enamorarse

Capítulo 10: Mi No Cumpleaños

Capítulo 11: Cuestión de disponibilidad

Capítulo 12: Inspiración poética

llaves, #DiariodeLucía, acuerdo de intenciones

Imagen PX Here

—¿Ya estás otra vez trayendo a tus amiguitos a casa?

—Me está confundiendo con mi madre —le aclaro a Javi, que hoy ha querido acompañarme a visitar a mi abuela.

Cuando mi padre nos abandonó (o fue invitado a largarse) mi madre pasó una larga temporada sin querer saber nada de hombres, salvo para divertirse con ellos. Era una niña de poco más de veinte años con una responsabilidad abrumadora que se estaba llevando su juventud por delante. Los mil empleos en los que trabajaba apenas le daban cuartel, pero si un día se hacía con un par de horas libres se aseguraba de liberar en ellas toda la frustración y la inmensa carga de obligaciones que soportaba en silencio. Solía llevar a sus “amigos” a casa; normalmente jóvenes imberbes todavía sin emancipar que no desperdiciaban la ocasión que les brindaba una chica “fácil”. A mi madre le importaba una mierda lo que pensaran, no había mucho romanticismo en aquellos encuentros. Luego solo tenía que decir que era madre soltera para que salieran huyendo como alma que lleva el diablo. Si no era así, los echaba directamente.

Mi madre cuenta esta historia una y otra vez reconociendo que fue la abuela quien enmendó su conducta.  Así, literal, con esa frase auto inculpatoria que a mí me produce urticaria solo de pensar en la hipocresía que nos merendamos a diario alrededor del bien y del mal. Pero entiendo a la abuela, que por aquella época hacía de madre por partida doble. ¿Qué piensas decirle a tu hija cuando tenga edad para preguntar quiénes son todos esos desconocidos? Haz con tu vida lo que te dé la gana Elena, pero piensa en Lucía. La opinión de mi abuela sí que le importaba a mi madre, de modo que los “amigos” dejaron de ir a casa, que, supongo, fue sustituida por los asientos traseros de un coche, o vete tú a saber.

—Abuela, soy yo, Lucía —le digo con las manos en su rostro para lograr el milagro de que sus recuerdos afloren. Ella me las cubre con las suyas. La siento suspirar.

—Lucía —repite mi nombre, y lo deja flotando en el aire, tal vez con la intención de que encaje por sí mismo en algún lugar de su conciencia. No me reconoce…. ¡Puta enfermedad!

—Este es Javi, mi novio ¿recuerdas? —insisto—. Ya ha venido a verte otras veces.

—¿Novio? ¿No es muy grande? —dice de forma incoherente, y quiero pensar que tal vez se imagina junto a la niña Lucía.

A Javi, que está sentado junto a nosotras en una de las mesas del salón de la residencia, le sale algo parecido a un chasquido jocoso de la garganta

—Antes apática, y ahora, desde que le han cambiado la medicación, se le ha soltado la lengua y no sabe lo que dice  —le explico.

—Tiene usted razón, señora Concha —se anima Javi—. No sabe el dineral que me gasto en calzado a la medida —bromea.

—¡Ay, hijo, es que lo tuyo no son pies, son trenes de mercancías! —refuta ella sorprendentemente chistosa. Jamás en toda mi vida he escuchado a mi abuela expresiones de ese tipo. No es que no tuviera sentido del humor, pero no era muy dada a este tipo de chascarrillos—. En el pueblo hay un zapatero, el Bartolo: cojo y con la boca tuerta —exclama animada—, creo que nunca le llegaron a salir todas las muelas y por eso habla torcido, así como… gnñññ gnñññ —oigo unas onomatopeyas ininteligibles. ¿Mi abuela trata de imitar a un gangoso? ¡Por Dios!

Mis abuelos dejaron un pueblecito de Soria al poco de casarse por lo mismo que lo hicieron tantos emigrantes en los sesenta, porque pensaron que la ciudad ofrecería un mejor porvenir a sus hijos, que al final fueron hijas, dos. Allí quedó una casa de la que guardo algunos bonitos recuerdos de varios veranos de mi infancia, y que ahora frecuentamos poco. Parece que mi abuela ha decidido regresar y acomodar sus últimos inviernos a aquella intensa época de vida rural.

—¡Qué feo es el condenado! —sigue su perorata con un entusiasmo envidiable—. ¿Y por qué preguntas por el Bartolo, hijo?

—Tengo entendido que me puede hacer unos buenos zapatos —se alía mi novio con ella.

— ¡Eah! ¡Cómo lo sabes! Por el mismo precio que te hace unas botas te cura los callos, que si se enquistan luego no hay Dios quien aguante la peste ¿A ti te huelen los pies?

