Mi melodrama y yo

por | Mar 18, 2021 | Ficción | 12 Comentarios

Lucía, melodrama,#DiariodeLucía

Imagen Pixabay

—Hoy la abuela estaba especialmente ausente, ¿no te ha parecido? —me dice mi madre en cuanto entramos en el coche tras la visita a la residencia.

—Tal vez —musito sin demasiado interés. Mi cabeza está en otro sitio. Lo siento abuela, pero mi novio últimamente no me deja vivir. Saco el móvil del bolso…

—El teléfono ya te ha dicho 577 veces que no tienes mensajes. ¿Por qué no le llamas tú de una vez?

Así estamos. Sin noticias. ¿No ha visto el mensaje? Imposible. Estamos a sábado, son las dos de la tarde ya. ¿Pasa de mí? ¿Pasas de mí, Javi?

Ayer, buena parte de mi colección musical se paseó por mis orejas con el único fin de hacer ruido en medio de una enajenación mental sin precedentes. Estuve a punto de convertirme en insecto y mudarme a la lámpara para siempre. Tal vez así “vea” la luz… A las tres de la mañana el móvil seguía en silencio corrosivo, y yo, en estado de catalepsia. Acabé dedicando a mi novio casi perfecto, en alto riesgo de perder tan noble título, unas palabrejas de nada. Un quetedenmuchoporelculo y un ojalá te estalle en la cara toda esa dignidad dignísima de santo varón sin mácula.

Hoy ya me siento mejor, después de esas 577 veces de escuchar el ninguneo de Javi en el aparato infame, estoy lista para una muerte súbita. ¡Pues que sepas que no eres tan perfecto, te estás portando como un cabronazo!

—Mamá. Le envié un mensaje ayer. Se supone que debo esperar a que me conteste, ¿no?

—Con la reina de la paciencia hemos topado —ironiza—. Si tu decisión es esperar a que responda, al menos concédele un margen de cortesía.

—¿Te parece poca cortesía 17 horas?

—Pues entonces, llámale —vuelve a insistir—, o no lo hagas, pero deja el melodrama.

Folletín y melodrama

Catapún chimpún. Así es mi madre. Su pragmatismo reduce el cereal a harina en un pis pas. ¿Tiene solución, lo solucionas? Si no la tiene a otra cosa mariposa y no des la murga. Eso de esperar a que las cosas se resuelvan solas no va con ella. Cuando era pequeña y empezaba a chapurrear con mi lengua de trapo (esto me lo ha contado ella, obviamente, yo no me acuerdo) se ve que me costaba pronunciar la erre. Pues me llevó a una juguetería, elegí con mi tacto diestro tres peluches: un elefante, un caballo y una ardilla, que fueron oportunamente bautizados bajo sugestión materna como Trompa, Relincho y Gertru, y ella se inventó juegos inverosímiles para que yo tuviera que mencionarlos todo el tiempo. Se ve que la Gertru me irritaba profundamente, pero acabé dominando la erre con toda su contundente sonoridad. Problema resuelto, que pase el siguiente.

Un poco más mayorcita, si le iba con el cuento de alguien se ha metido conmigo o se han burlado de mi ceguera, su primera reacción era: ¿y tú qué has hecho para solucionarlo? No caía en la tentación de complacer mi inseguridad con un no te preocupes gratuito, primero tenía que ofrecerle alternativas, luego aportaba sus propias conclusiones. Supongo que era su forma de hacerme fuerte.

La única vez que recuerdo a mi madre compadeciéndose, o sacando sus armas en mi defensa sin reservas, fue al regreso de unos campamentos en los que dos niños me cortaron el pelo mientras dormía. Una travesura, un poco heavy, pero una travesura. Les castigaron a ser mis guías el resto de la estancia. Eran campamentos mixtos que admitía niños con distintas discapacidades; los que no tenían ninguna se encargaban de ayudar a los que sí las teníamos. El caso es que al final llegamos a hacernos amigos y el disgusto del pelo corto se me pasó en cuanto echamos las primeras risas, o quizás es que la vanidad, los ciegos, no la medimos en el espejo. Lo cierto es que mi madre se lo tomó a la tremenda, quiso hablar con los directores del campus, con los padres de los críos…Dio igual que le dijera que éramos amigos, ella llegó hasta el final, puso su queja y me dijo que no importaba lo bien que me lo hubiera tomado yo. Había que intentar que no volviera a suceder.