—Cuando hago deporte y sudo sí, no se lo voy a negar —afirma Javi como si hablara de las abejas en primavera.

—¡Nada, nada! —exclama ella—, un poco de aceite de ricino en agua caliente con hojas de ortiga. ¡Infalible! Si el tufo se corrompe y se agarra al pellejo, amoniaco y listo. ¡Mano de santo! —¡Pero qué dice la pobre!, alucino—. Con los juanetes creo que no se apaña —sigue ella—, porque no tuvo escuela para entender de huesos y le da la risa si le hablan de osamentas y esqueletos. Si te duele mucho, yo pondría harpagofito en tubérculo entero. Tengo la receta por ahí en algún cajón…

—¡Madre del amor hermoso! —murmuro ante tal inenarrable exposición de incongruencias—. Pero, ¿qué te han dado abuela?

Javi suelta una risotada complacida.

—Me ha convencido, tendré que conocer al Bartolo ese —apostilla Javi, divertido.

—¡Total! De algo hay que morir, ¿verdad, hijo? —repone mi abuela—. ¿Y entonces, qué sabes de matanza? —Se lanza a otro tema toda feliz ella.

—Más bien poco, como mucho algún grillo cuando era pequeño…

Pero bueno, esto que es, ¿nueva temporada de la familia Adams? Javi está en su salsa siguiéndole el rollo a mi abuela.

—¡No hombre, no! Los grillos en la sopa de los condenados o si me apuras en el fondo de los calzones de San Prudencio —divaga a más no poder—. A un cerdo. ¿Has matado alguna vez a un cerdo?

—Ganas no me han faltado —brama, gracioso, Javi—, pero no es fácil…

—¡Hace falta un par de huevos —suelta mi abuela toda efusiva! ¿Por qué no habré grabado esta conversación? Mi madre no va a creerme—. ¿Tú cómo andas de huevos, hijo!

La carcajada, ya no de Javi, de varias de las visitas que hoy nos acompañan en el salón, es más que elocuente.

—¡Uno hace lo que puede, señora Concha, pero es que hay mucha competencia! —se parte Javi.

—¡Qué va a ser una indecencia! —exclama ella, algo sorda—. Dice el Fausto —ni idea de quién es— que si tienes pelos en los huevos tienes edad para matar, y tú ya debes tener buenas pelambreras.

Despiporre de Javi…

—¿Y conejos? ¿Tampoco has matado conejos?

—Suelo comprarlos ya muertos  —se defiende Javi totalmente entregado.

—Ni parecido a uno de campo —gruñe ella—. ¿A ti cómo te gusta el conejo, hijo?

Javi lanza un festivo carraspeo que, por una vez en mi vida, no me desquicia.

—¡Cómo le explico, señora Concha! —brama ya rendido ante semejante escena. Entonces decido intervenir…

—¡A ver abuela! —trato de finiquitar esta conversación de besugos—. Déjate de conejos…Escúchame un momento que quiero contarte una cosa para que me des suerte.

—¿Estás embarazada?

—¿Qué? ¡No! ¿Por qué dices eso?

—Si necesitas suerte y este quiere matar un conejo no hay más pescado que vender…

—¡Ay, abuela, por favor….

—¡Déjala! —se pone de su parte Javi—. Está encantadora….

—Abuela, atiende. La semana que viene, el jueves, presento el proyecto más importante en el que he trabajado hasta ahora en mi carrera. Si sale bien seré la guionista de una serie de televisión muy importante. ¿Qué te parece?

Mi abuela no dice nada. No la siento mover un músculo.

—¿Entiendes lo que te digo, abuela?

—¿Te presentas a una carrera? Vigila, si estás encinta no sé yo….

—No abuela. Presento a Lord Byron —corrijo sin mucho ímpetu.

—¿Ese señor es del pueblo o es un forastero? —pregunta.

—Es un poeta —contesto resignada.

Se hace un pequeño silencio y entonces dice:

—No le conozco. Pero a mi los poetas no me gustan, hablan como empachados de alfalfa…  —sentencia con brío.

—Ayyyy, abuela —emito un suspiro rendido.  Me abrazo a ella, tanteo su rostro con las manos y luego le doy mil besos en la cara—. Tenemos que irnos. Qué dices, ¿quieres que vuelva otro día con Javi? —pregunto a tenor de lo bien que se lo han pasado.

—¡Yo no me fío de estos tunantes, niña! —responde contundente—. Si lo dejas en casa igual luego no te deja entrar! —rechista recelosa.

Entonces se me ocurre algo que en realidad es para Javi. Se lo iba a decir hoy igualmente, así que ¿por qué no deslizar la información con la excusa de mi abuela?:

—Pues entonces lo mejor será pedirle unas llaves para poder entrar cuando quiera, ¿no te parece, abuela?

Confidencias

Las tres semanas que han pasado desde que volvimos de Notthingam han sido de locos. Primero por Byron. He, hemos, reconstruido el guion con todas las sugerencias de Álex y la verdad que nos está quedando impecable. Llevo al borde de un ataque de nervios inminente cerca de quince días. Estoy atacada.

Con Javi apenas he encontrado un hueco para hablar sobre el asunto de vivir juntos que ha planificado para después de Navidad. El primer finde nos lo repartimos entre su madre y la mía; cero intimidad. El segundo Javi tenía salida de chicos con los del equipo de básquet y la celebración del cumple de Roberto al día siguiente tampoco nos dejó mucho tiempo.

Mi abuela hoy casi me lo ha puesto en bandeja; la noticia, por fin, está dada.

—¿No haces ningún comentario porque te estás haciendo el interesante o porque realmente no te has enterado? —Abordo sin más el tema tras sentarnos a comer en un japonés.

—Tengo unas llaves para ti desde hace mucho tiempo, Lucía, lo sabes, pero… bueno, es que… hay algunos cambios que no te he comentado.

—¿Cambios, qué cambios? ¿Estás reformando el baño, no habrás hecho la oferta a otra…?

Intento que la tensión no se abra paso por dentro. Javi deja escapar una sonrisita apenas audible.

—Veras… —se queda a medias al llegar el camarero con varias bandejas de sushi.

En cuanto percibo que estamos solos de nuevo, ataco. ¡Efectivamente! ¡Estoy acojonada!

—Dispara Javi, ¿qué pasa? Me estoy empezando a preocupar —Le apremio con la angustia en la boca mientras Lucía la insegura ha salido al escenario moviendo las caderas.

—Virginia —dice, nombrando a su jefa— me ha ofrecido ser el responsable de la cuenta de un nuevo cliente muy importante que puede ser trascendental en la proyección de mi carrera.

—¡Wow! Pero eso es genial, Javi. Me alegro mucho por ti —reacciono sinceramente esperando saber, con las uñas clavadas en las mejillas, cuál es la relación causa efecto con lo mío. Los siguientes dos segundos de silencio me parecen insoportables, así que al final me impaciento— ¿Y…?

—El puesto exige el traslado innegociable del responsable a Madrid para dirigir el asesoramiento de una operación de fusión y posterior salida a bolsa. Cuatro meses, a lo sumo seis.

Me da la noticia de la forma más aséptica posible, como si quitando emoción a la frase perdiera su significado. El mundo se me hace pequeño, pequeñito, más pequeñito aún, hago una bola bien prieta con él, lo meto en un tirachinas y lo mando a tomar por culo a la Vía Láctea.

—¡Ya…! —escupo mustiamente—. ¡Vaya…! ¿Y, es un cliente importante? —Pregunto, aunque, qué más da eso.

—Muy importante, Lucía, pero… no puedo hablar sobre el tema, hay un contrato de confidencialidad.

—Ah pero, ¿ya has firmado?

—El jueves pasado.

—¿Y por qué no me lo habías dicho?

—Te lo estoy diciendo ahora, Lucía. Además, estás tan nerviosa con lo de Byron que tampoco sabía si era buena idea.

—Javi, haz el favor de no tratarme como a una niña.

—¿Empatizar con tu situación es tratarte como a una niña?

—Sí, si consideras que no voy a ser capaz de gestionar una decisión que nos afecta a los dos. Tu relato de hechos consumados me hace sentir como si mi opinión no contara para nada —argumento, sobrepasada por la decepción.

—Lucía, me gustaría tener una varita mágica para acertar contigo, de verdad, porque a veces, da igual cómo haga las cosas, siempre me equivoco —se queja de mi exigencia—. ¿Tu opinión es que no debería haberlo aceptado?

—Por supuesto que no, Javi. Mi opinión es que me hubiera gustado que me lo contaras antes de firmar para haberte apoyado. ¿Entiendes la diferencia? De este forma es como si yo no formara parte de tu vida, tus decisiones son tuyas, no nuestras —expongo dolida, y me invade esa sensación, una vez más, de que mis sentimientos están en un nivel completamente diferente a los suyos.

Nos quedamos callados un instante. Solo oigo el tintineo nervioso de sus dedos sobre la mesa. A mí se me ha quitado el hambre; él tampoco parece prestar atención al sushi que debe estar muerto de risa en las bandejas, languideciendo ante nuestra repentina tensión.