—¡Qué fácil es para ti todo, mamá! —le digo con cierto reproche en el tono.

—Podría empatizar un poco más si me lo contaras, pero te has recluido detrás del muro de Berlín y no hay manera chica… —me echa en cara.

Es cierto. Mi madre sabe que llevo días sin hablarme con Javi, pero no sabe por qué;  cada vez que ha intentado sonsacarme información la he enviado al rincón de los entrometidos con mi habitual borderío.

—Porque ya sé lo que me vas a decir… —desdeño su nueva tentativa.

—Pues nada, si lo sabes entonces vámonos —dice, y arranca el coche.

Me quedo pensando en la mierda de fines de semana que llevo últimamente mientras mi madre pone la radio. Ahora soy yo la que no entiende, Javi. ¿No quieres hablar conmigo? Este silencio me está empezando a preocupar, ¿y si tal vez se está planteando…?

—Creo que no le caigo bien a su madre —vomito, rendida, mi frustración a mi madre, porque me estoy empezando a emparanoiar—. Vino el fin de semana pasado, Javi quiso que quedáramos los tres, y yo me negué.

—¿Por qué dices que no le caes bien?

—Pues fíjate, porque es una de esas madres que tiene la manía de querer lo mejor para su hijo, y una ciega no debe estar dentro de los requisitos —me lleno de cinismo.

—¿Javi lo sabe? —pregunta ignorando mi tono y sin cuestionar mi afirmación. Sabe perfectamente que lo que digo es tan factible como real.

—No, claro que no. No me pareció oportuno decirle, oye Javi, creo que tu madre preferiría otra chica para ti.  Además, ella siempre me trata muy correctamente, no tengo nada que decir en su contra, incluso creo que la entiendo. Javi se ha rebotado porque le mentí para no salir con él, porque cree que he querido castigarle. Dice que es difícil perdonar si no se entiende… Ayer le pedí que habláramos. Pero al parecer ya no quiere saber nada de mí —me lamento.

Se hace un breve silencio en el que solo escucho  por la radio al hombre del tiempo con un pronóstico de nueva borrasca por las Azores. ¡Otra más, viva el invierno anticipado!

—A lo mejor Javi esperaba saber de ti con una llamada más que un frío mensaje ¿no?

—No sé lo que esperaba —replico—. Me tiene desconcertada. Es la primera vez que nos distanciamos tanto. Y todo por una chorrada…

—Creo que ahí está el problema, Lucía. Está claro que para él no es una chorrada. Si pones el problema al mismo nivel que él lo ve puede que atines más en tus pasos.

—Mis pasos siempre son un gigantesco error tras otro —me quejo con la mirada puesta en mis fantasmas.

Palos de Ciego

Mientras Amy Winehouse canta algo a lo que no presto atención, mi mente se dedica al ilustre ejercicio de flagelarse convenientemente con la lista de mis fracasos.

Novio número 1: Nacho. Ambos 16 años. Nos conocimos en unas reuniones para alumnado ciego en las que compartimos pupitre. Los dos ciegos y los dos más verdes que una lechuga en asuntos amorosos. Su voz grave y melosa me engatusó; yo le enredé con mi sentido del humor. Ya está. Confundimos la camaradería con el amor y cierta urgencia adolescente nos empujó a una relación sin futuro. Nacho era reservado, reflexivo, prudente, yo todo lo contrario, nos parecíamos tanto como un huevo a una castaña. En líneas generales, nos aburríamos bastante. Después de mi primera vez con Nacho pensé que podría prescindir del sexo el resto de mi vida. ¡Vaya fiasco! Ha estado genial, dijo él, y yo me pregunté si veníamos del mismo viaje. No necesitamos mucho tiempo para darnos cuenta del error y, aunque me dejó él a los siete meses, al menos es la única ocasión en la que yo también estuve de acuerdo.

Novio número 2: Óscar. Yo 20 años, él 23. Compañero de campus universitario del que, esta vez sí, me enamoré hasta las trancas. Típico chico malote, divertido y fiestero que entró en mi vida como un huracán y se fue tras arrollarme. Se acercó a mí por morbo, me confesó cuando ya salíamos; y yo me sentí atraída por esa energía contestaría que desprendía. A Óscar le debo varias master class en sexo del bueno y poco más. Tuvimos un tiempo de mucho compadreo y complicidad, de mucho solucionarlo todo en la cama; pero luego eso ya no fue suficiente. Me mentía, me utilizaba, me ninguneaba, y yo me sometía porque estaba completamente ciega. ¡Si es que soy la monda lapidándome!
Le montaba unos cristos de campeonato cuando no llamaba, o quedábamos y no aparecía, pero luego le buscaba como un corderito arrepentido. Pensaba que moriría si me dejaba, y me dejó, a los dos años. Estás zumbada, me dijo tras el último pollo, que te aguante tu madre. Tiempo después me enteré de que mi cornamenta tenía una altura considerable. Aun así, era tan imbécil que creo que hubiera vuelto con él si me lo hubiera pedido. Tonta del culo al cuadrado.

Novio número 3. Blas. Yo 24, él 27. Nos conocimos en el trabajo donde aterricé como becaria. Él era redactor una planta más arriba. De los tres, Blas creo que es el único que se enamoró de mí de verdad. Fui yo la que le pedí para salir tras coincidir varias veces en el office de la oficina. Si un chico te gusta no pidas permiso para decírselo me alentó Roberto. Fuimos los mejores amigos, nos hacíamos esas confidencias que cosen heridas y sellan pactos de silencio. Nos enamoramos sin prisa, pero poniendo toda la carne en el asador. Me haces una persona mejor, Lucía, me invitas a no conformarme, solía decirme. ¿No es el piropo más bonito que te pueden echar a la cara? Blas era alegre, muy sociable, buen compañero y excelente amante. Me decía te quiero con naturalidad, y yo a él. No había problemas con los te echo de menos, no había necesidad de eufemismos. Al año y medio de salir nos fuimos a vivir juntos y, aunque al principio todo fue de cine, de pronto empezamos a discutir como no lo habíamos hecho nunca. Mi carácter desnudó su lado más caprichoso e inseguro y le reprochaba todo lo que yo consideraba que no hacía a mi gusto; si estaba muy encima era demasiado cargante y si me daba espacio un despegado. Si salíamos por separado le sometía a interrogatorios surrealistas, tenía celos absurdos, le acusaba de poco compromiso… Él también estallaba en cólera. Eres insoportable, no hay Dios que te aguante, llegó a decirme. La confianza se rompió y el amor se rindió. Un domingo, después de una bronca más, dijo aquello de, Lucía, igual deberíamos darnos un tiempo… y se acabó el novio número tres, a los tres años de iniciarse, con mis huesos de vuelta en casa de mi madre.

Fue una suerte que Álex apareciera poco después y pudiera cambiar de trabajo, eso me permitió llevar el “duelo” con cierta dignidad.

Y así estamos ante el novio número cuatro. Yo 30, Javi 35. Con él la atracción fue instantánea, fulminante y recíproca. Pero no, ahora no quiero pensar en nuestra historia, porque cuando una recapitula es como si estuviera al final de algo, y no quiero pensar en eso. Tú también no, Javi, por favor.

—¿Ves? Ya estás otra vez con el melodrama —me devuelve a la realidad mi madre—. Hija, no sé de dónde te nace esa vena tuya tan teatral. —Pii, piiii, oigo el claxon del coche—. ¡Este se ha dormido en el semáforo! —bufa.

—Mamá, tres novios, tres fracasos. Pura realidad. No hay nada de ficción.

—¿Y qué tiene que ver eso con Javi? —pregunta.

—Pues ya ves, todo parece indicar que Javi se va a unir a mi lista de grandes éxitos —digo resignada.

—O sea, hemos pasado de que el tema era una chorrada a que vais a romper —replica—. Hace unos días te estaba pidiendo que fueras a vivir con él y hoy se ha olvidado ya de todo. Necesitas un poco de sexo, hija, no piensas con claridad —me suelta con su habitual socarronería. Los escasos 19 años que me lleva siempre le han dado alas para estas licencias.

Tras las maniobras de aparcamiento, el coche por fin se detiene.