—No era mi intención que te sintieras al margen, de verdad. Tal vez he pecado de paternalista… Estaba tan emocionado que no he pensado en…. Lucía, lo siento —recula.

Se está disculpando. No hay que darle más vueltas, Lucía, me digo a mí misma. No puedo mantenerme enfurruñada porque entonces sí actuaría como una niña. Ya tendré tiempo de liberar mi frustración con incisivos mordiscos en mi almohada. Necesito información

—¿Cuándo te vas? —pregunto con un nudo en el estómago.

—Oye. No va a cambiar nada entre nosotros —ignora mi pregunta tratando de reconfortarme—. Esto solo será un paréntesis. Unos pocos meses de viajar mucho porque vendré cada fin de semana; y tú también puedes ir a Madrid de vez en cuando.

—Sí supongo que sí —convengo—. Ya buscaremos soluciones. ¿Cuándo te vas? —insisto.

—Después de Navidad. Ya me han buscado un piso. El 9 de enero tengo que estar allí.

—El 9 de enero —repito—. ¡Buf…! Eso es menos de un mes —resoplo resignada.

—¡Eh! —me anima él—, ¿por qué no te vienes al piso igualmente? Instálate ya y luego ya veremos. Te quedas o vuelves con tu madre, lo que quieras, al fin y al cabo voy a tener que pagar el alquiler igualmente si no quiero perderlo.

—No Javi. Instalarme para tres semanas, con las fiestas en medio; tú tendrás que irte al pueblo con tu madre en Nochebuena…. No, no es buena idea. Además, sabes perfectamente que si tú no estás no voy a ir…

—¿Por qué?

—Porque no me apetece, porque es muy grande; porque está muy alto y porque estaría sola…

—Vale —acepta Javi porque sabe que no quiero estar sola allí. Entonces arranca a hablar con un ímpetu nuevo—. Vamos a arreglar esto inmediatamente para que ya no haya vuelta atrás —resuelve con firmeza en la voz, tratando de anular mi apatía. Le oigo extraer una servilleta de papel del servilletero y el característico click click de la punta de un bolígrafo suena en sus manos—. ¡Vamos a firmar un contrato de intenciones!

—¿Un qué?

—Un acuerdo para designar la fecha de inicio de nuestra convivencia.

—¿Qué dices? —me dejo llevar ahora por su entusiasmo.

—Que lo vamos a formalizar —confirma, y me deja un beso en los labios que se lleva el sabor amargo de la boca, aunque permanece el nudo en las tripas.

—¡Vale! No iré a la cárcel si no lo cumplo, ¿no? —refuto, algo más animada.

—¡Por supuesto que sí! Es una carta de intenciones con carácter vinculante —me advierte.

—Está bien —concedo—. ¿Qué tengo que hacer? —y entonces escucho los trazos sobre el papel mientras enuncia en voz alta:

—Reunidos en el restaurante “Akiko”  la inteligente, tentadora, volcánica y sensual señorita Lucía Rosales y el sumiso, friki  y a veces lerdo Javier Crespo…

—Además de inteligente  y virtuoso amante —añado.

—Gracias por su generosidad señorita —sigue de coña—; inteligente y virtuoso amante señor Javier Crespo, acuerdan de voluntad propia formalizar su convivencia para el…—se lo piensa un segundo, creo que está consultando el móvil—, para el 20 de junio del año entrante como plazo máximo de inicio —apunta—. Y aquí van las firmas para que ninguno de los dos se eche atrás.

Oigo un ruido perfilado enérgicamente y luego me pone el boli en la mano.

—Te toca —me dice. Mira tienes hueco aquí y me señala un punto en la servilleta con la yema de mi índice.

Lo firmo solemnemente y me guardo ese trozo de papel arrugado sabiendo que, en más de una ocasión, cuando las visitas de fin de semana no sean posibles, y la distancia se convierta en un territorio implacable de turbios pensamientos, ese papel será el salvavidas al que se sujetará mi nostalgia, un amuleto al que encomendar mi suerte cuando el tiempo se haga irrespirable.

Capítulo siguiente: Navidad sin tiempo

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Capítulo 5: Silencio catatónico

Capítulo 6: Mi melodrama y yo

Capítulo 7: Reencuentro atraganta ambientes

Capítulo 8: Mi te quiero errante

Capítulo 9: Minutos para enamorarse

Capítulo 10: Mi No Cumpleaños

Capítulo 11: Cuestión de disponibilidad

Capítulo 12: Inspiración poética

Puedes hacer una consulta por Whatsapp

¡Hola! Haga clic en mi foto para iniciar un chat por Whatsapp

Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

online

Pin It on Pinterest

Share This