—No vamos a romper, mamá. Me va a dejar. Hay una sutil diferencia —aclaro—. Lo cual implica que mi apatía sexual se va a prolongar indefinidamente…—refunfuño.

—¡Soberbia, hija! Deberían darte un papel estelar en Melrose Place

—¿Qué es eso?

—Nada. Una serie que daban cuando tú eras pequeña. Anda coge el chaquetón que he dejado atrás, por favor, Lucía —me dice al parar el motor. Extiendo el brazo en su busca, lo localizo y salgo del coche. Mi madre se acerca, se pone el abrigo y yo me fijo a ella para subir a casa—. Mira Lucía, si no fuera porque sé lo mal que lo estás pasando me reiría a carcajadas. No puedes dudar de sus sentimientos cada vez que os enfadéis, tienes que tener un poco más de confianza.

—Llevamos una semana sin hablarnos, le he pedido perdón y le he dejado un mensaje implorando, prácticamente, hablar. No hay resultados. Soy una chica lista mamá, la confianza tiene un límite, las señales que me envía no dan pie a pensar nada bueno —rezongo mientras entramos en el ascensor—. De hecho, creo que lo que le pasa es que no sabe cómo escribir un mensaje lo suficientemente educado pero sobradamente contundente para que entienda que todo se ha acabado.

—Javi no es de esos —refuta mi madre ya abriendo la puerta de casa.

—Define esos —exijo.

—Esos —dice mientras entramos—. La clase de chico que deja a su chica a través de un mensaje.

No necesito nada para saber que está allí. No necesito ver, ni escuchar, ni tocar. Es una cuestión de energía. He aprendido a sentir a Javi solo por el peso que sus emociones dejan en el ambiente, por cómo mi piel reconoce su presencia y cómo mi cerebro envía mensajes inequívocos de que me lo quiero merendar.

—Hola chicas —dice Roberto—. Javi ha venido al poco de iros y…

—Hola Lucía —me rompe en dos su voz, porque suena fría y trémula, y pone en guardia todas mis defensas.

Capítulo siguiente: Reencuentro atraganta ambientes 

 

Capítulos anteriores

Capítulo 0 Preámbulo: Muda y Ciega

Capítulo 1: Casi perfecto

Capítulo 2: Huele a petricor

Capítulo 3: A contrapié

Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

Capítulo 5: Silencio catatónico

Lucía, melodrama,#DiariodeLucía

Imagen Pixabay

—Hoy la abuela estaba especialmente ausente, ¿no te ha parecido? —me dice mi madre en cuanto entramos en el coche tras la visita a la residencia.

—Tal vez —musito sin demasiado interés. Mi cabeza está en otro sitio. Lo siento abuela, pero mi novio últimamente no me deja vivir. Saco el móvil del bolso…

—El teléfono ya te ha dicho 577 veces que no tienes mensajes. ¿Por qué no le llamas tú de una vez?

Así estamos. Sin noticias. ¿No ha visto el mensaje? Imposible. Estamos a sábado, son las dos de la tarde ya. ¿Pasa de mí? ¿Pasas de mí, Javi?

Ayer, buena parte de mi colección musical se paseó por mis orejas con el único fin de hacer ruido en medio de una enajenación mental sin precedentes. Estuve a punto de convertirme en insecto y mudarme a la lámpara para siempre. Tal vez así “vea” la luz… A las tres de la mañana el móvil seguía en silencio corrosivo y yo en estado de catalepsia. Acabé dedicando a mi novio casi perfecto, en alto riesgo de perder tan noble título, unas palabrejas de nada. Un quetedenmuchoporelculo y un ojalá te estalle en la cara toda esa dignidad dignísima de santo varón sin mácula.

Hoy ya me siento mejor, después de esas 577 veces de escuchar el ninguneo de Javi en el aparato infame, estoy lista para una muerte súbita. ¡Pues que sepas que no eres tan perfecto, te estás portando como un cabronazo!

—Mamá. Le envié un mensaje ayer. Se supone que debo esperar a que me conteste, ¿no?

—Con la reina de la paciencia hemos topado —ironiza—. Si tu decisión es esperar a que responda, al menos concédele un margen de cortesía.

—¿Te parece poca cortesía 17 horas?

—Pues entonces, llámale, —vuelve a insistir—, o no lo hagas, pero deja el melodrama.

Folletín y melodrama

Catapún chimpún. Así es mi madre. Su pragmatismo reduce el cereal a harina en un pis pas. ¿Tiene solución, lo solucionas? Si no la tiene a otra cosa mariposa y no des la murga. Eso de esperar a que las cosas se resuelvan solas no va con ella. Cuando era pequeña y empezaba a chapurrear con mi lengua de trapo (esto me lo ha contado ella, obviamente, yo no me acuerdo) se ve que me costaba pronunciar la erre. Pues me llevó a una juguetería, elegí con mi tacto diestro tres peluches: un elefante, un caballo y una ardilla, que fueron oportunamente bautizados bajo sugestión materna como Trompa, Relincho y Gertru, y ella se inventó juegos inverosímiles para que yo tuviera que mencionarlos todo el tiempo. Se ve que la Gertru me irritaba profundamente, pero acabé dominando la erre con toda su contundente sonoridad. Problema resuelto, que pase el siguiente.

Un poco más mayorcita, si le iba con el cuento de alguien se ha metido conmigo o se han burlado de mi ceguera, su primera reacción era: ¿y tú qué has hecho para solucionarlo? No caía en la tentación de complacer mi inseguridad con un no te preocupes gratuito, primero tenía que ofrecerle alternativas, luego aportaba sus propias conclusiones. Supongo que era su forma de hacerme fuerte.

La única vez que recuerdo a mi madre compadeciéndose, o sacando sus armas en mi defensa sin reservas, fue al regreso de unos campamentos en los que dos niños me cortaron el pelo mientras dormía. Una travesura, un poco heavy, pero una travesura. Les castigaron a ser mis guías el resto de la estancia. Eran campamentos mixtos que admitía niños con distintas discapacidades; los que no tenían ninguna se encargaban de ayudar a los que sí las teníamos. El caso es que al final llegamos a hacernos amigos y el disgusto del pelo corto se me pasó en cuanto echamos las primeras risas, o quizás es que la vanidad, los ciegos, no la medimos en el espejo. Lo cierto es que mi madre se lo tomó a la tremenda, quiso hablar con los directores del campus, con los padres de los críos…Dio igual que le dijera que éramos amigos, ella llegó hasta el final, puso su queja y me dijo que no importaba lo bien que me lo hubiera tomado yo. Había que intentar que no volviera a suceder.

—¡Qué fácil es para ti todo, mamá! —le digo con cierto reproche en el tono.

—Podría empatizar un poco más si me lo contaras, pero te has recluido detrás del muro de Berlín y no hay manera chica… —me echa en cara.

Es cierto. Mi madre sabe que llevo días sin hablarme con Javi, pero no sabe por qué;  cada vez que ha intentado sonsacarme información la he enviado al rincón de los entrometidos con mi habitual borderío.

—Porque ya sé lo que me vas a decir… —desdeño su nueva tentativa.

—Pues nada, si lo sabes entonces vámonos —dice, y arranca el coche.

Me quedo pensando en la mierda de fines de semana que llevo últimamente mientras mi madre pone la radio. Ahora soy yo la que no entiende, Javi. ¿No quieres hablar conmigo? Este silencio me está empezando a preocupar, ¿y si tal vez se está planteando…?

—Creo que no le caigo bien a su madre —vomito, rendida, mi frustración a mi madre, porque me estoy empezando a emparanoiar—. Vino el fin de semana pasado, Javi quiso que quedáramos los tres, y yo me negué.

—¿Por qué dices que no le caes bien?

—Pues fíjate, porque es una de esas madres que tiene la manía de querer lo mejor para su hijo, y una ciega no debe estar dentro de los requisitos —me lleno de cinismo.

—¿Javi lo sabe? —pregunta ignorando mi tono y sin cuestionar mi afirmación. Sabe perfectamente que lo que digo es tan factible como real.

—No, claro que no. No me pareció oportuno decirle, oye Javi, creo que tu madre preferiría otra chica para ti.  Además, ella siempre me trata muy correctamente, no tengo nada que decir en su contra, incluso creo que la entiendo. Javi se ha rebotado porque le mentí para no salir con él, porque cree que he querido castigarle. Dice que es difícil perdonar si no se entiende… Ayer le pedí que habláramos. Pero al parecer ya no quiere saber nada de mí —me lamento.

Se hace un breve silencio en el que solo escucho  por la radio al hombre del tiempo con un pronóstico de nueva borrasca por las Azores. ¡Otra más, viva el invierno anticipado!

—A lo mejor Javi esperaba saber de ti con una llamada más que un frío mensaje ¿no?

—No sé lo que esperaba —replico—. Me tiene desconcertada. Es la primera vez que nos distanciamos tanto. Y todo por una chorrada…

—Creo que ahí está el problema, Lucía. Está claro que para él no es una chorrada. Si pones el problema al mismo nivel que él lo ve puede que atines más en tus pasos.

—Mis pasos siempre son un gigantesco error tras otro —me quejo con la mirada puesta en mis fantasmas.

Palos de Ciego

Mientras Amy Winehouse canta algo a lo que no presto atención, mi mente se dedica al ilustre ejercicio de flagelarse convenientemente con la lista de mis fracasos.

Novio número 1: Nacho. Ambos 16 años. Nos conocimos en unas reuniones para alumnado ciego en las que compartimos pupitre. Los dos ciegos y los dos más verdes que una lechuga en asuntos amorosos. Su voz grave y melosa me engatusó; yo le enredé con mi sentido del humor. Ya está. Confundimos la camaradería con el amor y cierta urgencia adolescente nos empujó a una relación sin futuro. Nacho era reservado, reflexivo, prudente, yo todo lo contrario, nos parecíamos tanto como un huevo a una castaña. En líneas generales, nos aburríamos bastante. Después de mi primera vez con Nacho pensé que podría prescindir del sexo el resto de mi vida. ¡Vaya fiasco! Ha estado genial, dijo él, y yo me pregunté si veníamos del mismo viaje. No necesitamos mucho tiempo para darnos cuenta del error y, aunque me dejó él a los siete meses, al menos es la única ocasión en la que yo también estuve de acuerdo.

Novio número 2: Óscar. Yo 20 años, él 23. Compañero de campus universitario del que, esta vez sí, me enamoré hasta las trancas. Típico chico malote, divertido y fiestero que entró en mi vida como un huracán y se fue tras arrollarme. Se acercó a mí por morbo, me confesó cuando ya salíamos; y yo me sentí atraída por esa energía contestaría que desprendía. A Óscar le debo varias master class en sexo del bueno y poco más. Tuvimos un tiempo de mucho compadreo y complicidad, de mucho solucionarlo todo en la cama; pero luego eso ya no fue suficiente. Me mentía, me utilizaba, me ninguneaba, y yo me sometía porque estaba completamente ciega. ¡Si es que soy la monda lapidándome!
Le montaba unos cristos de campeonato cuando no llamaba, o quedábamos y no aparecía, pero luego le buscaba como un corderito arrepentido. Pensaba que moriría si me dejaba, y me dejó, a los dos años. Estás zumbada, me dijo tras el último pollo, que te aguante tu madre. Tiempo después me enteré de que me mi cornamenta tenía una altura considerable. Aun así, era tan imbécil que creo que hubiera vuelto con él si me lo hubiera pedido. Tonta del culo al cuadrado.

Novio número 3. Blas. Yo 24, él 27. Nos conocimos en el trabajo donde aterricé como becaria. Él era redactor una planta más arriba. De los tres, Blas creo que es el único que se enamoró de mí de verdad. Fui yo la que le pedí para salir tras coincidir varias veces en el office de la oficina. Si un chico te gusta no pidas permiso para decírselo me alentó Roberto. Fuimos los mejores amigos, nos hacíamos esas confidencias que cosen heridas y sellan pactos de silencio. Nos enamoramos sin prisa, pero poniendo toda la carne en el asador. Me haces una persona mejor, Lucía, me invitas a no conformarme, solía decirme. ¿No es el piropo más bonito que te pueden echar a la cara? Blas era alegre, muy sociable, buen compañero y excelente amante. Me decía te quiero con naturalidad, y yo a él. No había problemas con los te echo de menos, no había necesidad de eufemismos. Al año y medio de salir nos fuimos a vivir juntos y, aunque al principio todo fue de cine, de pronto empezamos a discutir como no lo habíamos hecho nunca. Mi carácter desnudó su lado más caprichoso e inseguro y le reprochaba todo lo que yo consideraba que no hacía a mi gusto; si estaba muy encima era demasiado cargante y si me daba espacio un despegado. Si salíamos por separado le sometía a interrogatorios surrealistas, tenía celos absurdos, le acusaba de poco compromiso… Él también estallaba en cólera. Eres insoportable, no hay Dios que te aguante, llegó a decirme. La confianza se rompió y el amor se rindió. Un domingo, después de una bronca más, dijo aquello de, Lucía, igual deberíamos darnos un tiempo… y se acabó el novio número tres, a los tres años de iniciarse, con mis huesos de vuelta en casa de mi madre.

Fue una suerte que Álex apareciera poco después y pudiera cambiar de trabajo, eso me permitió llevar el “duelo” con cierta dignidad.

Y así estamos ante el novio número cuatro. Yo 30, Javi 35. Con él la atracción fue instantánea, fulminante y recíproca. Pero no, ahora no quiero pensar en nuestra historia, porque cuando una recapitula es como si estuviera al final de algo, y no quiero pensar en eso. Tú también no, Javi, por favor.

—¿Ves? Ya estás otra vez con el melodrama —me devuelve a la realidad mi madre—. Hija, no sé de dónde te nace esa vena tuya tan teatral. —Pii, piiii, oigo el claxon del coche—. ¡Este se ha dormido en el semáforo! —bufa.

—Mamá, tres novios, tres fracasos. Pura realidad. No hay nada de ficción.

—¿Y qué tiene que ver eso con Javi? —pregunta.

—Pues ya ves, todo parece indicar que Javi se va a unir a mi lista de grandes éxitos —digo resignada.

—O sea, hemos pasado de que el tema era una chorrada a que vais a romper —replica—. Hace unos días te estaba pidiendo que fueras a vivir con él y hoy se ha olvidado ya de todo. Necesitas un poco de sexo, hija, no piensas con claridad —me suelta con su habitual socarronería. Los escasos 19 años que me lleva siempre le han dado alas para estas licencias.

Tras las maniobras de aparcamiento, el coche por fin se detiene.

—No vamos a romper, mamá. Me va a dejar. Hay una sutil diferencia —aclaro—. Lo cual implica que mi apatía sexual se va a prolongar indefinidamente…—refunfuño.

—¡Soberbia, hija! Deberían darte un papel estelar en Melrose Place

—¿Qué es eso?

—Nada. Una serie que daban cuando tú eras pequeña. Anda coge el chaquetón que he dejado atrás, por favor, Lucía —me dice al parar el motor. Extiendo el brazo en su busca, lo localizo y salgo del coche. Mi madre se acerca, se pone el abrigo y yo me fijo a ella para subir a casa—. Mira Lucía, si no fuera porque sé lo mal que lo estás pasando me reiría a carcajadas. No puedes dudar de sus sentimientos cada vez que os enfadéis, tienes que tener un poco más de confianza.

—Llevamos una semana sin hablarnos, le he pedido perdón y le he dejado un mensaje implorando, prácticamente, hablar. No hay resultados. Soy una chica lista mamá, la confianza tiene un límite, las señales que me envía no dan pie a pensar nada bueno —rezongo mientras entramos en el ascensor—. De hecho, creo que lo que le pasa es que no sabe cómo escribir un mensaje lo suficientemente educado pero sobradamente contundente para que entienda que todo se ha acabado.

—Javi no es de esos —refuta mi madre ya abriendo la puerta de casa.

—Define esos —exijo.

—Esos —dice mientras entramos—. La clase de chico que deja a su chica a través de un mensaje.

No necesito nada para saber que está allí. No necesito ver, ni escuchar, ni tocar. Es una cuestión de energía. He aprendido a sentir a Javi solo por el peso que sus emociones dejan en el ambiente, por cómo mi piel reconoce su presencia y cómo mi cerebro envía mensajes inequívocos de que me lo quiero merendar.

—Hola chicas —dice Roberto—. Javi ha venido al poco de iros y…

—Hola Lucía —me rompe en dos su voz, porque suena fría y trémula, y pone en guardia todas mis defensas.

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Capítulo 4: Mis ojos de ciega y mi cara de niña

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Matilde Bello

Matilde Bello

Periodista y escritora

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